Habían despegado de Viena rumbo a Madrid hacía media hora y Marañón llevaba junto a él, en un gran maletín negro de seguridad que descansaba en el asiento contiguo, el manuscrito de la Décima Sinfonía de Beethoven. Por razones obvias, había tenido que entrar en el banco ataviado con gafas oscuras y un gran mostacho de color ceniza, de manera que la descripción que pudiera dar de él a la EUROPOL el empleado del banco que le había atendido no valiera para nada.
El millonario acarició con la mano en la que llevaba el anillo la valija negra en la que iba la partitura. Escrita en la tonalidad masónica de do menor -tres bemoles en la armadura-, la pieza era un auténtico trofeo artístico para la hermandad, que iba a ser la encargada de custodiarla de ahora en adelante y que la iba a utilizar como música privada para los ritos secretos de la liturgia masónica. La Décima Sinfonía de Beethoven, la obra cumbre del compositor alemán que no se había llegado a estrenar jamás, llevaba doscientos años escondida e iba a permanecer así por los siglos de los siglos.
Con la ayuda de sus hermanos de logia, acostumbrados a encriptar y desencriptar mensajes desde tiempo inmemorial, Marañón había logrado desenredar la clave de la partitura de Thomas desde que Paniagua le proporcionara la primera gran pista, que era la clave Morse. Sabía, pues, que el musicólogo había escondido la clave en una caja de seguridad del Banco de Crédito Vienés, pero aunque disponía del código de cuenta bancaria no podía acceder al manuscrito, ya que no disponía de la llave. Y para abrir una caja de alta seguridad en un banco de esa categoría hacen falta las dos cosas: el código y la llave. Esta última tenía que estar por fuerza en poder del verdugo de Thomas, pero al millonario le había sido imposible, a pesar de los detectives que había contratado para que trabajaran sobre el caso, averiguar quién o quiénes habían acabado con la vida del músico. El descubrimiento del paradero de la llave, y por lo tanto de la identidad de los asesinos, había ocurrido de manera completamente fortuita, durante el recital de Abramovich, debido al lamentable episodio del móvil. Doña Susana, que estaba sentada durante el concierto junto a Marañón, se había olvidado de apagar su terminal telefónico, y cuando este empezó a sonar en mitad de la interpretación de Abramovich, tuvo que abrir el bolso a toda prisa y vaciar el contenido del mismo en el regazo, pues el aparato, como suele ocurrir siempre en estos casos, estaba en el fondo del bolso, sepultado por todos los demás objetos que había en el mismo. Y fue en ese momento cuando vio la llave de la caja de seguridad, con su característica cabeza en forma de trébol de tres hojas y la inscripción del banco al que pertenecía grabada en una de las caras. Después de ese episodio, Marañón no tuvo más que ordenar a su secretario que administrase a doña Susana un potente somnífero y retener el bolso de la juez durante esa noche, como si lo hubiera olvidado en su casa, debido al incidente del desmayo. A la mañana siguente, a primera hora, ordenó que hicieran un duplicado de la llave en una empresa especializada en copias de llaves de seguridad y acto seguido mandó a su chófer con el bolso hasta la casa de la juez con la llave dentro, para que no la echara de menos.
Quedaban aún dos horas y media hasta el aterrizaje y Marañón se disponía a celebrar la consecución de su ambicionado trofeo degustando el plato que tantas veces había ordenado en otras épocas en su restaurante preferido de París, La Tour D'Argent: el canard a la presse, en España truculentamente traducido como pato a la sangre. El millonario llevaba sin probar esta delicia gastronómica desde que dejara de frecuentar La Tour, cuando a mediados de los años noventa le fue retirada una de sus tres estrellas Michelin. Marañón confiaba en poder regresar al mítico establecimiento regentado por Claude Terrail una vez que recuperara la perdida estrella, pero para su sorpresa, en 2006 volvieron a penalizar a los franceses con la retirada de una segunda estrella Michelin. El millonario, que adoraba el pato a la sangre, pero que no tenía ninguna intención de ser visto, y mucho menos fotografiado, en un restaurante de segunda categoría, había decidido entonces adquirir a un precio astronómico en una subasta en Sotheby's, una de las pocas presse a canard que había en Europa y contratar a uno de los mejores chefs del. mundo para que preparara en su comedor privado el legendario plato de origen medieval.
Marañón había dado instrucciones, antes del despegue, de que la operación de triturado de la carcasa del pato en el torno o prensa de plata que se utiliza en esta receta se hiciera delante de él, pues siempre le había producido un gran placer ver el funcionamiento de cualquier artilugio mecánico.
El chef esperó una señal de Marañón para iniciar el prensado del pato. Cualquiera que hubiese observado la ceremonia desde fuera no habría encontrado mucha diferencia con una ejecución pública por garrote. Con la salvedad de que, en el caso del pato, el animal ya estaba muerto -estrangulado para que no escapara de su cuerpo ni una sola gota de sangre- y de que la prensa no era manejada con una palanca sino con una rueda parecida a un pequeño volante.
Cuando el chef Haissant hubo extraído por compresión toda la sangre del animal, la mezcló con coñac y oporto y colocó el recipiente sobre un pequeño calentador al objeto de iniciar la reducción de la salsa que luego iba a servir para aderezar el magret de pato.
En el preciso momento en que el cocinero acercó su mechero al hornillo de gas para iniciar la cocción de la salsa, Marañón miró a su derecha, hacia lo que él pensaba que era el reflejo de la llama del calentador en el cristal de la ventanilla del avión.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que uno de los dos motores del reactor ardía en llamas.
Epílogo
Tres días después de ser liberado por la policía de la casa de la juez Rodríguez Lanchas, Daniel Paniagua quiso retomar sus sesiones de jogging por el parque cercano al Departamento de Musicología, pero descubrió que le dolía demasiado la nariz al trotar y optó por dar un simple paseo, en ropa de calle. Como ese día había olvidado el reproductor de mp3 en el despacho, pudo oír una voz familiar que le llamaba por la espalda:
– ¡Señor Paniagua!
Daniel se detuvo al instante para comprobar quién era y vio al hombre del puesto de perritos, que le dijo:
– ¡Casi no le reconozco! ¿Qué lleva usted en la nariz?
– Una férula. El otro día casi me dejan sin tabique nasal.
– ¡Es una celebridad! La prensa dice que ha sido clave para atrapar a los asesinos de la cabeza cortada.
– Si le digo la verdad, Antonio, preferiría haber sido menos clave y no haber estado a punto de perder la vida la otra noche.
– ¿Le pongo un hot-dog? -preguntó el del puesto, que ya había pinchado un pan en la barra sin esperar la respuesta de Daniel.
– ¿Un hot-dog? Creí que lo que usted vendía eran perritos calientes.
– Me parece más comercial llamarlos hot-dogs, las palabras inglesas están de moda. Y además -explicó el hombre señalando la sombrilla que protegía el carrito- perrito caliente no me cabe en el borde de la sombrilla y hot-dog sí. Bueno, qué ¿y ya es millonario? Porque los periódicos dicen que descubrió dónde estaba la Décima Sinfonía.
– El problema es que hubo otra persona que lo averiguó antes que yo, porque cuando la EUROPOL abrió la caja de seguridad del banco, esta estaba vacía.
– O sea, que se ha quedado a dos velas.
– Más o menos -dijo Daniel.
– Ya leí que a uno de los asesinos lo abatieron a balazos. Pero ¿y la juez? ¿La han pillado?