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– Louis-Pierre no se encuentra muy bien. ¿Te importa que no te acompañemos al concierto?

– En absoluto. Puedo llamar a Olivier y decirle que voy con él. ¿Qué le pasa a tu maridito?

– Él dice que es algo que comió anoche. Yo creo que lo que se le indigestó fue un señor que, al parecer, se puso a hacerle preguntas impertinentes después de la conferencia.

– ¿Quieres que me quede yo también?

– No, Sophie, qué tontería. Es el concierto de tu padre, le puede dar algo si no apareces. Ve tranquila, disfruta de Beethoven y mañana hablamos.

La mujer colgó el teléfono del hotel y al incorporarse para ir a coger su bolso, que había dejado sobre una mesita baja junto a la chimenea, pisó la toalla con la que estaba envuelta y esta cayó al suelo, dejándola completamente desnuda. Alarmada, echó un rápido vistazo a la ventana de la habitación, para comprobar si la observaban, pero al darse cuenta de que estaban los visillos corridos, se relajó y decidió no recoger la toalla del suelo. Hurgó en su bolso y de él sacó dos objetos: un teléfono móvil de última generación y una pequeña y extraña rueda de madera, compuesta por dos circunferencias concéntricas llenas de letras y números. Después de trastear durante unos segundos con las ruedas, que giraban una alrededor de la otra en las dos direcciones, envió un sms a uno de los nombres almacenados en la memoria del teléfono:

¿Recuerdas la clave? xzf d yzgcnzysz

7

A Jesús Marañón no le gustaba que sus amigos dijeran que su fantástica mansión era una vivienda de lujo, porque «lujo» es demasía en el adorno, en la pompa y en el regalo, y su palacete no daba en ningún momento la sensación de estar sobrecargado de elementos superfluos, como los de los nuevos ricos. A menos claro está, que se pueda considerar superfluo tener en el jardín un par de esculturas de Brancusi. «Lujo» es también abundancia de cosas no necesarias y, desde este otro punto de vista, la residencia de Jesús Marañón, situada en la exclusiva colonia de chalets La Cruz del Monte, tampoco podía calificarse de «lujosa mansión», porque Marañón necesitaba todos y cada uno de los detalles de los que se rodeaba a diario para sentirse en paz consigo mismo. Las cámaras de videovigilancia inalámbricas y diseñadas por Issey Miyake, por ejemplo, que estaban situadas a lo largo de todo el perímetro de la parcela de 10.000 metros cuadrados, no solo eran el último grito en tecnología japonesa de seguridad, sino que habían sido encastradas, con fines exclusivamente estéticos, en unas carcasas esféricas de color azabache que habrían puesto los dientes largos hasta a los mismísimos Bang & Olufsen. La mansión, llamada La Iphigénie (por Ifigenia en Táuride, de Gluck, la ópera favorita de la esposa de Marañón) era en realidad más conocida por su sobrenombre, El Pradín: la cantidad de pinturas valiosas que había en el interior, incluyendo dos Zurbaranes y un Velázquez, era de tal calibre que bien podía decirse que aquel palacete era un Museo del Prado en miniatura.

Cuando Daniel llegó al Pradín, ni siquiera tuvo que mostrar la invitación, porque el propio Marañón, que estaba en el jardín, muy cerca de la puerta de entrada, recibiendo a los invitados, le invitó a pasar con un gesto de la mano. Durante unos instantes, a Daniel le pareció que el vigilante de seguridad se había quedado mortificado por no haber podido cachearle antes de franquearle la entrada.

– Tú eres uno de los chicos de Durán, ¿no? -dijo Marañón tendiéndole la mano, mientras sostenía en la otra una copa de champán Clos du Mesnil del 95.

Era un tipo corpulento, de unos sesenta años de edad, excepcionalmente ancho de hombros, con una nariz compacta y prominente que a Daniel le recordó el garfio de un tomahawk. Lucía un bronceado impecable y a pesar de que había bastante luz ambiental, sus ojos despedían a veces un resplandor entre verdoso y dorado, como de felino nocturno.

– Trabajo en su Departamento -dijo Daniel matizando el aserto de su anfitrión.

– ¿Y te llamas?

– Paniagua. Daniel Paniagua.

