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Maybel dudaba y se preocupaba pensando qué llevar, metiendo todo lo posible en el baulito. Sir Owein le sugirió a Edmund Bolton que sería aconsejable colocar una determinada cantidad de oro con un orfebre de Londres del cual Rosamund pudiera tomar lo que necesitara si se daba el caso, pues pronto ella comprobaría que su guardarropa era demasiado rústico y debería adaptarlo. Él derivaría a Maybel a un mercero honesto y de confiar para comprar la tela, pero necesitaría dinero. Sería mejor no llevar demasiado, por el peligro de que se lo robaran.

El dinero sería transportado a Carlisle y, de allí, sería acreditado en Londres con un orfebre honorable.

Se trazó con detenimiento la ruta y se envió un jinete para conseguir alojamiento en las casas de huéspedes de los conventos y monasterios del camino. El viaje llevaría quince días o más, según el clima. Sir Owein estaba acostumbrado a viajar grandes distancias, pero sabía que su joven pupila no y que nunca había salido de sus tierras salvo un par de veces a comprar vacas o caballos, acompañada de su esposo y su tío. Nunca había visto una ciudad.

Rosamund pasó los últimos días en Friarsgate yendo a caballo de un arrendatario a otro, despidiéndose de ellos y recordándoles que, mientras ella no estuviera, Edmund estaría a cargo. Él hablaría en nombre de Rosamund Bolton. Debían obedecerlo sin cuestionamientos. Algunos arrendatarios le dieron pequeños obsequios hechos con sus propias í manos: un peine de dulce madera de manzano tallado con dos palomitas entre azahares; un costurero hecho de un pedazo de cuero forrado con un pequeño trozo del fieltro de lana rojo de Friarsgate. La mujer que había ganado la cinta azul en Lammas la bordó con un pequeño hilo de oro que había conseguido sólo Dios sabe dónde. Y ahora se la devolvía a su señora, diciendo:

– Es hermosa, mi pequeña lady, pero es más apropiada para ti que para la vieja mujer de un pastor. Mira, la hice con estrellas para que recuerdes el cielo de la noche de Friarsgate cuando estés entre los poderosos. ¿Volverás a nosotros, milady? -Su rostro ajado dejaba ver su angustia.

– Apenas me lo permitan, Mary, ¡lo juro! -dijo Rosamund con fervor-. Yo preferiría no ir, pero tengo miedo de que mi tío intente recuperar mi custodia y mis tierras. Parece que esta es la única manera de ponerme a salvo.

Mary asintió.

– Parece que los ricos también tienen sus problemas, milady -observó.

Rosamund rió.

– Sí. Al parecer, nada es sencillo en esta vida.

Algunos días antes del previsto para la partida, su tío Richard vino de St. Cuthbert, trayendo consigo al joven sacerdote, el padre Mata. A Rosamund enseguida el muchacho le cayó bien, y a Edmund también. Era de altura media y algo rollizo. Sus ojos azules bailaban bajo las espesas cejas. Tenía mejillas sonrosadas y cara de niño. El cabello que rodeaba la tonsura era de un rojo intenso, y tenía la piel muy clara. Se inclinó ante ella y dijo:

– Le estoy agradecido, milady, por el beneficio que me ofrece.

– No es mucho, y estará siempre ocupado. Pero será bien alimentado y el techo de su casa no gotea, ni hay corrientes de aire en el hogar.

– Daré misa todos los días -le prometió él-, y celebraré el Día de Todos los Santos, pero primero hay que casar como corresponde a los que están viviendo en pecado y bautizar a las criaturas.

– Así es. Nos alegramos de que esté aquí.

– ¿Y cuándo regresará, milady? -preguntó el joven sacerdote.

– Cuando me lo permitan -respondió Rosamund.

– Ven -dijo Edmund, al ver que su sobrina comenzaba otra vez a descorazonarse-, llevemos al buen padre a su casa, Rosamund. Hay una anciana, Nona, que la mantendrá limpia. Tomará sus comidas en la sala conmigo, padre Mata. Me hará bien la compañía. -Comenzó a andar en dirección de la casa del sacerdote, cerca de la pequeña iglesia.

La mañana del 1° de septiembre amaneció nublada y ventosa con lluvia inminente, segura para antes del mediodía. No obstante, sir Owein insistió en que mantuvieran el plan original. Sabía que otro día no le facilitaría las cosas a Rosamund, cuyos temores ahora amenazaban con sobrepasarla pese a los ingentes esfuerzos de todos por animarla. El padre Mata celebró misa temprano, antes de la salida del sol. Desayunaron en la sala; en cada lugar se colocaron los platos de pan fresco, recién salidos de los hornos y ahuecados para servir en ellos las escudillas de avena. Rosamund no pudo comer. Su estómago, nervioso, le daba vueltas.

