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– ¡Todos conspiraron contra mí! -gritó Henry-. ¡No pueden hacer esto! Iré en persona a ver al rey para protestar. Hugh Cabot era el esposo de Rosamund porque yo quise, para proteger Friarsgate.

Entonces habló Rosamund.

– ¿Protegerla para quién? Toda tu vida has querido esta finca, tío, pero es mía. Yo no morí cuando murieron mis padres y mi hermano. No morí cuando murió tu hijo mayor, mi primer esposo. Gracias a Dios, soy fuerte y sana. Es la voluntad de Dios que Friarsgate me pertenezca a mí, no a ti. Me alegro de que Hugh haya hecho esto por mí. Temía con cada fibra de mi ser quedar otra vez bajo tu cargo.

– Vigila cómo me hablas, muchacha -le advirtió Henry Bolton-. Cuando yo le diga al rey la verdad sobre este asunto, te devolverá a mí, y entonces, Rosamund, aprenderás las cosas que tu difunto esposo nunca te enseñó. Obediencia. Tu lugar en el mundo. Recato. La virtud de guardar silencio en presencia de tus mayores. -Estaba casi púrpura de la rabia. Sus aguados ojos azules se le salían de las órbitas-. ¡No aceptaré este testamento! ¡No lo permitiré!

– No tienes opción -dijo Richard, calmo.

– ¿Por qué el rey iba a hacerle semejante favor a Hugh Cabot? -quiso saber Henry-. Un hijo menor, sin la menor importancia, un soldado, un vagabundo y, finalmente, gracias a mi finada esposa, Agnes, que Dios la tenga en su gloria -se persignó, piadoso-, poco más que un sirviente en la casa del hermano de ella. El rey no honra con su amistad a hombres así.

– Ah, buenos señores, sí que los honra -dijo una voz desde el final de la sala, y allí, sobre los escalones, se vio a un forastero alto, vestido con su capa y sus guantes de viaje-. Soy sir Owein Meredith -se presentó el caballero, quitándose los guantes, avanzando dentro de la sala y dirigiéndose a la mesa grande-. Me ha enviado Su Majestad, Enrique Tudor, para investigar este asunto de Rosamund Bolton y la herencia de Friarsgate. -Caminó entre las mesas y le dio la capa a un criado, mientras que otro se dirigía velozmente hacia el visitante con una copa de vino-. ¿Quién de ustedes es Hugh Cabot? -preguntó, con tono autoritario.

– Mi esposo murió hace un día, señor -respondió Rosamund-. Este es el banquete de sus funerales. Hemos terminado, pero permítame ordenar a mis criados que le traigan un poco de comida. Seguramente, ha de tener mucho apetito después de un viaje tan largo.

– Muchas gracias, señora -respondió y se dio cuenta de que era una muchacha muy bonita, recién salida de la infancia, pero con dignidad y buenos modales-. No he ingerido nada desde la mañana, y agradeceré verdaderamente una comida. -Le hizo una reverencia.

A ella le gustó él de inmediato. Poseía la misma elegancia en los rasgos que Hugh y que sus dos tíos mayores, y el rostro y la nariz alargados. Los labios eran delgados, pero la boca, grande. Evidentemente no era vago, pues su piel estaba curtida por el sol y tenía pequeñas arrugas alrededor de los ojos, aunque no alcanzaba a distinguir su color. El cabello era de un rubio oscuro, y lo llevaba corto. El rostro, de mandíbula cuadrada, estaba rasurado, y tenía un pequeño hoyuelo en el centro del mentón. Era bastante bien parecido.

– Adelante, señor, venga con nosotros -lo invitó, cortés, y, cuando él se acercó para sentarse con ellos, ella sacó de un empujón a su primo del asiento, mientras le susurraba-: ¡Levántate, sapo, y dale el lugar al hombre del rey!

El muchacho abrió la boca para protestar, pero al mirar a Rosamund la cerró y se levantó del asiento.

– Gracias, primo -murmuró Rosamund, con dulzura.

Si sir Owein había advertido la escena casi muda entre los dos, era demasiado cortés para mencionarlo. Le trajeron un plato de comida caliente y empezó a comer, mientras sus anfitriones esperaban cortésmente a que terminara. Llenaron una y otra vez su copa y, cuando hubo limpiado hasta la última gota de salsa del plato de peltre, por fin se sintió reconfortado por primera vez en casi dos semanas.

