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– ¿Dónde vive?

– Tiene una casa en Londres, que se llama Cold Harbour, y muchas otras casas por todo el campo. Aquí, en Richmond, tiene departamentos, pero no vendrá hasta Navidad. Cuando yo era pequeña vivía en Sheen, pero un invierno el castillo se quemó. Nuestro padre reconstruyó Richmond donde había estado Sheen. Después de todo, es probable que pasemos el invierno en Londres, porque el bebé de mamá llegará en febrero.

– ¿Por qué no se quedan en un solo palacio? Viajar de un lugar a otro trae más problemas que beneficios, me parece.

Margarita asintió.

– Estoy de acuerdo contigo, pero es nuestra manera de mostrarnos al pueblo. Además, donde sea que estemos, es responsabilidad de la vecindad que nos rodea aprovisionarnos. No se puede pretender que una sola zona nos abastezca todo el año. Por eso vamos de un lugar a otro. Espera a ver Windsor.

– Pobre Maybel -respondió Rosamund con una sonrisa-. Se está recuperando de nuestro viaje desde Cumbria. ¿Y ahora vamos a viajar otra vez? Yo sé que me es fiel, si no, se iría a su casa, con su esposo. -Rosamund suspiró-. ¿Te parece que me encontrarás un marido para cuando llegue el momento de que te vayas a Escocia, el verano próximo?

– Tú eres un premio para ser dado como una pequeña recompensa alguien a quien el rey desee honrar -dijo Meg, bruscamente-. Eso es lo que somos las princesas reales y las muchachas acaudaladas. Somos confites, un botín para repartir. Yo lo sé desde que tengo conciencia de quién soy. Y eso es lo que eres tú ahora. Cierto que no provienes de una gran familia, Rosamund, pero tus tierras son extensas y, a juzgar por lo que me has dicho, fértiles. Tienes grandes rebaños de ovejas, ganado y caballos. Es una fortuna tan interesante que se puede pasar por alto tu linaje modesto. Mi padre, que es un hombre inteligente, pronto te dará a un esposo. Será un hombre en quien él confíe, que pueda serle útil a él y a la corona en la frontera con Escocia, no te quepa duda.

– Parece tan frío -comentó Rosamund.

– No es más calculador que tu tío, que busca controlarte a ti y a tus tierras casándote con su hijito -respondió Meg. Y agregó-: ¿Te besaron alguna vez? A mí no. Si te han besado, tienes que contarme cómo es.

– ¿Dices un beso apasionado, como de un amante? No, no me han besado.

– ¿Me quieres decir que sir Owein no intentó seducirte? -La princesa era incrédula-. Es muy buen mozo. ¿Te diste cuenta? ¡Claro que te diste cuenta! ¡Pero si te estás ruborizando!

– Nunca me besó, pero, sí, me pareció muy buen mozo, y me dijo que era bonita.

– Dicen que les gusta a todas las damas. Si no fuera tan pobre sería un excelente marido para cualquier mujer.

– ¿Por qué les gusta a las damas?

– Porque es muy gentil y galante. Sabe reír con una buena broma. Es muy leal, y cuenta con el favor de mi familia. Pero así como un hombre busca una mujer acaudalada, una mujer prudente también quiere a un nombre acaudalado. Pobre sir Owein. Es probable que no se case nunca.

Dejaron Richmond y se dirigieron primero a Londres, donde al rey le gustaba celebrar la víspera y el Día de Todos los Santos, y el Día os Fieles Difuntos. Fueron en barca, cruzando el río hasta el palacio de Westminster, en la ciudad de Londres. La barca del rey entró primero. Él y la reina, a la vista de las multitudes alineadas a ambas orillas del río para saludarlos, estaban vestidos con todos los atributos reales, incluidas las coronas. El príncipe Enrique iba con ellos, ya que ahora él era el heredero. La multitud lo vivaba, porque era buen mozo y atractivo, y a él, obviamente, le encantaba la adulación. Rosamund todavía no había conocido a Enrique Tudor, que era dos años menor que ella.

Los espectadores asentían, complacidos, ante la evidente preñez de la reina. Hablaban entre sí, con alivio, de la apariencia robusta del nuevo heredero. Una segunda barca, igualmente bella, que llevaba a la Venerable Margarita, seguía a la del rey. La matriarca de la familia, hermosamente ataviada, saludaba con magnificencia.

