– Los Illuminati simpatizaban con el emperador austríaco -respondió Bonaparte algo nervioso-. Muy bien. ¿Y qué?
– Que Austria, mi querido príncipe, era enemiga mortal de Napoleón.
5
El día del concierto, Daniel estuvo muy inquieto y distraído.
A primera hora de la mañana llamó a Humberto para preguntarle si podía encargarse él de ir a recoger a Alicia al aeropuerto y de llevarla hasta su piso, del que además le tenía que entregar un juego de llaves.
La voz de su amigo sonó fría y distante al otro lado del teléfono.
– ¿Te ocurre algo? -preguntó Daniel, que ya había olvidado la sesión de hipnosis musical del día anterior.
– La música que me hiciste oír. Ha tenido efectos devastadores.
Daniel empezó a sentirse culpable en el acto.
– ¿Estás hablando en serio? ¿Has decidido no casarte?
– No exactamente, Daniel. Pero por la noche se me ocurrió comentar con Cristina que tal vez podríamos considerar un aplazamiento y no sabes la que se ha montado.
– ¿Pero tú eres idiota? ¿Cómo se te ocurre plantear un aplazamiento a poco más de un mes de la boda?
– En mala hora me trajiste esa música infernal.
– No intentes responsabilizarme a mí ahora de tus conflictos de pareja. En todo caso, échale toda la culpa a Beethoven.
– No sé qué hacer, ni siquiera estoy triste, es como si no pudiese creerme yo mismo lo que me está pasando.
Daniel permaneció en silencio unos segundos, tratando de buscar la mejor manera de echarle un cable a su amigo. Por fin añadió:
– ¿Quieres que llame yo a Cristina?
– ¿Y qué le vas a decir? ¿Que la culpa es de un disco?
– Llámala tú entonces y pídele perdón. Dile que anoche estabas borracho, yo qué sé, cualquier disculpa, pero tienes que pelear por ella.
– Díselo tú mismo, porque está aquí a mi lado, pringao, que eres un pringao.
– ¡Hijo de puta! ¿Era una trola? ¡Te voy a matar!
– No -dijo Cristina, que ya se había hecho con el control de auricular-, la que te voy a matar soy yo, por tratar de comerle el coco a mi novio tan cerca de la boda.
La voz sonaba divertida y zumbona, y Daniel se percató en el acto de que la pareja se había estado divirtiendo a su costa.
– Sois unos cabrones. Casi me da un infarto.
– Bueno -dijo Cristina-, además de para tratar de fastidiarnos el día más feliz de nuestra vida ¿para qué llamas?
– Necesito que vayáis a recoger a Alicia al aeropuerto esta tarde, que la traigáis hasta mi apartamento y que le deis las llaves. Si no, se queda en la calle.
– ¿No os veis desde hace semanas y pasas de ir a buscarla? Tío, el que no se casa seguro eres tú.
– Tengo un concierto esta tarde al que no puedo dejar de ir.
– ¿Un concierto? Búscate otra excusa más convincente, porque te digo yo que con esa la cagas seguro.
– Es un concierto muy especial, no tengo tiempo de explicároslo ahora.
Hubo una pausa en la que Daniel oyó conversar a la pareja en segundo plano sobre la complicada agenda que tenían ambos ese día. Después fue Humberto el que se puso al teléfono:
– Te llamo a media mañana y te digo seguro si podemos ir a buscar a Alicia uno de los dos.
Tras impartir las clases que le tocaban ese día, Daniel corrigió un par de exámenes en su despacho y regresó a su casa para mudarse, aunque como hacía un calor inusual para ser el final del verano, no se vistió inmediatamente. Prefirió quedarse un rato en calzoncillos, servirse una Coca-Cola con mucho hielo, poner el ventilador a tope y conectarse a internet para averiguar si en la página web de Thomas había alguna mención a su viaje a España o alguna noticia de última hora relacionada con la originalísima pieza que estaba a punto de escuchar en la residencia de Jesús Marañón: el primer movimiento reconstruido de la Décima Sinfonía de Beethoven.
