La ciudad fortificada de Carlisle fue la primera que Rosamund vio en su vida. Abrió los ojos bien grandes cuando pasaron por la puerta de Rickard. El corazón le latió a toda prisa cuando atravesaron las calles estrechas, con sus casas pegadas entre sí, sin jardines a la vista. Bajaron por High Street, la calle principal, y cruzaron hacia el sur, hacia la iglesia de St. Cuthbert, que estaba vinculada al monasterio de Richard Bolton y en cuyas casas de huéspedes pasarían la noche.
– Me parece que no me gustan las ciudades -dijo Rosamund-. ¿Por qué hay un olor tan feo, Owein?
– Si mira las calles con atención, milady, verá el contenido de los orinales de la ciudad que siguen su recorrido de las cunetas a las cloacas -explicó él.
– Los establos de mis vacas huelen mejor.
– Vamos, milady -bromeó él-, una muchacha de campo como usted no va a impresionarse por unos olorcillos.
Rosamund sacudió la cabeza.
– ¿Y a la gente de la ciudad le gusta vivir tan encerrada? -preguntó, como pensando en voz alta-. A mí no me gusta para nada.
– La ciudad está amurallada para impedir que entren invasores. Hay mucho para robar aquí, y los escoceses siguen estando demasiado cerca. Carlisle es un lugar seguro para muchos de los que habitan en los alrededores. Y desde aquí se puede montar una defensa efectiva.
Dejaron Carlisle a la mañana siguiente, para gran alivio de Rosamund, y retomaron el rumbo al sur por un recodo de Westmorland, con sus desolados páramos, sus colinas y sus lagos, y entraron en Lancastershire, con sus bosques y parques con ciervos. Iban, según les dijo sir Owein, por un camino construido por los romanos hacía más de mil años. Cruzaron Cheshire, un condado llano pese a las colinas que lo circundaban, y llegaron a Shropshire, donde el clima se tornó claramente otoñal. Ella se alegró de haber llevado su capa de lana azul con capucha.
A Rosamund le gustaron las ovejas de cara negra que vio pastando en los campos de Shropshire. Le dijo a sir Owein, con gran conocimiento, que su lana era mejor incluso que la de Friarsgate y que algún día esperaba comprar un rebaño, aunque era difícil conseguir esas ovejas, dado que sus dueños se rehusaban a separarse de ellas. Pero si podía encontrar un macho reproductor y dos hembras fértiles, sería un comienzo.
– La estoy llevando a la Corte y usted piensa en criar ovejas -dijo él, riendo.
– Sé que la intención de Hugh fue protegerme y hacerme ver el mundo, pero, en el fondo de mi corazón, yo soy una muchacha de campo. Espero que me dejen regresar pronto a casa. Por lo que me ha dicho, dudo de que yo vaya a ser de alguna importancia para el rey o de provecho para su familia. Cuando lo vea le voy a sugerir que me permita volver a casa de inmediato. Cuando desee casarme, si es que llego a encontrar a un hombre que me convenga, no lo haré sin permiso real.
– No sé cuándo verá al rey. Al menos, no será enseguida. Es inteligente de su parte que comprenda que no tiene un lugar real entre los poderosos, Rosamund. -Se preguntó si esta muchacha se había puesto aún más bonita que cuando la vio en la primavera. Luego de pasar un tiempo en Friarsgate, él entendía el deseo de ella de permanecer allí. Se dio cuenta, de pronto, de que a él también le habría gustado quedarse allí. No es fácil estar al servicio de un rey toda la vida.
– ¿Me gustará estar en la Corte? -le preguntó Rosamund. Él la estaba mirando tan fijo que la ponía nerviosa. Trató de atraer su atención otra vez.
Los ojos verdes de él se encontraron con los de ella.
– Eso espero, Rosamund. No querría verla desdichada. -Al conocer a Henry Bolton él comprendió plenamente el deseo de Hugh Cabot de proteger a Rosamund de su tío. De lo que no estaba seguro era de que la solución fuera sacarla de su casa.
