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– Esa puerta verde no conduce a ningún sitio -respondió el guía, girando su cabeza en dirección a la puerta en cuestión, como si pudiera verla-. Quiero decir que no conduce a ningún sitio interesante. Es la residencia del veterinario jefe de la Escuela. Vive aquí para poder resolver inmediatamente cualquier percance de salud que puedan tener los lipizanos. Estos caballos son muy delicados y deben estar en perfecta forma para poder llevar a cabo a diario los complicados ejercicios que sus jinetes les exigen. Y ahora, por favor, si no hay más preguntas, subiremos estas escaleras para ver el Gran Picadero desde el punto más alto de la Escuela.

El grupo de turistas siguió como un solo hombre al guía invidente en la dirección que este les marcaba. El hombre de pelo blanco fingió que se le había desatado un zapato y después de agacharse, se quedó voluntariamente rezagado del grupo, permitiendo que el rebaño humano se alejara. Cuando estuvo seguro de que ya nadie podía verle, se puso de pie y abrió con sigilo la puerta de color verde por la que había preguntado.

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Madrid, septiembre de 2007

El Departamento de Musicología de la Universidad Carlos IV está situado en un antiguo y restaurado edificio de la época de los Austrias, que, lamentablemente, sus profesores se ven obligados a compartir con Dramaturgia y Teatro Universitario. La sede se encuentra a muy pocos minutos, paseando, de la plaza de la Cebada, así llamada porque antiguamente se separaba en este lugar la cebada destinada a los caballos del rey de la de los regimientos de caballería. También el grano lo llevaban a vender a esta plaza los labradores de las cercanías de Madrid. En el siglo XVII fue el lugar donde se instalaron las ferias de Madrid y en el siglo XIX pasaron a celebrarse allí las ejecuciones: al general Riego lo ahorcaron en esa plaza en 1824 y trece años más tarde, después de que María Cristina de Borbón le denegara una clemencia que sin duda merecía por no haber cometido delitos de sangre, le fue administrado garrote vil al legendario bandolero Luis Candelas.

Daniel Paniagua, treinta y cinco años, complexión atlética, profesor de musicología histórica en el mencionado Departamento, solía hacer jogging casi a diario a la hora de comer (saltándose su propio almuerzo) en un gran parque situado no demasiado lejos de la zona; pero como ese día le había convocado con urgencia Jacobo Durán, el jefe del Departamento, para tratar aún-no-se-sabía-qué misterioso asunto que no podía esperar hasta el día siguiente, prefirió renunciar a su galopada para no presentarse completamente rojo y transpirado a la reunión, que presentía iba a ser importante.

En lugar de eso, y para hacer tiempo hasta la hora de la cita, decidió acercarse hasta el domicilio de su mejor amigo, Humberto, que hacía semanas le había pedido que le grabase un cedé de músicas de boda, pues pensaba contraer matrimonio en breve con su novia de toda la vida. Daniel, para el que suponía un verdadero honor ocuparse de seleccionar la banda sonora de la boda de su mejor amigo, había olvidado sin embargo el encargo a las pocas horas, y como solía ocurrirle con frecuencia, sobre todo desde que había retomado la redacción de un ambicioso ensayo sobre Beethoven que había interrumpido dos años antes y que le tenía totalmente absorbido, no había vuelto a pensar ni un minuto más en el asunto. Hasta que el día anterior, Humberto le había telefoneado para decirle:

– Pedazo de cabrón, sabrás que me caso dentro de algo más de un mes.

– Por supuesto -mintió Daniel-. Ya tengo listo tu cedé. Mañana sin falta te lo acerco.

De modo que se había pasado toda la noche y buena parte de la mañana del día siguiente elaborando el disco para su amigo, con el que no había querido complicarse mucho la vida: el Ave María de Schubert, el de Gounod, el Aria en sol de Bach, las dos marchas nupciales más conocidas, la de Mendelsohn y la de Wagner, así como una decena más de piezas típicas en este tipo de ceremonias, con las que era muy difícil meter la pata.