Si Daniel se hubiera acordado de vaciar su buzón de voz en ese momento, habría escuchado los dos mensajes que le habían dejado grabados ese día: uno, del director de su sucursal bancaria, para decirle que tenía que aportar unos quinientos euros a su cuenta corriente si no quería quedarse en números rojos en cuanto vinieran los próximos recibos; el otro, de Humberto, para advertirle de que, a causa de los intensos preparativos de boda, ni él ni Cristina iban a poder encargarse de recoger a Alicia en el aeropuerto.
Pero Daniel tenía la cabeza tan ocupada en el extraordinario experimento musical de Ronald Thomas que no solo no se ocupó de escuchar los mensajes sino que dio por hecho que su amigo le iba a solucionar su pequeño problema logístico con Alicia.
En la web de Thomas no había la más mínima mención al concierto ni a su viaje a España, lo que vino a confirmar el secretismo con el que se estaba llevando a cabo toda la operación. Daniel dejó de lado un artículo, que no le aportaba nada nuevo, en el que se decía que un amigo de Beethoven llamado Karl Holz se jactaba, en cartas de la época, de haber escuchado tocar al piano al propio compositor el primer movimiento de la Décima. Por lo tanto, no parecían tener mucho fundamento los rumores, quizá alimentados por el más intrigante de los amigos del músico, Anton Schindler, de que Beethoven jamás llegó a aventurarse en una décima sinfonía. En otra página se hacía alusión a la otra habladuría que él acababa de compartir con Durán: la existencia de un supuesto manuscrito íntegro de la obra, que todavía no había sido descubier… ¡Pof!
La pantalla del ordenador se fue a negro. Toda la luz del barrio empezó a brillar por su ausencia, debido a una sobrecarga en la red. El consumo masivo de aire acondicionado en toda la ciudad estaba pasando factura.
Daniel se puso la ropa que iba a llevar al concierto -unos vaqueros limpios, una camisa azul de manga corta y unos mocasines náuticos- y, como no tenía otra cosa que hacer, bajó a zamparse un perrito caliente en el bar de la esquina. Sabía que en cuanto llegara Alicia no iba a poder, no ya comer, sino ni siquiera mencionar la comida basura que tanto le gustaba, así que tenía que aprovechar estas últimas horas de soltería.
Maldición. La máquina de calentar el pan que había en el bar no funcionaba, debido al apagón, así que cogió la Buell Streetfighter de 1200 cc. con la que se desplazaba a todas partes, para comérselo en el parque donde hacía jogging. Los perritos de ese puesto, pionero en la ciudad, e instalado a imitación de los que Daniel había visto tantas veces en las películas americanas, le encantaban. La casa de Marañón no estaba lejos de allí y podría dejar primero la moto en el garaje del Departamento -con su aspecto de luchador musculoso, la Buell era una pieza muy codiciada por los rateros y Daniel no se atrevía nunca a dejarla en la calle- e ir luego dando un paseo tranquilamente.
El hombre del puesto de perritos se sonrió al verle llegar.
– ¡Ya le echaba yo de menos hoy!
– Pues aquí me tiene. Pero esta vez no pinche tanto el pan, que la mostaza y el ketchup chorrean luego por el otro lado.
Le pareció notar un fugaz destello de odio en los ojos del vendedor, como si con ese comentario hubiera puesto en duda su profesionalidad.
– Usted es músico, ¿no?
– Soy musicólogo. ¿Por qué?
– Es que le veo entrar y salir muchas veces del edificio ese. Aquí tiene su perrito.
El vendedor se aburría y trató de embarcar a Daniel en una charla de cierto calado, como les pasa a los taxistas que llevan tiempo sin hacer una carrera.
– O sea, que usted tocar, poco.
– Toco algo el piano, pero no para tirar cohetes. Los musicólogos nos dedicamos a investigar. Sobre partituras y esas cosas. Casi le diría que la diferencia entre un músico y un musicólogo es tan grande como la que pueda haber entre un tocón y un tocólogo.