De pronto, resonaron las trompetas de la galería de los juglares y un caballero alto entró de un salto en la sala. Estaba íntegramente vestido de verde y en todo el traje tenía cosidas campanitas de oro y plata que tintineaban con su danza. Traía una máscara maravillosa de plumas de oropel y azul que le cubría la nariz y los ojos. Entró bailando hasta la mesa principal, donde estaban sentados los reyes, las princesas, la condesa de Richmond y el arzobispo de Canterbury. Se tocó la punta del sombrero en dirección al rey, luego giró y se puso a dar cabriolas por toda la sala, danzando un poquito aquí, un poquito allá, mientras sonaban caramillos, flautas y los timbales, un tambor doble. El público arrojaba monedas al sombrero del pájaro de la suerte y este seguía bailando.
Rosamund sacó un penique del bolsillo. Cuando el bailarín llegó a su mesa, ella se estiró para dejar caer el penique en el sombrero del pájaro. La moneda acababa de desprenderse de sus dedos cuando los dedos del hombre se cerraron sobre su mano: la levantó de la silla y le estampó un fugaz beso en los labios antes de irse bailando, acompañado por la carcajada de todos los presentes. Con las mejillas inflamadas de la vergüenza y la timidez, Rosamund volvió a sentarse enseguida. Se preguntó si Meg y Kate habían visto el ultrajante comportamiento del bailarín.
– No se preocupe, Rosamund -le dijo una voz conocida y sir Owein Meredith se sentó junto a ella en el banco-. A veces, el pájaro de la suerte besa a alguna dama. Todo es parte de la diversión. Ah, veo que le dejó una de sus plumas. Es un honor que, por lo general, se reserva para las señoras de la mesa principal. Vamos, muchacha, guárdela en el corpiño. ¿Le molesta que me siente con usted? -Le sonrió.
– No, me gusta. Estoy tan acostumbrada a estar con Meg y Kate que casi no conozco a nadie más. Obviamente, no me invitan a la mesa principal.
– No -le respondió él. Y agregó-: ¡Ah, mire! El pájaro está por terminar su danza. Va otra vez a la mesa principal para importunar al rey, a pedirle una limosna. Las monedas que reciba son para los pobres.
El resplandeciente bailarín hizo ágiles cabriolas ante la familia real. Con un floreo se tocó el sombrero, primero, en dirección a la Venerable Margarita y simuló asombro cuando ella donó monedas de oro. Luego, hacia la reina, a quien le dio las gracias con mucho donaire, y después, ante cada princesa. Al rey lo guardó para el final. Con alegres volteretas hizo una reverencia ante Enrique VII y, con un floreo, le ofreció el sombrero emplumado y encintado. La delgada mano del rey pasó sobre el sombrero. El pájaro de la suerte ladeó la cabeza y luego la sacudió, desilusionado. Agitó violentamente el sombrero debajo de la larga nariz del rey. Una sonora carcajada atronó el recinto. Con un burlón suspiro de resignación, el rey metió la mano entre sus vestidos y sacó una bolsa de terciopelo. A desgano, la abrió y extrajo dos monedas más. Hubo más risas, pues se sabía que el rey no soltaba sus monedas con facilidad. La Venerable Margarita se estiró y le dio un pequeño golpe al rey, que, con otro audible suspiro, vació toda la bolsa de terciopelo en el sombrero del pájaro, que cacareó, triunfante. La muchedumbre en la sala rugía, en aprobación de las acciones del rey. Enrique VII los honró con una de sus escasas sonrisas. El bailarín brincó con elegancia y se paró ante el arzobispo de Canterbury, para presentarle al sacerdote el sombrero Heno de limosnas. El pájaro hizo una reverencia. Y, entonces, se arrancó la máscara, revelando al joven príncipe Enrique. Su aparición fue recibida con aplausos. Se inclinó ante su público una última vez y tomó su lugar en la mesa principal, con su familia.
– ¡Válgame Dios! -dijo Rosamund, al darse cuenta de quién la había besado.
– De modo que ahora -dijo sir Owein, bromeando-, puede volver a casa y contar que el próximo rey de Inglaterra la ha besado.
– Es tan corpulento que me había olvidado de que era un niño -dijo Rosamund.
