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– No sabía que Beethoven fuera tan bravucón -dijo Humberto, asombrado, como de costumbre, de los profundos conocimientos musicales que exhibía su amigo.

– Pues lo era. Presentarse con esta sonata en Viena fue tan… -Daniel trataba de buscar un símil como los que empleaba en clase con sus alumnos para resultar más pedagógico. Tras unos instantes de vacilación, encontró por fin una imagen que le satisfizo-… es como si un humorista profesional hubiera tenido el cuajo de contar chistes sobre la guerra ante un público acostumbrado a escuchar a Gila. Beethoven se crecía en esta especie de duelos simbólicos con Mozart y Haydn, y sabía salir airoso de las comparaciones. Brahms en cambio, cuya Primera Sinfonía estaba tan ligada al estilo de Beethoven que a menudo se alude a ella como «la Décima», tardó catorce años en terminarla porque el terror a ser comparado con el sordo paralizaba una y otra vez su energía creativa. ¿Me estás escuchando?

Era evidente que no. Humberto había caído en una especie de trance musical del que hubiera resultado, no peligroso, pero sí inoportuno sacarle, por lo que Daniel decidió abandonar la casa de puntillas, como se hace con las personas cuyo sueño no se desea perturbar. Antes de cerrar la puerta, y en frase pronunciada más para sus adentros que para ser escuchada por Humberto, dijo:

– Que conste que a mí Cristina siempre me ha parecido una chica estupenda.

La oficina de Durán, situada, como la de todos los jefes que pueden elegir, en la parte más alta del edificio, desde donde se dominaba el parque adyacente, no tenía un acceso directo, sino que había que pasar inevitablemente por la secretaría contigua. Pero como era la hora de comer, el personal administrativo brillaba por su ausencia y las puertas estaban abiertas de par en par. ¿Quién iba a querer robar en el Departamento con menos presupuesto de toda la Universidad?

Antes de pasar al despacho de su jefe, Daniel decidió visitar un aseo cercano para refrescarse un poco la cara. La cita, y sobre todo el hecho de que Durán hubiera evitado deliberadamente decirle por teléfono el motivo de la misma, le había provocado los dos síntomas de la ansiedad que él más detestaba: sudoración y taquicardia. Últimamente había estado trabajando en su ensayo sobre Beethoven, incluso en horario lectivo y abusando de todos los recursos del Departamento excepto del estrictamente monetario. Su impresión era que la reunión con Durán iba a ser para leerle la cartilla o incluso para comunicarle una suspensión de empleo y sueldo en toda regla. Y por supuesto no cabía descartar la eventualidad más grave de todas: que Durán le fuera a comunicar que, a causa de un recorte presupuestario, se procedía a desmantelar aquel raquítico Departamento.

Tras serenarse un poco, pasó sin llamar al despacho de Durán, cuya puerta estaba abierta de par en par, y le sorprendió hablando por teléfono. Las otras veces que había estado en el despacho le habían llamado poderosamente la atención dos cosas: el hecho de que, independientemente del tiempo que hiciera, Durán nunca se quitaba la chaqueta o el abrigo, con lo que daba siempre la absurda impresión de estar de visita en su propia oficina, y su asombroso parecido con Silvio Berlusconi, antes de que este se hiciera el famoso injerto capilar. Bien es verdad que aunque Durán se hubiera quedado tan alopécico como el político italiano (y no era el caso, pues lucía una frondosa cabellera sin apenas canas), jamás se hubiera sometido a semejante operación estética, aunque solo fuera por no tener que exhibirse en público con aquella patética bandana que se lió a la cabeza el inefable primer ministro, en los días siguientes a su injerto capilar. A diferencia de Berlusconi, Durán tenía sentido del ridículo, aunque no estaba claro si su reconocida honestidad, que le distinguía de su clon, obedecía a convicciones morales o al hecho incontrovertible de que hubiera sido no ya difícil, sino milagroso, desviar fondos para aviesos fines en un Departamento tan poco dotado económicamente como el suyo.

Durán dio por terminada la conversación telefónica con un «que os den por saco, a ti y a todo el Ministerio de Educación», y se levantó para estrechar la mano de su subordinado.

– Buenas tardes, Daniel Paniagua.

Siempre se dirigía a él por el nombre y el apellido. Como cuando las esposas yanquis de los telefilmes regañan a sus estultos maridos diciéndoles «John McBride, quiero que dejes ahora mismo ese vaso de whisky y me escuches con atención».

– Quita esa cara de asustado, hombre, que no pasa nada malo.

– No, si no estoy asustado.

«Mentira podrida.» A pesar de que Durán le acababa de sosegar con una sonrisa y un no pasa nada, Daniel notaba que su corazón bombeaba a más de ciento cincuenta pulsaciones por minuto.

– Te he llamado para pedirte un favor -le dijo Durán.

Le estaba mirando con severidad, como si estuviera a punto de abrirle un expediente disciplinario. Pero la frase, y sobre todo el tono en que acababa de ser pronunciada, tuvieron sobre él el mismo efecto tranquilizador que si hubiera ingerido un frasco entero de Sumial.

– ¿Un favor? Por supuesto, si está en mi mano. ¿De qué se trata?

– Se trata de que acudas a un concierto.

Durán abrió el cajón principal de su mesa y extrajo el programa de un concierto de música que Daniel intentó escrutar con avidez. Pero Duran no quiso entregárselo inmediatamente, sino que lo retuvo en su mano derecha, como para exacerbar aún más la curiosidad que afloraba en el rostro de Daniel.

Este trató de ignorar el papel y adoptó una actitud de despreocupación.

– ¿El favor que tengo que hacerte es ir a un concierto? Pues pídeme más de estos.

– A este concierto no vas solo a oír música. Vas, sobre todo y fundamentalmente, a espiar para mí.

– Bien, pero ¿de qué se trata?

– Beethoven. Es tu especialidad, ¿no?

– Sí, claro. Sobre eso estoy escribiendo mi ensayo. Lo empecé hace años, cuando aún vivía mi padre, lo interrumpí durante su enfermedad y cuando falleció, no me sentí con fuerzas para retomarlo. Ahora quiero acabarlo, aunque solo sea para poder dedicárselo y honrar su memoria.

– Eso es muy loable -dijo Durán. Y tras una breve pausa continuó-: La semana pasada leí en alguna parte que Beethoven era de origen español.

– Le llamaban el Schwarzspanier, el español negro, porque era muy oscuro de piel, y hay quien dice incluso que tenía ancestros españoles…

– Tú ponlo en tu libro. Siempre hay que barrer para casa.

– Lo cierto es que la familia de Beethoven tenía origen flamenco.

– ¿Lo ves? Flamenco. Seguro que era sevillano.

Daniel se quedó dudando de si Durán había pretendido hacer un chiste.

– Flamenco, de Flandes. Los españoles estuvimos en Flandes en el XVI y en el XVII, así que no es improbable que algún arcabucero del Tercio sedujera, o más bien, dada nuestra reputación, violara, a alguna tatarabuela del compositor.

– Pues déjalo bien claro cuando te publiquen El crepúsculo de un genio.

– ¿Sabes hasta el título? ¡Pero cómo se corre la voz!

– A la voz siempre le ha gustado correrse. Toma, echa un vistazo.

Durán le entregó por fin el programa en mano y Daniel empezó a devorar su contenido con avidez. Al leer el nombre que figuraba junto a Beethoven, pegó un respingo y exclamó:

– ¡Ronald Thomas! Sabes quién es, ¿no?