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– Algo he oído.

– Este hombre está ahora mismo en el mismísimo ojo del huracán de toda la musicología moderna, por no hablar del campo específico de las investigaciones sobre Beethoven, en el que es directamente el pope de los popes. Todo el mundo reconoce, o reconocemos, que se trata de un investigador fascinante, aunque he de aclararte que también es extraordinariamente polémico. Hay quien le adora y le aplaude hasta el menor de sus escritos y hay quien le detesta y desearía verle fuera de la circulación esta misma tarde.

– ¿Fuera de la circulación quiere decir… muerto?

– No, hombre. Quiere decir desautorizado, desprestigiado, musicalmente desahuciado.

– ¿Y tú en qué bando estás?

– Yo soy pro Thomas a tope. Sigo sus trabajos desde hace años y me extraña no haberme enterado de que está en España. -Creo que prefiere mantener el secreto, ya que, como puedes ver, ha venido a ofrecer un concierto muy, muy especial.

Daniel continuó leyendo el programa de mano y volvió a sacudir la cabeza con asombro.

– ¡La Décima Sinfonía de Beethoven! ¡Es increíble!

– Acabas de pronunciar la palabra clave: increíble. Porque ¿existe realmente la Décima Sinfonía?

– ¿Quién puede saberlo? Thomas no ha dicho en ningún momento que la haya descubierto. Lo que ha hecho, y de ese modo ha terminado de sacar de quicio a la musicología más pazguata y conservadora, ha sido reconstruirla, a partir de una serie de esbozos y fragmentos que dejó Beethoven, repartidos por media Europa; son aproximadamente doscientos cincuenta compases del primer movimiento, de los cuatro que suele tener una sinfonía. Esto es, según el programa que me acabas de dar, lo que se va a interpretar mañana por la noche.

– Habrás observado -dijo Durán, que estaba disfrutando enormemente con la excitación que había logrado despertar en Daniel- que el concierto es casi clandestino. No se ha anunciado en ninguna parte y no se va a ofrecer en ningún auditorio oficial, sino en la residencia privada de Jesús Marañón, ante un grupo de invitados escogidos con lupa.

– No importa que acudan pocos, porque algunos de ellos son muy beligerantes, y en el concierto de mañana se puede armar.

– ¿Armar? ¿A qué te refieres?

– Abucheos, pateos, silbidos. Hay pocas dudas de que Beethoven tuvo intención de componer otra sinfonía, después de la Novena, pero no está probado en modo alguno que los fragmentos que Thomas ha ensamblado estuvieran destinados todos al mismo movimiento.

– O sea, que podríamos estar ante un monstruo musical. El monstruo de Beethovenstein.

– Todo depende de cómo haya «cosido» Thomas los pocos fragmentos que compuso Beethoven. En principio, mañana, con lo que espero encontrarme es con un andante en mi bemol que da paso a un allegro en do menor. Eso es lo que ha trascendido en la prensa especializada. Pero a saber cómo ha instrumentado Thomas la cosa, porque no solo tenemos muy pocas notas, es que no sabemos ni qué instrumentos tenían que tocarlas.

– ¿Eso no se puede deducir partiendo de los usos de la época?

– Sí y no. Beethoven también rompió moldes como instrumentador. Para que te hagas una idea fue el primero en utilizar la flauta piccolo ylos trombones en una sinfonía. Igual Thomas le ha confiado a las trompas una frase que Beethoven hubiera querido confiar a los clarinetes. O viceversa. ¿Tú no piensas acompañarme?

– No puedo. Dejaron de invitarme a casa de Jesús Marañón desde que desatendí su petición de que una de sus hijas cantara un aria de Bach en el concierto que dio Bob van Asperen aquí, en el auditorio.

– Un gran clavecinista. Pero yo estaba postrado en cama con hepatitis y no pude acudir. ¿De verdad Marañón te pidió eso?

– No me lo pidió, me lo exigió. Y eso que ahora su hija ha hecho notables progresos, porque hace dos años, que es cuando vino Van Asperen, la pobrecita aullaba como la niña de El Exorcista.

– Hiciste muy bien en decir que no. ¿Qué se habrá creído?

