– Ja, ja, muy bueno. Pues mi hijo es un tocón, toca la guitarra que da gloria verle. Aunque yo no le animo mucho, porque los músicos pasan más hambre que el perro de un ciego.
– Hombre, si uno toca muy bien, no. Desde luego, como no se vive bien es de musicólogo, se lo puedo asegurar.
– A muchos, como no nos toque la bonoloto…
– Yo no juego. Para dejar de estar a la cuarta pregunta tendría que atracar un banco. O tener un golpe de suerte y llegar a descubrir una partitura muy valiosa. Sí, con un manuscrito inédito me pondría en órbita.
El de los perritos le miró con una expresión divertida, casi cómplice, y desde luego, no exenta de codicia.
– ¿De cuánto dinero estaríamos hablando?
– De muchísimo. Por una partitura íntegra de la Novena Sinfonía de Beethoven, ¿sabe cuál le digo?
El otro se puso a tararear, afinando bastante, por cierto.
– Taaa, tata, tata, tata, no lo voy a saber, el Himno a la Alegría.
– Eso es. Pero el Himno a la Alegría es solo una parte. Por la sinfonía entera, en un manuscrito de más de quinientas páginas, se llegaron a pagar, hace un par de años en una subasta en Londres, 2.133.000 libras esterlinas, más de tres millones de euros.
– ¡Tócate las narices! -dijo el vendedor, que evidentemente había imaginado una cantidad netamente inferior a esa.
– Y le estoy hablando de una partitura que ni siquiera estaba manuscrita por Beethoven. Estaba llena de acotaciones suyas, pero era una copia de un copista.
– ¿Y quién puede soltar semejante dineral por un trozo de papel? ¿Algún museo o algo?
– Un coleccionista privado, que además ni siquiera estaba en la sala. Pujó por teléfono. Son los más grillaos.
– Pues ya tiene resuelta la vida, amigo. Encuentre una partitura de esas y se terminaron las tonterías. Y cuando dé con ella, acuérdese de su amigo Antonio. Bueno, que no me he presentado: Antonio Peñalver, para servirle.
Daniel le estrechó la mano de mala manera, porque la tenía aún pringosa de ketchup. En realidad solo llegó a entregarle el meñique. Además el saludo le pilló con medio perrito en la boca.
– Yu mu llumu, grumpf, grumpf.
– Coma tranquilo, por Dios. Solo faltaría.
Pasó casi un minuto antes de que Daniel pudiera deglutir el bolo de pan y salchicha que se le había formado en la boca. El concierto le había puesto ansioso.
– Le decía que yo me llamo Daniel Paniagua.
El vendedor estaba como ido, totalmente enfrascado en cálculos monetarios.
– Con tres millones de euros ¡vamos!, le doy una patada al carro este que lo mando al cerro de Garabitas.
– Pues eso se paga por una partitura ya conocida. Ahora imagínese usted que la partitura que se descubre es completamente nueva. Como cuando aparece un cuadro nuevo de Picasso.
– Ya le veo venir.
– Imagínese, por ejemplo, que se descubre otra sinfonía de Beethoven. La Décima. En un manuscrito de puño y letra de Beethoven. Música genial, que nadie ha escuchado jamás, porque nunca se ha llegado a interpretar.
– Ahí nos podemos ir fácil, por lo que usted me cuenta, a los seis millones de euros.
– O a los treinta, ¿quién puede saberlo? ¿No leyó usted hace poco en la prensa que por un cuadro de Klimt se pagaron 135 millones de dólares? Y Klimt es un gran pintor, pero no es Goya ni Velázquez.
– No sé quién es Klimt. A menos que se refiera usted a Klimt Eastwood.
– A lo que voy es a que la Novena Sinfonía de Beethoven está considerada como uno de los grandes logros artísticos de la humanidad, comparable al Hamlet de Shakespeare o al Quijote de Cervantes. Y como Beethoven se iba superando de sinfonía en sinfonía, la Décima podría encerrar tesoros musicales aún mayores que su hermana pequeña.
