– ¿Y si te hubiera dicho que no?
– Ronald se sentía profundamente en deuda conmigo desde el accidente, sabía que no podía negarse.
Daniel, que ya estaba en una situación escalofriante antes de escuchar el pormenorizado relato de doña Susana, no pudo evitar un estremecimiento al constatar la crueldad y la sangre fría de la magistrada.
– ¡Tú accionaste el mecanismo! Le cortaste la cabeza a Thomas y horas más tarde acudiste a levantar su cadáver.
Volvieron a escucharse los pasos del forense escaleras arriba, solo que en esta ocasión no se limitó a asomar la cabeza, sino que se incorporó de lleno a la macabra reunión:
– Susana, parece que tu perito tiene ganas de salvar el pellejo. La nota mi bemol es, efectivamente, una frecuencia y se puede buscar fácilmente en internet. El numero es 311.13, lo cual quiere decir que aún nos faltan cuatro números.
– No, solamente dos -dijo Daniel, que había continuado dándole vueltas al asunto-. Si se fija en la partitura del tatuaje, hay dos cuatros antes de que comiencen las notas. Se trata del tipo de compás en que está escrito el concierto Emperador.
– Bien por el chico -dijo el forense. Me parece que el miedo a morir está sacando de él el criptólogo que lleva dentro. Ahora dime, corazón, ¿dónde están esos dos números?
– No tengo ni idea. Le juro que he examinado mentalmente la partitura una y otra vez y que no encuentro la manera de descubrir en ella ni un número más.
– Muy bien, tú lo has querido entonces -sentenció el forense, alargando la mano hacia le déclic.
– ¡Espera, Felipe! -exclamó la magistrada, que andaba cavilando desde hacía un rato-. No da con los números porque ¡no son números, sino letras!
Se puso de pie y buscó un cenicero con la mirada. Al no encontrarlo, tiró la colilla al suelo de madera y como no hizo el menor ademán de apagarla, el forense la pisoteó con uno de sus mocasines náuticos.
– ¿Cómo que letras? -replicó nervioso el forense, que empezaba a estar harto de tanta criptografía.
– Hemos establecido ya que los números pertenecen, casi con certeza, a un código de cuenta internacional o IBAN de un banco de Viena, ¿no?
– Sí, ¿y qué?
La juez sacó de su bolso una Moleskine en la que había atrapado un pequeño bolígrafo con el que escribió una serie de letras en la libreta:
ATKK BBBB BCCC CCCC CCCC
Después añadió:
– Tenemos ya los dieciocho números de la cuenta corriente y las dos letras del IBAN, pues los ocho dígitos que estaban expresados en clave Morse nos están diciendo también que el banco es austríaco. Ya hemos descifrado el código del banco donde Ronald tiene oculta la partitura.
»at, que es Austria, expresado en Morse con sus coordenadas geográficas
14 20 13 20
»Luego está el dígito de control. Es una pareja de números, como en España. ¿Y dónde tenemos una pareja de números en esta partitura?
– En el compás -dijo Daniel-. Son los únicos números del código que van en pareja, los dos cuatros.
– Exacto. Ya tenemos at 44. Después no hay más que añadir los números que están implícitos en el nombre del Concierto n.° 5, op. 73
at 44 573
»más los números que corresponden a mi bemol
AT44 5733 1113
»y luego los ocho números del Morse
at44 5733 1113 4720 13 20
»que servían además para decirnos en qué país está el banco.
– ¿Y qué ocurre si el orden de los números no es el correcto? -preguntó nervioso el forense-. Es decir, si los números son esos, pero forman, por decirlo así, un anagrama numérico.
– Ronald era muy despistado, por eso se hizo tatuar la clave -respondió la juez-. No creo que introdujera los números en un anagrama porque en ese caso tendría que haber ideado otra clave para recordar también el orden correcto. Es evidente que los ocho números del concierto forman un solo bloque. Concierto n.° 5, op. 73 en mi bemol, es decir
57331113
»y los ocho números de las notas también forman otro bloque
47201320
»La única duda es que después de at 44 vayan antes los números expresados en Morse y no los que corresponden al concierto. Pero eso limita las posibilidades a dos, y no me preocupa en absoluto: si no es una combinación, solo puede ser la otra. Si la primera resulta errónea, diremos en el banco que se trata de un error. Hasta en los cajeros automáticos te puedes equivocar tres veces con la clave y no pasa absolutamente nada. Como tenemos la llave de la caja, nadie nos va a poner ningún problema, te lo aseguro.
– ¿Qué pensáis hacer conmigo? -preguntó Daniel, aterrorizado por el hecho de que ya había dejado de ser útil para la pareja.
El forense se acercó a la guillotina y acarició otra vez con la mano el mecanismo que accionaba la cuchilla.
– Estoy en un aprieto, Daniel, porque soy un hombre de palabra. Por un lado te he prometido que si colaborabas con nosotros salvarías el gaznate. Pero no había caído en que también le había prometido a Susana que si seguíamos mi plan al pie de la letra no habría nada que temer, porque jamás seríamos descubiertos. Como ese compromiso es anterior al que tengo contigo y sé positivamente que si te dejo con vida no voy a poder cumplirlo, porque se lo vas a contar todo a la policía, considero que nuestro contrato es nulo, pues me impide cumplir el pacto previo que tengo con Susana. ¿Lo entiendes, verdad?
Al ver que su fin era inminente, Daniel optó por llevar a cabo lo único que podía hacer en ese momento, que era gritar y pedir socorro. Solo pudo hacerlo una vez, porque el forense sacó al instante un revólver de la sobaquera que llevaba bajo la americana y con la culata le propinó un golpe formidable en la cara que le partió el tabique nasal y lo dejó atontado.
Daniel empezó a sangrar profusamente.
Pontones sacó entonces del bolsillo un pañuelo y un rollo de cinta aislante y empezó a amordazarle. Una vez que hubo terminado le dijo a la juez:
– Ve sacando el coche del garaje. No quiero obligarte a pasar por esto una segunda vez. Como este está grogui no voy a tener ningún problema para hacerlo yo solo.
La juez, a la que la decapitación de Thomas le había parecido la experiencia más truculenta y macabra que podía afrontar un ser humano, no se lo hizo repetir dos veces y en menos de un minuto estaba subida a su BMW serie 3, accionando la puerta automática del garaje.
El forense quitó un pasador metálico atado a una pequeña cadena que actuaba a modo de seguro y luego colocó la mano en la palanca del déclic.
Tras comprobar que la cabeza de Daniel estaba perfectamente situada, Pontones accionó sin pestañear el mecanismo que liberaba la pesada hoja de la guillotina.
61
Mientras tanto, desde la ventana camuflada en la furgoneta de escucha del Grupo de Homicidios, Mateos y Aguilar observaban cómo se abría la puerta del garaje del chalet de la magistrada y cómo emergía sigilosamente de él un BMW de color azul con una sola persona a bordo.
– ¿Qué hacemos ahora, jefe? Se están dando a la fuga.
– ¿Ha llegado la orden de entrada y registro?
– Todavía no.
– Que le den morcilla a Sus Señorías y a toda la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Saca la pipa, Aguilar, que vamos para adentro.
La juez, que había aparcado el coche junto a la puerta del chalet y esperaba con el motor al ralentí a que el forense terminara su siniestro trabajo, vio venir corriendo hacia la casa, pistola en mano, a los dos policías, y comprendiendo que estaba todo perdido, arrancó a toda velocidad calle abajo, produciendo un chirrido de neumáticos que pudo escucharse a varias manzanas de distancia.