– Su abuelo de York, a quien se asemeja, también era un hombre grande -le dijo el caballero.
– ¿Y su abuelo de York también era tan osado?
Owein Meredith rió.
– Sí. ¿Me permite que le diga que luce muy bonita esta noche, milady Rosamund?
– El corpiño me lo regaló Meg y la condesa de Richmond me obsequió las mangas de zangala. Maybel me reformó la falda para ponerla a la moda. Tillie, la doncella de Meg, le enseñó.
– Eso quiere decir que ahora está mejor. Me alegro, Rosamund. Sé cuánto extraña Friarsgate.
– Espero que cuando la reina de los escoceses vaya al norte, en el verano, se me permita ir a mi casa. Sí, la extraño -admitió Rosamund-. La Corte es muy interesante, pero no me gusta estar todo el tiempo mudándome de un lado al otro. Yo soy muy casera, y no me avergüenza decirlo. Además, aparte de las princesas, no tengo amigos. Las otras muchachas de mi edad se creen demasiado encumbradas y poderosas para darse conmigo. Envidian mi amistad con Meg. Y Kate no está mucho mejor que yo, creo.
– Entonces, también cultive y conserve su amistad, Rosamund. Así, cuando la hija del rey se vaya, tal vez no se sienta sola. Además, es muy probable que algún día Catalina de Aragón sea la reina de Inglaterra. No está de más tenerla como amiga.
– Es buen consejo el que me da, señor. ¿Y usted seguirá siendo mi amigo? Me gustaría creer que lo será para siempre.
– A mí me gustaría -le respondió Owein y la mirada que le dirigió la conmovió-, pero algún día tendrá un esposo otra vez. Tal vez un esposo no apruebe nuestra amistad. Debe estar preparada para esa posibilidad.
– Nunca me casaré con un hombre que no acepte a mis amigos-replicó ella-. Hugh me enseñó que debo pensar por mí misma y decidir lo que es más conveniente para mí y para Friarsgate.
– No sé si está bien que le haya enseñado eso -dijo Owein, con pena-. La mayoría de los hombres no son tan modernos como su difunto esposo. Piense en su tío Henry, Rosamund. Casi todos los hombres son como él.
– Entonces, no volveré a casarme -respondió ella, con firmeza.
Él tuvo ganas de reír. Pero se dio cuenta de que ella hablaba muy en serio.
– Seguro que podrá persuadir a cualquier marido de que piense así -dijo. Ella era tan joven e inocente. Él se preguntó qué le sucedería a Rosamund en la Corte cuando su protectora, la hija del rey, partiera hacia Escocia. La muchacha, por cierto, no sería incluida en su comitiva de damas. No era ni tan importante ni de tan buen linaje. No tenía conexiones familiares de importancia. Era una más de las pupilas reales, aunque había tenido la fortuna de que la joven Margarita Tudor se interesara en ella. Owein Meredith no sabía por qué le importaba lo que le sucediera, pero así era. Por cierto, no estaba comenzando a albergar sentimientos hacia ella. No tenía derecho a sentimientos así… pero se dio cuenta de que sí le importaba Rosamund.
No volvió a verla hasta la Epifanía, el último de los Doce Días de Navidad. La jornada comenzó con la elección de la reina de la Habichuela. Se trajeron a la sala tortas mellizas: una para los hombres y otra para las mujeres. Todos recibieron una porción de su torta correspondiente para dar con la habichuela esquiva. Para gran sorpresa de Rosamund, ella encontró la habichuela en la torta de las mujeres. Al Principio, tuvo miedo de decirlo, entre tantas mujeres importantes, pero, que se dio cuenta de la buena fortuna de su amiga, exclamó, para la oyeran todos:
– ¡Lady Rosamund Bolton encontró la habichuela! Ahora veamos, ¿quién será su rey?
– Yo soy su rey -exclamó el joven Enrique Tudor, con una sonrisa de oreja a oreja-. ¡Yo soy el rey de la Habichuela! ¡Tráiganme a mi reina!
Llevaron a Rosamund a la mesa principal y la sentaron junto al príncipe Enrique. Le pusieron una corona de papel dorado decorada con joyas de pasta en la cabeza. Colocaron una corona parecida en la cabeza del príncipe.