Friarsgate no era la propiedad de una gran familia, pero se la consideraba un feudo muy grande y a su joven señora, una heredera de valor. La tierra estaba bien regada y siempre verde. Rosamund aprendió a mover sus ovejas y vacas para que la tierra no se agotara y quedara yerma. Nunca había sido un lugar pobre. En los últimos años, había prosperado mucho. No había ni una sola familia de campesinos que no tuviera una vaca, unos cerdos o aves de corral. Y, si bien eran libres de manejarse según sus propias decisiones, los hombres y mujeres de Friarsgate se mantenían completamente leales a los Bolton, hasta tal punto que les regalaban tres días a la semana de su trabajo, como habían hecho antaño. Los hombres y mujeres libres de Friarsgate también tenían sus parcelas de tierra, como sus ancestros siervos. Allí disponían de sus propios cultivos para alimentar a sus familias y vender el excedente. Y en la casa del feudo, Rosamund, con la guía de Hugh y de Edmund, había aprendido a resolver las disputas entre su gente.
Criado entre los poderosos, Owein Meredith había olvidado que aún existían casas señoriales como Friarsgate. Su infancia, antes de entrar a servir en la casa de Jasper Tudor, era un recuerdo casi olvidado. De modo que, a medida que pasaba el verano, él observaba fascinado a Rosamund llevando a cabo sus deberes como señora de su próspera finca con tanta facilidad que los hacía parecer sencillos. Pero él sabía que no había nada de simple en ello. Todas las tardes, temprano, después de que se hubiera servido y comido la comida principal del día, él le daba clases a la nueva pupila del rey: le enseñaba francés y un buen latín, el que se hablaba y se escribía en la Corte.
Vio que le resultaba difícil, pues Rosamund no tenía facilidad para las lenguas extranjeras, pero mostraba tanta determinación por aprender, que él no podía menos que admirarla. Las únicas mujeres a las que había admirado hasta ese momento eran la madre del rey, Margarita Beaufort, condesa de Richmond, a quien llamaban la Venerable Margarita, y la esposa del rey, Isabel de York. Se trataba de mujeres de cierta edad y experiencia, y, sin embargo, esta muchachita se las recordaba. Al igual que la reina, era prudente y gentil. Al igual que la Venerable Margarita, era determinada y leal. Owein Meredith se preocupaba por cómo haría una muchacha de campo como Rosamund, nacida sin un nombre importante ni relaciones poderosas, para encajar en la Corte del rey Enrique VIL Hasta que se dio cuenta de que, más allá de entregársela a su tutor, él no era responsable de Rosamund Bolton.
El verano se acercaba a su fin. Llegó Lammas, el festival de la cosecha. Lammas era una festividad en la que el pan era el protagonista. Al amanecer, Rosamund salió de la casa con un plato de migajas que había hecho quebrando un cuarto de una hogaza con un año de antigüedad. La diseminó para los pájaros. Sus arrendatarios fueron invitados a una comida en la sala; en el banquete casi todos los platos tenían pan o harina. Había cochinillo relleno con pan, nueces, queso, huevos y especias; un plato con estómago de carnero relleno de pan, vegetales, huevos, queso y cerdo, y otro con carne de vaca, huevos y migas de pan; pan ácimo de centeno, que, además de centeno, tenía harina de trigo, sal y leche cortada; una gran horma de queso, y budín de leche, azúcar y pasas especiadas con canela. También se sirvió "lana de cordero", una sidra especiada servida con manzanas.
Y cuando todo el mundo hubo comido hasta hartarse, comenzaron los juegos. Afuera, los hombres participaron de uno que se hacía en la pradera y que consistía en patear una vejiga de oveja rellena, de un extremo del campo al otro. Hubo un concurso de arquería. Después, los hombres dispararon arcos largos a unas dianas de paja colocadas en el frente de la casa. El ganador recibió una gran jarra de cerveza. Y, a medida que transcurría la tarde, comenzaron a volver a la casa, donde las mujeres casadas jugaban a un entretenimiento llamado "Llevar el tocino a casa". Por turnos individuales, a las mujeres se les presentaba una situación hipotética y desfavorable que involucraba a su esposo. Y de cada una dependía conjurar la situación y convertirla en algo positivo. La esposa que lo conseguía y al mismo tiempo, divertía a sus contertulios era consagrada ganadora y recompensada con una cinta de seda azul. Al fin del día, todos recibían una pequeña hogaza hecha con el grano recién cosechado. Se iban a sus casas con las hogazas, cada una de las cuales tenía una pequeña vela encendida.