Después de la muerte del príncipe Arturo, había corrido el rumor de que la princesa Catalina estaba encinta. El rumor resultó falso. Y ahora venía ella, con Margarita y sus compañeras, en la tercera barca. Rosamund estaba sentada con ellas. Arrobada, miró la ciudad a su alrededor. Con los dedos describía nerviosos arabescos en su nueva falda de seda negra, y se preguntaba si su jubón a rayas negras sobre negro con las cuentas y los bordados en oro no era algo demasiado elegante para una campesina como ella. Pero Margarita Tudor le había asegurado que no, mientras ayudaba a su nueva amiga a vestir el traje que acababa de regalarle.

– Si vas a ser mi compañera, tienes que estar a mi altura. A mí el jubón y la pollera ya me quedan chicos, pero a ti te sentarán perfectos, Rosamund. Espero que para Navidad podamos dejar el luto por mi hermano y vestirnos con colores otra vez. Yo pienso que tanto negro nos hace parecer demacradas.

– Es altanera, pero tiene buen corazón -le dijo Maybel a su ama- ¡No puedo creer que mi niñita sea amiga de una princesa!

La pobre Catalina, con su piel aceitunada, parecía más demacrada que nunca con su luto, mientras la barca se deslizaba sobre las aguas del río. Rosamund se inclinó hacia adelante y le susurró:

– Me parece que me veo como un cuervo con tanto negro, sin falle el respeto a tu fallecido esposo.

La princesa de Aragón asintió apenas y dijo, en voz baja y en su inglés con acento:

– El negro no es un color para la juventud. -Sin embargo, Meg taba espléndida con su traje de terciopelo negro con bordados y cuentas doradas. Se la veía muy bien, pues, como Rosamund, su piel era muy blanca y sus mejillas, rosadas. Saludaba con la mano, sonriente, a los espectadores, que la vivaban. Todos sabían que pronto se casaría formalmente con el rey de los escoceses, y todo el mundo esperaba que eso significara la paz entre Inglaterra y Escocia. Las barcas comenzaron a enfilar hacia la orilla.

Rosamund casi no podía contenerse.

– Y pensar que Richmond me parecía grande -murmuró, pero Meg la oyó y rió.

– Westminster no está mal. Nos alojamos en el ala sur. Casi todo el resto de Westminster es la abadía misma y los edificios del Parlamento. Mamá prefiere el castillo de Baynard cuando venimos a Londres. Es más lindo. Claro que, estando en la ciudad, todo parece un poco cerrado. Espera a que veas Windsor.

– ¿Quiénes son esos que se reúnen en el muelle de desembarco? -preguntó Rosamund, nerviosa.

– Ah, probablemente el alcalde de la ciudad, sus concejales y varios miembros de la Corte -dijo Meg, como al pasar-. Hoy conocerás a mi abuela, Rosamund, pero no te dejes amedrentar. Ella espera buenos modales y respeto, pero no servilismo. Mi abuela odia el servilismo. No tiene paciencia con eso. Todos le tienen deferencia, hasta el rey -dijo la princesa, con admiración-. Espero llegar a ser como ella algún día.

Las princesas y Rosamund bajaron de la barca. El rey, la reina, la Venerable Margarita y el príncipe Enrique iban delante de ellas. Rosamund, como correspondía, siguió a sus compañeras, casi perdida entre sus servidoras. En una habitación pequeña, el rey abrazó a su madre, una dama majestuosa de gran porte y agudos ojos oscuros Estaba vestida de negro y llevaba los cabellos cubiertos por un tocado arquitectural con un velo blanco.

– Estás pálida, Isabel -le dijo a su nuera, a quien besó en ambas mejillas-. ¿Tus damas se ocupan de que tomes el tónico que te indiqué? El joven Enrique ahora es robusto, pero nunca se sabe. No nos vendría mal otro príncipe saludable.

– Hago lo que puedo, señora -respondió la reina, con una sonrisa-. ¿Por qué siempre se responsabiliza a la madre por el sexo de un niño? Usted, que es sabia, señora, ¿puede decirme por qué?