– Bien, señor, ¿a qué vino? -preguntó Henry Bolton, con bastante grosería.

Para su sorpresa, sir Owein le habló directamente a Rosamund.

– Señora, su difunto marido, sir Hugh Cabot…

– ¿Sir Hugh? -Henry Bolton se echó a reír-. El pobre desgraciado no era ningún caballero, señor. ¿Será que se equivocó de casa?

– Sir Hugh Cabot fue nombrado caballero en el campo de batalla hace muchos años. Tenía dieciocho años cuando le salvó la vida a Edmundo Tudor, el padre del rey -dijo sir Owein con calma. No le caía bien el hombre de cara gorda. Era grosero y, de haber valido la pena, algo que sir Owein decidió que no, le habría propinado una paliza.

– Es cierto -dijo Edmund Bolton.

– ¿Tú lo sabías? -Henry Bolton no lo podía creer.

– Hugh era un hombre modesto. Si bien le estaba agradecido a su amigo por haberlo nombrado caballero y por el honor que esto significa, no tenía tierras. Le parecía presuntuoso que un hombre sin propiedades usara un título, de modo que no lo hacía. Pero tenía el derecho, y nuestra sobrina es lady Rosamund, Henry -dijo Edmund Bolton fijando su mirada en su hermano menor.

Sir Owein se volvió a Rosamund, cuyo rostro era una mezcla de sorpresa e impresión.

– Su esposo sabía que estaba muriendo, milady. Quería dejarla a salvo de quienes pudieran intentar robarle su herencia legítima. Por eso envió un mensaje al rey y le pidió que la aceptara como su pupila, con todas las responsabilidades que eso implica. El rey Enrique aceptó graciosamente y me ha enviado a buscarla para llevarla a su Corte. Se me ha informado que su tío Edmund Bolton administrará Friarsgate en su ausencia. ¿Esta decisión la satisface?

– Sí, señor, así es -dijo Rosamund, asintiendo despacio-. Pero, ¿por qué debo dejar Friarsgate? Es mi hogar, y me gusta estar aquí.

– ¿No desea conocer al rey, milady? -preguntó sir Owein.

– ¿Conocer al rey? -repitió ella-. ¿Yo?

– Por el momento, la ubicará en la casa de la reina, milady. Luego, cuando haya terminado su período de duelo, se le elegirá un esposo apropiado. Entonces podrá volver a su casa, milady -le explicó sir Owein-. La reina es una dama bondadosa y amable, madre de niñas. La princesa Margarita tiene más o menos su edad, creo. La princesa Catalina, la esposa del príncipe Arturo, es viuda, como usted, y además está la princesa María, un diablillo encantador.

– Nunca me alejé más que unas pocas millas de Friarsgate -dijo Rosamund-. Este lugar es todo lo que conozco, señor. ¿No podría el rey dejarme aquí para ser lo que siempre he sido?

– Su finado esposo, sir Hugh, consideró conveniente que se fuera de Friarsgate por un tiempo. No tiene por qué venir sola, milady. Puede traer una criada con usted.

– Aquí ha habido un error -intervino Henry Bolton-. Mi sobrina está a mi cargo, y así fue desde la muerte de sus padres, mi hermano Guy y su esposa. Hugh Cabot no tenía autoridad para darla en custodia al rey. Debe regresar y explicárselo, sir Owein. Rosamund se casará con mi hijo Henry.

– ¡Jamás me casaré con ese mocoso malcriado! -exclamó Rosamund.

– ¿No era sir Hugh Cabot el esposo ante la ley de Rosamund? -preguntó sir Owein.

– Así es -dijo Richard Bolton-. Tengo en mi poder los papeles de compromiso que me dio cuando se casaron.

El hombre del rey se volvió a Rosamund.

– ¿Recuerda si se celebró una ceremonia, milady? ¿Ante un sacerdote?

– Nos casó el padre Bernard el vigésimo día de octubre. Yo llevaba un vestido de lana verde. Fue justo antes del sexagésimo cumpleaños de Hugh. Sí, recuerdo el día de mi boda con Hugh Cabot. Fue un día feliz para mí -dijo Rosamund con voz queda.

– Siendo así, usted no tiene ninguna autoridad, ni legal ni de otro tipo, sobre su sobrina, Henry Bolton -aclaró Owein Meredith-. Su esposo gozaba de esa autoridad, y se la ha transferido al rey. La señora Rosamund regresará conmigo a Richmond y tomará su lugar en la propiedad de la reina.