– No puede estar todo el día sin una buena comida -le dijo con firmeza el hombre del rey-. Esta será la mejor comida de que pueda disfrutar en muchos días, milady. Las casas de huéspedes de la iglesia no son famosas por la calidad de sus alimentos ni de su bebida. Estará enferma todo el día si no come ahora.

Rosamund, obedientemente, se llevó el cereal caliente a la boca. Le cayó como una piedra en el estómago. Bebió un sorbo del copón con vino aguado y lo sintió ácido. Mordisqueó un pedacito de queso, pero le pareció salado y seco. Por fin se puso de pie, a desgano.

– Será mejor que nos marchemos.

Los criados de la casa formaron fila para desearle que Dios la acompañara en su camino. Ella se despidió con lágrimas en los ojos y las mujeres se echaron a llorar. Rosamund traspuso la puerta de la casa señorial. Afuera esperaba su yegua. Rosamund se volvió súbitamente.

– ¡Me olvidé de despedirme de mis perros!

Esperaron con paciencia su retorno, pero, cuando volvió, dijo:

– Estoy pensando si Pusskin ya habrá tenido cría. Voy al establo a ver, antes de irme. -Y volvió a desaparecer.

– Ponla en el caballo, Edmund, cuando regrese -dijo Maybel, irritada-. Ya me duele el trasero con este animal, y todavía no dimos un paso.

Edmund y Owein rieron. Rosamund apareció.

– ¿Llevamos la cinta bordada, Maybel? Estoy segura de que la vi en el piso, en mi dormitorio. Tendré que ir a buscarla.

Edmund Bolton tomó a su sobrina de la mano y la llevó rápidamente hasta la montura. Sus manos se cerraron sobre la cintura de ella y la levantó hasta la silla.

– Está todo empacado, Rosamund -le dijo, severo. Le dio a sir Owein la rienda de la yegua de su sobrina-. ¡Vete ahora, muchachita, y que Dios los acompañe! Estaremos todos esperando tu retorno, que será antes si te vas de una buena vez. -Entonces le dio una palmadita en el anca a la yegua y la observó mientras se alejaba.

– No quiero oír ningún chisme cuando vuelva -le dijo Maybel a su esposo-. Cuídate, viejito. Ponte en el pecho la franela que te cosí, no te vayas a agarrar una fiebre este invierno.

– Y tú, mujer, no coquetees con todos los caballeros bien parecidos de la Corte. Recuerda que eres mi querida esposa -dijo él, con una cálida sonrisa-. Eres un poquito rezongona, pero te extrañaré.

– ¡Ja! -refunfuñó ella, volvió el caballo y comenzó a seguir a sir

Owein y a Rosamund.

Rosamund nunca había pasado una noche fuera de Friarsgate ni de su propia cama. ¿Supo Hugh lo que hacía cuando la puso bajo la custodia de un virtual desconocido? Casi deseó que su tío Henry hubiera ganado la partida y ella siguiera en Friarsgate. Casi.

A medida que sus primeros miedos comenzaban a disiparse, Rosamund empezó a disfrutar del viaje. Y, recordando que la muchacha nunca había pasado un día entero a caballo, sir Owein se detuvo a media mañana para que pudieran apearse, estirarse un poco y comer lo que les había preparado el cocinero de Friarsgate. Rosamund descubrió que le había vuelto el apetito cuando se puso a comer capón asado y pasteles de conejo todavía calientes, pan y queso, y peras frescas de su propio huerto. Siguieron el viaje y volvieron a detenerse a media tarde en un pequeño convento. Como los esperaban, fueron muy bien recibidos, pero a sir Owein lo mandaron a la casa de huéspedes para hombres, mientras que Rosamund y Maybel se quedaron con las monjas, aunque eran los únicos huéspedes esa noche.

Esa primera noche, Rosamund comprobó la veracidad de lo que le dijo su guardián. La comida era un potaje de tubérculos servido con un pequeño trozo de pan negro y una tajada fina de queso duro. La cerveza estaba amarga, y bebieron poco. Las comodidades para dormir no eran mucho mejores. Dos camastros con colchones de paja aplastados de tanto uso y con algunas partes invadidas por los insectos. Por la mañana les sirvieron avena, que comieron con cucharas de madera de una olla común. Se les dio una sola rodaja de pan, que compartieron. Luego de que sir Owein ofreció la donación, partieron.