– No te has devanado los sesos en exceso ¿eh? -exclamó su amigo al examinar el cedé. Lo que te había pedido no es lo de siempre, sino una selección más personal. Para eso eres el tío que más sabe de música de este país.

– Créeme, Humberto, la última vez que le grabé un disco de boda con mis gustos personales a un amigo fue a Óscar, le conoces, su mujer casi me mata. Con esto vamos a triunfar con Cristina, que es la que manda y para la que se hace la boda.

– ¿Crees que a mí no me hace ilusión casarme? -dijo Humberto.

– No lo sé, pero te he grabado otro disco que quiero que escuches noche y día hasta la víspera de la ceremonia.

Daniel le entregó a su amigo un misterioso cedé metido en un sobre rojo en el que solo podía leerse: El efecto B.

– ¿Quién es B? -preguntó su amigo, que ya empezaba a ponerse nervioso con tanto misterio-. ¿Y por qué tengo que escuchar esto noche y día?

– B es Beethoven, naturalmente. ¿Has oído hablar del efecto Mozart?

– No, ¿qué es?

– En 1997, un musicólogo estadounidense llamado Campbell, como la sopa, publicó un controvertido libro llamado El efecto Mozart, en el que popularizaba la teoría de que escuchar a Mozart, y en especial los conciertos para piano, aumentaba temporalmente el cociente intelectual. Como Beethoven es Mozart elevado al cubo, yo sostengo que escuchar música de Beethoven es el triple de efectivo.

– ¿Efectivo para qué?

– Para tomar decisiones fundamentales en la vida de uno, como casarse.

– ¿Estás insinuando que si escucho a Beethoven durante unos días me volveré más listo y eso me llevará a anular la boda?

– No lo sé. Pero soy tu amigo -Daniel puso una mano en el hombro a Humberto, como para que sus palabras sonaran más sinceras y cercanas- y quiero intentarlo todo antes de que te cases, para que luego no me puedas decir: «Canalla, ¿por qué no acudiste en mi auxilio?».

Humberto abrió la carcasa del cedé y se quedó mirando el disco con desconfianza, como si fuera el brebaje de un alquimista.

– ¿Qué me va a hacer esta… cosa cuando la ponga en mi equipo?

– Va a tener el mismo efecto sobre ti que algunos medicamentos que ya se usan en la actualidad para combatir el Alzheimer, y que tienen la propiedad de estimular los neurotransmisores cerebrales. Comprobarás que la música empezará a alterar tu estado anímico y a aumentar lo que los psicólogos llaman tu «percepción espacio-temporal», es decir, la habilidad para pensar con imágenes: un talento que resulta esencial a la hora de generar y conceptualizar soluciones a problemas complejos, como los que se presentan en las matemáticas, el arte o en los juegos de estrategia como el ajedrez.

– Entiendo -dijo Humberto, que poco a poco empezaba a abandonar la actitud recelosa hacia el disco para adoptar otra de genuina curiosidad.

– Ponlo ya, si quieres -le dijo Daniel. Para que veas que no se trata de ningún lavado cerebral y que no te he metido mensajes subliminales con el fin de sabotear tu boda. Solo es música… de Beethoven.

Humberto colocó el cedé en su equipo de alta fidelidad y nada más escuchar las primeras notas, afloró una sonrisa a su rostro.

– Me gusta -dijo, poniéndose cómodo en el sofá-. ¿Qué pieza es?

– La Sonata Opus 2 número 1, en fa menor, una de las tarjetas de presentación de Beethoven, cuando llegó a Viena. Es un claro homenaje a Mozart, hasta el punto de que cualquier aficionado de la época hubiera adivinado al instante que estaba inspirada en la Sinfonía en sol menor KV 183, de Amadeus. Aunque se trata de una pieza de juventud -Beethoven tenía veinticuatro años cuando la compuso- y de que su insultante talento no estuviera aún del todo desarrollado, me encanta esta sonata porque es muy característica de su personalidad arrogante y al mismo tiempo cautivadora. Beethoven se presenta en la residencia del príncipe Lobkowicz, su gran mecenas, con una música que le estaba diciendo al auditorio: «Sé componer como Mozart, pero voy a ir más allá, porque soy Ludwig van Beethoven».