Al día siguiente de Lammas, Owein habló con Rosamund sobre la partida:
– Tiene que poner fecha para nuestro viaje, milady -le dijo. Habían estado sentados en la sala, practicando el francés de Rosamund, y él le habló en ese idioma.
Ella lo miró sobresaltada y él supo que había comprendido sus palabras; pero, en cambio, respondió:
– No estoy segura de lo que ha dicho, Owein Meredith. Tenga a bien hablarme en nuestra conocida y querida lengua inglesa.
– Es una tramposa -la acució él, siguiendo en francés-. Y me entiende perfectamente bien, Rosamund.
– ¡No es cierto! -exclamó ella, y se llevó la mano a la boca, dándose cuenta de que su respuesta confirmaba la sospecha de él-. Después de la Fiesta de San Miguel -dijo, en inglés.
– Eso es casi dentro de dos meses, Rosamund.
– Dijo que el rey no lo necesitaría. Que usted no era importante. Tampoco yo. El rey sólo debe cumplir una deuda con Hugh Cabot. ¿Por qué tenemos que ir?
– Porque si no vamos, su tío puede pedirle al rey que le devuelva la custodia sobre usted, Rosamund -le explicó él, con voz serena-. Semejante petición puede ni llegar a manos del rey, sino a la de alguno de sus secretarios, que recibiría algunos dinerillos de su tío a cambio de su cooperación. ¡Voilá! Su custodia volvería entonces a las manos de Henry Bolton, y su hijo mayor sería su esposo. Si en verdad quiere eso, yo volveré al sur, se lo diré al rey, y así se hará. Pero si prefiere honrar los deseos de su esposo para su futuro, dejará de temerle a lo desconocido y vendrá conmigo. -Los ojos verdes almendra la miraron directamente, inquisidores.
– Pero en la Fiesta de San Miguel yo renuevo los contratos con mis arrendatarios para el año próximo y les pago -dijo ella, casi en un susurro.
– Lo hará Edmund. El primero de septiembre, Rosamund.
– ¡Es demasiado pronto! -gimió y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Owein Meredith apretó los dientes y endureció el corazón contra sus argucias femeninas. Había aprendido que las mujeres siempre lloran cuando quieren salirse con la suya.
– No, no lo es. Le queda casi un mes para empacar sus pertenencias y delegar su autoridad en Edmund y en los demás. Hace mucho que sabe que llegaría este día. Hace casi cuatro meses que estoy aquí, Rosamund. Hace casi cinco que dejé la Corte. Ya es hora. Piense en Maybel. Ella también debe prepararse. Deja a su esposo en su servicio.
– Casi no me alejé de mis tierras en toda mi vida -dijo Rosamund, y él asintió, comprensivo-. No es que tenga miedo, pero no me entusiasma la aventura, señor.
Él rió.
– No hay mucha aventura en un viaje entre Friarsgate y la Corte del rey, Rosamund. Y habrá muy poca para usted, por no decir ninguna, en la casa de la reina. Se le asignarán ciertos deberes, y sus días transcurrirán ocupándose de ellos. Me temo que no será muy entretenido para usted. La única diferencia es que allá no será la señora.
– Pero ¿cuándo regresaré a casa? -se preguntó Rosamund, contrita.
– Después de un período de servicio puede que la reina la deje visitar Friarsgate. O puede regresar con un esposo, elegido para usted por el rey. Debe entender que llegará el momento en que la vuelvan a casar Y, probablemente, con un hombre a quien el rey quiera honrar.
– En otras palabras, una vez más me elegirán marido -respondió ella, sintiendo una gran irritación.