– Pues se ha creído lo que es: Dios Todopoderoso. Ríete tú de ¿cómo le llaman? Jesús del Gran Poder. Marañón ha conseguido, por ejemplo, gracias a sus tejemanejes, que me congelen el presupuesto del Departamento durante los dos próximos años. Y se dedica a desacreditarme en público siempre que puede.

– Pero entonces esta invitación ¿cómo ha llegado a tus manos?

– Uno, que tiene sus recursos.

– Es mañana a las ocho en punto. Estaré allí sin falta. ¡No, espera!

– ¿Qué ocurre? ¡No me digas que tienes algún compromiso ineludible y no puedes acudir!

– El concierto es mañana por la tarde. Le había prometido a Alicia que iría a buscarla al aeropuerto.

– Olvídalo entonces. No quiero provocar una crisis de pareja.

– De ningún modo, seguro que puedo arreglarlo. Le enviaré un taxi o le pediré a algún amigo que vaya a buscarla. Ni siquiera una bomba nuclear podría impedir que dejara de asistir a ese concierto.

– Si Thomas resulta ser un farsante lo vamos a machacar, ¿me oyes? Ve mañana al concierto y sé mis oídos, mis ojos y todos mis sentidos. Que no se te escape ni un detalle. No me importa lo que el tipo haya hecho hasta ahora: si ha creado un engendro con Beethoven, le hundiremos a él y a su mecenas, Jesús Marañón.

Daniel se quedó pensativo durante unos instantes, con la mirada perdida tras los amplios ventanales situados a espalda de Durán.

– ¿En qué piensas?

– En nada. Tan solo he recordado que hay eruditos que afirman que en algún lugar de Europa yace oculto, a la espera de ser descubierto, el manuscrito completo de la Décima Sinfonía de Beethoven.

Durán no apostilló nada, se limitó a devolverle esa sonrisa adulterada y tramposa que solo los políticos muy hábiles o muy corruptos son capaces de desplegar cuando tienen algo muy evidente que ocultar.

4

Esa misma tarde, un avión de Air France procedente del aeropuerto Paris-Orly depositaba en el aeropuerto de Madrid-Barajas al príncipe Louis-Pierre-Toussaint-Baptiste Bonaparte, heredero al trono de Francia y descendiente de Napoleón Bonaparte. El príncipe, un hombre de cincuenta y cinco años, pequeño y nervioso como su ilustre antecesor, era en realidad architataranieto del hermano pequeño de Napoleón, Jérôme, que había llegado a ser, entre 1807 y 1813, rey de Westfalia, un estado títere en el noroeste de Alemania creado por el emperador. Louis-Pierre viajaba en compañía de su esposa y había sido invitado por la Fundación de Amigos de Napoleón, ubicada no lejos del consulado francés, para ofrecer, esa noche, una conferencia sobre su ilustre antepasado titulada «El pequeño cabo», uno de los apodos que había recibido en vida el general. Dado que la posibilidad de recuperar algún día el trono de Francia no era más que una quimera -su país era quizá la República más célebre del mundo y además había otros aspirantes al trono, como los orleanistas y los borbones- el príncipe había atemperado sus ansias de grandeza y se había concentrado en la política local. En Ajaccio, la capital de Córcega, cuna de los Bonaparte, Louis-Pierre era toda una celebridad y podía llegar a convertirse, en las próximas elecciones, en el alcalde más votado de la turbulenta historia de la isla.

En la actualidad, su principal fuente de ingresos eran las actividades en torno a su ilustre antecesor, que seguía desatando pasiones en el mundo entero: seminarios, conferencias -por las que nunca facturaba menos de seis mil euros- y por supuesto, libros sobre Napoleón, uno de los cuales, Infierno en Santa Elena, llevaba semanas en la lista de los libros más vendidos de Le Figaro Littéraire.

Y aunque ni el príncipe ni su esposa eran demasiado melómanos, ambos tenían pensado aprovechar su estancia en España para aceptar la invitación que su íntima amiga Sophie Luciani, hija del primer matrimonio de Ronald Thomas, les había hecho llegar para asistir al singular concierto que su padre iba a dirigir al día siguiente, en casa de Jesús Marañón, para un puñado de privilegiados.