– Bienvenido a mi humilde mansión, Daniel. Te he reconocido precisamente porque no sabía quién eras, aunque me imaginaba que Durán se las arreglaría para mandar a un espía -es broma, no te ofendas- y me he dicho: el que no me suene, ese es. Que sepas que los amigos de Jacobo son mis amigos. Supongo que él te habrá contado el rollo de siempre, de que yo le he vetado y patatín, patatán. No le creas una palabra, siempre le ha gustado hacerse la víctima, ya sabes cómo son los politicastros. Si hoy no ha venido al concierto ha sido porque no le ha dado la gana. ¿Un poco de champán?

– Sí, muchas gracias.

Con la facilidad de un ilusionista, y mediante un gesto casi imperceptible de la cabeza, Marañón hizo surgir de la nada, como si fuera una paloma, a un camarero con una bandeja atestada de copas.

– Las dos de la izquierda son del que estoy tomando yo, pero aunque es el más caro del mundo, y desde luego exquisito, no te lo recomiendo para empezar. Prueba este otro, Bollinger del 97; te va a resultar curioso, se saca de la uva Pinot Noir, y tampoco es que lo regalen, ¿eh?

Daniel aceptó la copa que su anfitrión había seleccionado de la bandeja y propuso un brindis musicaclass="underline"

– ¡Por Beethoven!

Marañón entonces hizo algo que divirtió a Daniel, por más que lo dejara totalmente desconcertado: recitar unos extraños versos que decían

Salud, fuerza y uni ó n son mis deseos

al apurar este vino en mi garganta.

Para luego entrechocar tres veces seguidas su copa, antes de beber el primer sorbo.

A continuación le tuvo diez minutos de reloj tratando de explicarle cómo había sido en realidad el incidente con su hija y Van Asperen, al que él llamaba, para exhibir su familiaridad con el artista, Bob.

Daniel se pasó medio relato lanzando miradas fugaces -no quería dar la impresión de que no le interesaba el relato de su anfitrión- a una mujer morena, de melena espectacular, que llevaba puestos unos pendientes de aro con los que se hubiera podido bailar el hula hop. Llevaba un vestido negro de noche, muy escotado, de tirantes finos y corte asimétrico en el bajo, que dejaba al descubierto una de las rodillas. A Daniel se le ocurrió que tenía aspecto de ser italiana y llamarse, por ejemplo, Silvana. Ella no llegó a mirar en su dirección ni una sola vez.

– … así que cuando vino Bob, y sabiendo que a Claudia, mi hija, le encanta el repertorio barroco, fue Jacobo el que me dijo que le iba a pedir que al final, en la propina, la sacara a cantar un par de arias. A Durán siempre le ha gustado impresionarme, y este ofrecimiento era su forma de decirme que, aunque no tenga un duro, los artistas del mundo entero comen en su mano. Y lo cierto es que las arias ya estaban pactadas: Claudia iba a cantar, acompañada al clave por Bob, Schafe können sicher weiden, de la Cantata 208.

– Ah, sí, la Cantata de la caza -dijo Daniel

– En efecto. La otra era Komm, komm, mein Herze steht dir offen, que creo que es de la Cantata 159.

– De la 74 -corrigió Paniagua, que no pudo dejar de admirarse por el impecable acento alemán con que pronunciaba su interlocutor.

– El caso es que a última hora, Bob empezó a quejarse de que él y Claudia no habían podido ensayar y que prefería dejarlo para otra ocasión y Jacobo se enfadó muchísimo. Pero no con Bob, que al fin y al cabo era el que había pegado la espanta, sino conmigo, que no tenía culpa de nada. Me acusó de haber saboteado los ensayos de Claudia, cuando yo lo único que le dije es que, de los dos días de ensayo, uno había que modificarlo, porque se casaba mi sobrina Patricia en Barcelona y mi hija no podía faltar. Durán se debió de sentir muy impotente o muy inútil, al no poder conseguir algo tan simple como hacer coincidir nuestros calendarios, y para no quedar en ridículo consigo mismo, empezó a montarse en su cabeza la película de que era yo quien le había impuesto que mi hija cantara. Bueno ¿y tú qué? -dijo Marañón para dar por terminado ya el relato.