– ¿Y hay alguna pista de dónde puede estar? Se lo digo porque mi cuñado es taxista y si hay que llevarle a donde sea, él le lleva. -Por no saber, no se sabe ni siquiera si existe.
El del puesto se había quedado pensativo. Casi se diría que preocupado. Era evidente que tenía una pregunta en la recámara pero que no se animaba a disparar. Tal vez porque la pregunta le parecía demasiado estúpida, o quizá por miedo a que se notara demasiado lo poco que sabía del tema.
– ¿Y si se descubre la sinfonía esa y resulta que es…
– ¿Que es falsa?
– No, falsa no. Que es una mierda.
– Pero ¿por qué dice eso?
– Dicen que Beethoven era sordo, ¿cómo podía saber si lo que escribía sonaba bien o sonaba mal?
– Es que Beethoven no era sordo: se quedó sordo, que es muy distinto. Y además no se quedó sordo de golpe, fue un proceso muy gradual.
– Bueno, pero al final estaba como una tapia, ¿no? Y comprenda usted que para una persona que no sabe de esto, un músico sordo es como un pintor ciego, da hasta risa.
– Pues más risa le va a dar cuando le diga que algunos afirman que componía mejor por ser sordo.
– Vamos, no me tome usted el pelo. ¿Quiere otro perrito?
– De verdad que no. Tengo un concierto dentro de un rato, precisamente relacionado con este tema, y seguro que luego hay un refrigerio cojonudo. Prefiero reservarme.
– Yo un músico sordo no lo entiendo. Es que hasta no lo veo ético.
– ¿Y si la profunda originalidad de Beethoven en sus últimos años se debía precisamente al hecho de que no podía oír nada? Cuando escuchas música de otros compositores, aunque sea a un nivel subconsciente, esa música te influye y condiciona tu manera de componer. Aunque no plagies. Pero si no puedes oírla, las ideas forzosamente han de salir de tu magín y solamente de tu magín.
– Pues a ver si hay suerte, hombre, y encuentra la sinfonía esa.
Se estaba aproximando un grupo de escolares y el del puesto dio por terminada la conversación, al ver que había negocio a la vista.
Daniel le estrechó la mano otra vez para despedirse y dejó el campo libre a la clientela que se acercaba.
Antes de ponerse en marcha hacia el concierto, se cercioró de que llevaba encima la invitación que le había facilitado Durán y se quedó mirándola. Recordó escándalos musicales famosos, como el estreno en París de La consagración de la primavera de Stravinsky, en la que hubo hasta puñetazos entre los partidarios y detractores de la pieza. O la première de La Traviata de Verdi en Venecia, en la que la soprano estaba tan sana y rolliza que el público estalló en una carcajada cuando el médico canta: «La tisis está tan avanzada que solo le doy unas horas de vida».
Pero aquellas eran obras concretas. «Esta es la primera vez que se puede armar una buena por una sinfonía que ni siquiera existe.»
6
A poca distancia de allí, el teléfono de la lujosa suite del hotel Palace en la que estaba hospedada Sophie Luciani, la hija de Ronald Thomas, llevaba sonando desde hacía un minuto sin que nadie se dignara cogerlo. Por fin se abrió la puerta del cuarto de baño y apareció una atractiva mujer, de unos treinta años de edad, con el pelo mojado y envuelta en una gran toalla con las iniciales del hotel, que descolgó el teléfono, embadurnando el auricular de espuma.
– ¿sí?
– ¿Dónde estabas? -dijo la princesa Bonaparte-. Llevo diez minutos llamándote.
– En la bañera. No oía el teléfono porque ya sabes que me meto con el Ipod.
– ¿Pero eso no es peligroso, querida? Al fin y al cabo es un aparato eléctrico. Si un día se cae al agua vas a darnos un disgusto, Sophie.
– En todo caso el disgusto me lo llevaría yo, ¿no crees? Pero no temáis ni Louis-Pierre ni tú, porque este aparato funciona con una batería ridícula. Si el Ipod se me cayera el único que saldría pasado por agua es Lucio Dalla, porque tengo casi todos sus discos metidos en él. ¿Ocurre algo?