– Como yo -comentó Rosamund.
– Sí, como tú -dijo Hugh, con una risita-. Entiendes muchas cosas para ser tan joven.
– El sacerdote dice que las mujeres son la vasija más frágil, pero yo creo que se equivoca. Las mujeres pueden ser fuertes e inteligentes.
– ¿Eso es lo que piensas, Rosamund? -Qué criatura tan fascinante era esta niña que ahora estaba a su cargo.
Ella se asustó ante la pregunta y apoyó la espalda contra el respaldo de la silla.
– ¿Me golpearás por mis pensamientos, sir? -inquirió, nerviosa.
La pregunta perturbó profundamente a Hugh Cabot.
– ¿Por qué piensas eso, niña?
– Porque estuve muy osada. Mi tía dice que las mujeres no han de ser osadas ni atrevidas. Que eso es desagradable para los hombres y que debe golpeárselas por ello.
– ¿Te golpeó alguna vez tu tío? -pregunto él. Ella asintió en silencio-. Bien, niña, yo no te golpearé -dijo Hugh, y sus bondadosos ojos azules se encontraron con los temerosos ojos ambarinos de ella-. Siempre querré que seas franca y honesta conmigo, Rosamund. La falsedad lleva a malos entendidos tontos. Yo puedo enseñarte muchas cosas si de verdad vas a ser la señora de Friarsgate. No sé cuánto tiempo estaré contigo, pues soy un hombre viejo. Pero si quieres manejar tu propio destino, sin interferencias, deberás aprender lo que tengo para enseñarte, a fin de que Henry Bolton no vuelva aquí a dominarte.
Él vio que sus palabras despertaban un destello de interés en el rostro de Rosamund, aunque ella lo disimuló de inmediato y dijo, reflexiva:
– Si mi tío hubiera sabido que planeabas ponerme en su contra creo que hoy no serías mi esposo, Hugh Cabot.
Él rió.
– Me malentiendes, Rosamund -respondió, con suavidad-. No deseo ponerte en contra tu familia pero, si yo fuera tu padre, querría verte independizada de ellos. Friarsgate te pertenece a ti, niña, no a ellos. ¿Conoces la divisa de tu familia?
Ella negó con la cabeza.
– Tracez Votre Chemin. Significa Traza tu propio camino -le explicó.
– Por favor, vive mucho tiempo, Hugh, así podré elegir a mi próximo esposo por mí misma -respondió con alegría.
Él rió con ganas. Ella pensó que era un sonido muy bonito. Rico, profundo, sin dejo alguno de malicia.
– Lo intentaré, Rosamund.
– ¿Cuántos años tienes?
– Hoy es veinte de octubre. El noveno día de noviembre cumpliré sesenta. Soy muy viejo, niña.
– Sí, así es -aceptó ella, muy seria, asintiendo.
Él no pudo evita reír otra vez.
– Seremos amigos, Rosamund -le dijo. Entonces se puso de rodillas ante ella, le tomó una mano y le dijo-: Te prometo, Rosamund Bolton, en el día de nuestra boda, que siempre te pondré a ti y los intereses de Friarsgate ante cualquier otra cosa, mientras tenga vida -y besó su mano.
– Creo que confiaré en ti. Tienes ojos bondadosos. -Apartó la mano y le sonrió con picardía-. Me alegro de que te hayan elegido para mí, Hugh Cabot, aunque creo que, si mi tío Henry hubiera sabido cómo eres, no te habría escogido, sin importar la deuda de mi tía.
– Mi esposa niña, sospecho que tienes una cierta debilidad por la intriga, lo que me resulta interesante en alguien tan joven.
– No sé qué quiere decir intriga. ¿Es bueno?
– Puede serlo. Te enseñaré, Rosamund -le aseguró-. Necesitarás recurrir a todo tu entendimiento cuando yo me haya ido y ya no pueda protegerte. Tu tío no será el único que desee quedarse con Friarsgate por tu intermedio. Algún día puede haber un hombre más fuerte y más peligroso que Henry Bolton. Tienes buen instinto. Necesitarás solo mi tutelaje para sobrevivir y fortalecerte.