En Staffordshire los caminos eran malos y mal mantenidos, en especial considerando que debían ser transitados para viajar al sur. Empezó a llover otra vez y el camino por el que iban se inundó. No había suficientes cruces para atravesar el río. Una tarde, les llevó casi una hora cruzar un puentecito, tan intenso era el tránsito local. El puente de madera crujía y gemía bajo los carros pesados, el tráfico de caballos y un grupo pequeño de vacas. El campo estaba lleno de bosques antiguos, pero las praderas que encontraban en su camino eran especialmente exuberantes. Sin embargo, había unos pozos abiertos horribles de los que extraían hierro y carbón que estropeaban el paisaje. Hacía ya más de dos semanas que habían emprendido el viaje, pero sir Owein estaba contento porque estaban yendo bastante rápido, pese a que sus dos compañeras no estaban acostumbradas a viajar.
A ojos de Rosamund, Warwickshire era hermoso, con sus bellos prados y pasturas. Las ciudades con mercados -de las que, según se enteraron, había dieciocho- eran prósperas y muy concurridas. Rosamund ya se había acostumbrado a las ciudades, pero siguió diciéndole a Maybel, que enseguida estaba de acuerdo con ella, que prefería el campo a la ciudad. Cruzaron Northamptonshire, que se veía extrañamente aislado y rústico comparado con los otros condados que atravesaron. Grupos de vacas y ovejas pacían en praderas todavía verdes y frescas a fines de septiembre. Como Buckinghamshire, donde, según le contó sir Owein, quedaban las vacas y las ovejas, en la última etapa de su viaje de Gales a Londres, para engorde.
Llegaron a la ciudad de St. Albans en Hertfordshire y, sabiendo que pronto ella no tendría mucho tiempo para diversiones, Owein llevó a Rosamund y a Maybel a ver el altar del santo en la gran abadía. Era el primer santo de Inglaterra y había sido un soldado romano. Rosamund nunca había estado en una iglesia como la abadía. El gran edificio de piedra se levantaba sobre sus cabezas. Las ventanas con vitrales arrojaban sombras de manchas multicolores sobre los pisos de piedra. Ni Rosamund ni Maybel habían visto antes vidrio de colores semejantes.
– Como se maravillaría el padre Mata si pudiera ver esta belleza -dijo Rosamund-. Algún día pondré ventanas como estas en nuestra pequeña iglesia, aunque no tan finas ni tan grandes, por supuesto.
– Serían aún más bellas, al no verse estropeadas por otros edificios, y con la luz pura de Cumberland a través de ellas -dijo Owein, reflexivo-. Creo que voy a extrañar Friarsgate.
– Tal vez lo asignen para escoltarme de regreso a casa -dijo Rosamund, esperanzada-. Tal vez volvamos en la primavera.
– Veo que se ha resignado a pasar el otoño y el invierno en la Corte -comentó él.
– Al parecer no tengo opción, ¿no? -dijo ella, riendo-. ¿Cuándo llegaremos a Londres?
– Iremos a Richmond primero. Sospecho que, como es el lugar preferido del rey, estará cazando allí. Si no, sabrán decirnos cuál es su paradero. Otra día viajando, Rosamund.
Pero el rey sí estaba en Richmond. Cuando se acercaban al palacio por el parque vieron su estandarte y el pendón rojo de Pendragón que flameaba desde las torres al viento de la tarde. Más allá se veía el río Támesis que resplandecía a la luz del sol.
– ¡Deténgase! ¡Por favor, deténgase! -le rogó Rosamund a su escolta. Ella frenó el caballo y se quedó mirando con los ojos muy abiertos. Al fin, después de unos minutos, dijo-: Es muy grande. Yo no puedo vivir en un lugar tan grande. ¿Cómo voy a hacer para no perderme allí adentro? -Él vio que ella estaba al borde de las lágrimas.
Owein desmontó y bajó a Rosamund de su yegua.
– Caminemos un rato juntos. Maybel, venga usted también. -Apeó a Maybel del caballo y la depositó delicadamente en el suelo.