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– Muchas gracias por la clase, pero el la no nos interesa. Háblame del mi bemol.

– Te repito que no recuerdo la frecuencia, pero es fácil de averiguar: baja al ordenador que tienen en el porche y pon en cualquier buscador de internet: «frecuencia de la nota mi bemol». Te aparecerá un número de cinco dígitos, con lo que ya solo nos quedarán cuatro números para completar la serie.

El forense intercambió una mirada cómplice con la magistrada y los dejó solos en el ático.

Tras unos segundos de silencio, habló la juez, que seguía situada a la espalda de Daniel.

– Supongo que te estarás preguntando un montón de cosas.

– ¿Cómo sabías que Thomas había encontrado la Décima Sinfonía?

– Porque me lo dijo él. Como ya habrás comprendido por las cartas que te mostró Mateos, Ronald y yo fuimos novios durante un tiempo, hace muchos años. Y el accidente, que me desfiguró la cara para siempre, lo sufrimos juntos. Ronald iba al volante -había bebido bastante durante la comida- y circulábamos por una carretera comarcal muy poco transitada. Iba haciendo el ganso con el coche, cuando de repente apareció un tractor de detrás de una curva. Él sufrió heridas leves, pero yo salí despedida por el cristal y casi me fui para el otro barrio.

– ¡Le consideras responsable del accidente!

– Por supuesto -dijo la juez con total rotundidad-. Si él no hubiera tenido los reflejos mermados por el alcohol en ese momento y no hubiera hecho absurdos jueguecitos con el volante, habría podido esquivar perfectamente al tractor. En lugar de eso, dimos innumerables vueltas de campana y mi cara quedó convertida en esta máscara grotesca que es ahora.

El forense comenzó a subir la escalera vertical del ático pero solo llegó a asomar la cabeza.

– ¿Ocurre algo?-dijo doña Susana.

– Necesito la contraseña de tu portátil. He probado unas cuantas, tu nombre, tu fecha de nacimiento, hasta el nombre de tu madre, para no tener que subir y bajar otra vez, pero me las rechaza todas. ¿Cuál es la buena?

– Beethoven.

– Tenía que haberlo imaginado.

Pontones soltó un bufido de agotamiento y volvió a desaparecer escaleras abajo. Daniel siguió sonsacando a la juez.

– ¿Cuándo te contó Thomas que había encontrado la Décima?

– Después del accidente, nos separamos. Yo estaba llena de rabia hacia él por lo que sucedió. Con el tiempo, comprendí que el resentimiento me estaba consumiendo por dentro y un día le llamé para decirle que le había perdonado.

– ¿Volvisteis a ser amantes?

– No, eso ya no era posible. Pero hemos mantenido el contacto a lo largo de todos estos años y él me utilizaba a veces como una especie de asesora jurídica.

– ¿Qué pasó con la sinfonía de Beethoven?

– Ronald me contó, hace ya más de un año, que había encontrado un cuadro que revelaba la identidad de una amante de Beethoven desconocida hasta la fecha. Fue a Viena, investigó durante meses, y descubrió el rastro de la misteriosa mujer. Halló la partitura en una de las dependencias de la Escuela Española de Equitación y la sustrajo. Se encontró además con que el manuscrito tenía un claro propietario, que estaba escrito en la portada: Beatriz de Casas, cuyos herederos viven actualmente en España. No podía decirle al mundo que tenía la Décima, porque tendría que haber explicado de dónde la había sacado y habérsela devuelto a sus legítimos dueños. Por eso se puso en contacto conmigo, para que le dijera si había algún modo razonable de salir del atolladero jurídico. Yo le respondí que, a cambio de mi ayuda, exigía la mitad del dinero que obtuviésemos por el manuscrito. Me lo debía, para reparar lo que me hizo. Hasta que Felipe me hizo ver que el cincuenta por ciento no era suficiente, que yo me lo merecía todo.

Volvieron a escucharse los pasos nerviosos del forense escaleras arriba y de nuevo este se contentó con asomar la cabeza.