Así comenzó su matrimonio. Pronto Hugh llegó a amar y tratar a su esposa como habría amado a una hija, si hubiera tenido una. En cuanto a Rosamund, ella también amaba a su anciano compañero como habría amado a un padre o a un abuelo. Los dos congeniaban. La mañana siguiente al casamiento salieron a cabalgar. Hugh montaba un robusto caballo capón bayo y Rosamund, su poni blanco, que tenía la crin y la cola negras. Hugh volvió a sorprenderse, pues Rosamund sabía mucho de su propiedad. Más de lo que podría conocer cualquier niña pequeña. Ella estaba muy orgullosa de Friarsgate y le mostró los frondosos prados donde pastaban sus ovejas y las campiñas verdes en las que pacían sus vacas a la luz del sol otoñal.
– ¿Tu tío compartía contigo su conocimiento de la tierra? -le preguntó Hugh.
Rosamund negó con la cabeza.
– No. Para Henry Bolton yo no soy más que una posesión que debe controlar para poder apoderarse de Friarsgate.
– Entonces ¿cómo es que estás tan bien informada?
– Mi abuelo tuvo cuatro hijos -comenzó a explicar ella-. Mi padre fue el tercero, pero los primeros nacieron del lado incorrecto de la cama, antes de que mi abuelo se casara. Por eso mi padre era su heredero. El tío Henry es el menor de los hijos de mi abuelo. El mayor es mi tío Edmund. Mi padre quería a todos sus hermanos, pero a Edmund más que a los otros. Cuando el tío Henry nació, mi padre tenía cinco años. Los otros dos estaban más cerca de él, por edad, y dicen que mi abuelo nunca marcó diferencias entre sus hijos, salvo por la condición de heredero de mi padre. Se les dio permiso a mis tíos Edmund y Richard para adoptar el nombre de la familia. Henry los detesta, en especial a Edmund, porque era el más querido por mi padre. Mi abuelo dio a Richard a la Iglesia para expiar sus pecados. Es el abad de St. Cuthbert, cerca de aquí. A Edmund lo nombró administrador, cuando tuvo la edad adecuada y murió el administrador anterior. El tío Henry no se animó a echar a su hermano mayor, pues Edmund sabe mucho de Friarsgate, y Henry no. Claro que Edmund no lo ha enfrentado nunca abiertamente, pero tanto él como Maybel me lo han explicado todo.
– ¿Maybel?
– Mi nodriza -respondió Rosamund-. Es la esposa de mi tío Edmund y ha sido una madre para mí. Mi madre nunca recuperó sus fuerzas después de que yo nací, según me han contado, pero yo recuerdo que era una señora muy dulce.
– Me gustaría conocer a Maybel y a Edmund.
– Entonces iremos a su casa. ¡Te agradarán!
Ahora Hugh Cabot conocía otra razón para que Henry Bolton lo eligiera como esposo de Rosamund. Por cierto que irritaría a Edmund Bolton -evidentemente un buen administrador- ser reemplazado de una manera tan sutil. Nada lo apartaría de su promesa de mantener a salvo a Rosamund y a Friarsgate. Si Edmund Bolton era como decía su sobrina, se llevaría muy bien con él.
Llegaron a destino: una casa de piedra ubicada en una ladera aislada que daba a un pequeño lago rodeado de colmas. Estaba bien cuidada; el techo de paja tenía un fuerte entretejido y el encalado de las paredes estaba muy limpio. Había un único banco muy gastado bajo una ventana, en el frente. Una estrecha columna de humo gris pálido salía de la chimenea. Algunas rosas tardías crecían junto a la puerta. Después de apearse, Hugh bajó a Rosamund de su poni. Ella corrió hacia la casa llamando:
– ¡Edmund! ¡Maybel! ¡Traje a mi esposo para conocerlos!
Hugh agachó la cabeza para pasar bajo el dintel de la puerta. Ahora estaba en una habitación alegre, con un buen fuego en el hogar. Un hombre de altura mediana, con el rostro curtido por el aire libre y ojos ámbar que mostraban curiosidad, se acercó e hizo una reverencia.
– Bienvenido, milord. Maybel, ven a saludar al nuevo señor.
Maybel era una mujer rolliza y baja, de edad indeterminada y agudos ojos grises. Miró con detenimiento a Hugh Cabot. Finalmente, satisfecha, le hizo una reverencia.
– Señor.
– ¿Podemos ofrecerle una copa de sidra, milord? -preguntó Edmund con cortesía.
– Se lo agradeceré -dijo Hugh-. Estuvimos cabalgando todo el día por las tierras de mi esposa.