– ¿Dónde está el alimentador del puto portátil? ¡Me acabo de quedar sin batería en plena búsqueda!

– Debe de estar en un cesto que hay junto a la chimenea -respondió la magistrada.

– ¡A este paso no vamos a acabar nunca! -bramó Pontones, mientras volvía a bajar las escaleras.

– ¿Y el concierto que dio en casa de Marañón?

– Ronald estaba trabajando en una reconstrucción de la Décima Sinfonía desde hacía años. Había llevado a cabo un trabajo esforzado pero mediocre, porque componer no era lo suyo. Cuando tuvo la auténtica partitura de Beethoven en sus manos, y hasta decidir qué hacía con el manuscrito, no resistió la tentación de apropiarse del primer movimiento, cuya reconstrucción ya había anunciado, y estrenarlo como si hubiera sido fruto de su imaginación. El pobre no era, como te he dicho, un gran compositor, y esta era la forma en que podía vengarse del mundo, que se había quedado indiferente en tantas ocasiones ante las muchas obras que había estrenado.

– Pero ¿cómo pudiste reunir el valor para asesinarle a sangre fría?

– Me convenció Felipe. Yo sola no habría tenido el cuajo suficiente para hacerlo. Ronald me comentó que hasta saber qué hacer con la partitura, la había guardado en una caja de seguridad cuyo código se había hecho tatuar para que nunca pudiera llegar a olvidársele. Ya sabes que algunos bancos ofrecen tal grado de confidencialidad al cliente que no es necesario dar un nombre: basta con un código numérico y una llave.

– De modo que si esta noche consigo descifrar el código, tendréis la manera de llegar hasta el manuscrito original.

– En efecto, así es.

– Pero ¿y si yo hubiera descifrado el código por mi cuenta y hubiera tratado de apoderarme de la sinfonía sin decir nada a nadie?

– Aún te hubiera faltado esto.

La juez se levantó para mostrarle la llave de una caja de seguridad.

– Ronald la llevaba siempre encima, colgando del cuello, y se la arrebatamos la noche en que le asesinamos. Sin esta llave es imposible abrir la caja.

– Lo más extraordinario de este asunto es que tú instruyes el caso en el que eres la asesina. No me explico cómo el azar pudo…

Daniel dejó la frase a medias, pues en el momento mismo en que empezaba a pronunciarla experimentó una súbita revelación.

– ¡No fue el azar! ¡Hiciste coincidir su guardia con el día del concierto! Me lo dijo el forense mientras te esperábamos en el juzgado: el juez de guardia instruye los casos que le entran cuando está de servicio.

– En realidad fue al revés -dijo doña Susana-. Los jueces no podemos cambiar una guardia tan fácilmente como un médico. Es para evitar que los delincuentes puedan ponerse de acuerdo con un juez corrupto para cometer el delito el día en que más les convenga. Lo que hice fue convencer a Ronald para que diera el concierto el día anterior al que yo sabía que me tocaba guardia de incidencias. No me fue difíciclass="underline" le dije que solo podía asistir al concierto ese día y que tratara de arreglarlo para que yo pudiera acudir.

– O sea, que no fuiste al concierto porque estabas de guardia.

– No, no fui porque no quería que nadie pudiese relacionarme con Ronald. Mi guardia empezó, en realidad, a las nueve de la mañana del día siguiente. Felipe ocultó el cadáver de madrugada bajo unas hojas y horas más tarde realizó una llamada anónima a la policía para que encontraran el cuerpo cuando yo ya estaba de guardia.

– ¿Cómo conseguisteis secuestrar a Thomas y traerlo hasta la casa?

– No fue necesario. Al terminar el concierto llamé a Ronald desde una cabina, me disculpé por no haber podido asistir, y le pedí que viniera a verme.

– ¿Le ofreciste sexo?

– No digas majaderías. Le dije que estaba en cama con fiebre, sola y sin antibióticos. Le rogué que pasara por una farmacia de guardia y me los acercara a casa.