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La reina entró en trabajo de parto al despuntar la mañana del 2 de febrero. Llamaron al rey y hubo muchas idas y venidas de mucamas y médicos. Llegó la partera real, y la Venerable Margarita, que comenzó a discutir con su hijo sobre el nombre que le pondrían al príncipe esperado.

– Hemos tenido un Arturo y un Edmundo, y tenemos un Enrique -dijo la condesa de Richmond.

– Se llamará como mi tío de Pembroke -respondió el rey.

– ¡Pamplinas! -fue la rápida respuesta-. No podemos tener un Príncipe llamado Jasper. No es un nombre muy inglés. ¿Quieres recordarle a Inglaterra que tu sangre es más galesa? ¿Y Juan?

– Es un nombre de mala suerte, madre.

– ¡Eduardo! Tú y Bess descienden de Eduardo III y Juan no es de mala fortuna. Mi padre era Juan. Aunque Ricardo es otra historia dijo la condesa de Richmond, frunciendo el entrecejo.

– Así es -concedió el rey-. Ricardo no sería apropiado, en especial dada la actitud de nuestra familia respecto del rey anterior. Lo con vertimos en el villano de la desaparición de los dos hermanos menores de Bess, aunque yo nunca creí que él tuviera la culpa de eso. Probablemente fuera algún adulador que quiso asegurar la posición de Ricardo y ganarse sus favores. No conocería bien a Ricardo de York para hacer lo que hizo. Claro que, cuando Ricardo se enteró de lo sucedido nadie iba a admitirlo, ¿no? Pobre hombre, casi me da lástima, porque sé, por Bess, que él quería a sus sobrinos.

– Eso no le impidió intentar quitarte tu legítimo derecho al trono de Inglaterra -replicó la condesa de Richmond.

Enrique VII, con una de sus sonrisas escasas y heladas, dijo:

– No. Es cierto, madre. Yo nací para ser rey de Inglaterra. ¿No me lo dijiste siempre?

– Sí -rió ella.

– Su Majestad -una criada había venido corriendo desde la habitación de la reina-, ¡mi señora ha dado a luz!

El rey y la condesa de Richmond fueron de prisa hacia la reina. Isabel yacía pálida y frágil con un montoncito muy envuelto contenido en un brazo. Les dirigió una sonrisa débil.

– ¿Eduardo? -dijo, esperanzada, la condesa de Richmond.

– Catalina -respondió suavemente la reina.

El rey asintió.

– ¡Gracias a Dios tenemos un heredero fuerte y saludable! y otra hija nos unirá a otra casa real. Bess, querida, Enrique tendrá España; Margarita, Escocia; María, bueno, aún no he decidido nada sobre ella. Tal vez Francia. Tal vez el Santo Imperio Romano, y lo que ella no posea lo tendrá esta bonita princesita, ¿eh? -El rey se inclinó y le dio un beso en la frente a su esposa.

La condesa de Richmond no dijo nada. No le gustaba nada e aspecto de su nuera. Bess no era joven y, evidentemente, este había sido un parto difícil para ella. No habría más hijos de esta reina, pensó Margarita Beaufort.

Trajeron al príncipe Enrique y a sus dos hermanas a ver a su nueva hermanita

– ¿A quién se parece? -le preguntó Rosamund a Meg.

– A todos los hijos de mamá. Pálida con cabello de un rubio rojizo ojos claros -respondió la joven reina de los escoceses-. Y es muy nadita. No creo que viva mucho. Qué pena que mamá haya tenido que pasar por todo eso por una niña débil.

– Yo tendré sólo hijos varones -alardeó el príncipe Enrique.

– Tú tendrás lo que Dios disponga, Hal -dijo Meg.

A la princesa María la devolvieron a Eltham, a su cuarto infantil, con su nueva hermana. El príncipe permaneció con su padre, pero Meg y Rosamund se quedaron en la Torre con la reina y sus damas. La Venerable Margarita había ido a su casa de Londres, en Cold Harbour. La reina no se recuperaba del parto. Había mucho silencio en la Torre. Y entonces, en la mañana del 11 de febrero, el día en que cumplía treinta y siete años, Isabel de York murió súbitamente, apenas con el tiempo necesario para que un sacerdote fuera a escuchar su confesión.

El rey quedó destrozado. Lloró abiertamente por segunda vez en el último año. La primera había sido cuando le comunicaron que había muerto su heredero, el príncipe Arturo. La Corte estaba conmocionada. No había sido un embarazo difícil, y el nacimiento fue relativamente rápido. La reina había sido siempre sana y de una fortaleza confiable. Pero, ahora, había muerto de una fiebre puerperal como cualquier mujer del pueblo. Era difícil de creer. Isabel de York había sido muy querida. La Corte la extrañaría.

La madre del rey se hizo cargo enseguida, y llevó a Meg y a Rosamund a su casa. Si bien había que planear el funeral, se decidió en ese instante que la boda formal de la princesa con el rey de los escoceses se realizaría en agosto, como estaba previsto. En cuanto a Rosamund, aunque el rey seguía siendo su tutor, la Venerable Margarita se hizo cargo de ella, "por la dulce Bess". Luego de decidir esto, se abocó a los preparativos para el funeral, pues el rey estaba demasiado postrado en su dolor, casi no salía de sus aposentos.

Había que tallar una efigie funeraria: mostraría a la reina ataviada con sus mejores ropas y pieles, con una sonrisa. La Corte y el país llorarían ante una réplica exacta de Isabel de York en su mejor aspecto Conservaría para siempre un buen recuerdo para todos. La efigie se colocaría sobre el féretro de la reina, que sería enterrada en la abadía de Westminster, en una tumba que algún día contendría los restos mortales de su esposo. Convocaron al famoso escultor Torrigiano para tomar una máscara mortuoria de la reina y hacer un monumento de bronce que se colocaría sobre la tumba. El escultor, que vivía en Londres, había sido patrocinado por el rey durante varios años.

El día del funeral amaneció gris y frío. La ciudad estaba prácticamente envuelta en una niebla espesa y húmeda. La procesión partió de la Torre de Londres, donde Isabel de York había exhalado su último suspiro, y recorrió las calles de la ciudad mortecina para que el pueblo pudiera ver por última vez a su buena reina. Más de cincuenta tambores, con los instrumentos amortiguados para dar la solemnidad apropiada a la trágica ocasión, guiaban a los deudos. Los seguía un inmenso número de alabarderos del rey, detrás de quienes iba la carroza fúnebre, envuelta en seda y terciopelo negro, la efigie en su colorido ropaje sobre la cima en una visión asombrosa. La carroza era tirada por ocho caballos negros como el carbón, adornados con arreos de seda negra y plumas negras.

Treinta y siete jóvenes vírgenes seguían la carroza funeraria, una por cada año de vida de la reina, enteramente vestidas con trajes de terciopelo blanco, y portaban altos velones de cera de abeja, que oscilaban fantasmales bajo la brisa helada. Rosamund era una de ellas, honor que le había conferido la madre del rey. Pero las vírgenes no llevaban capa, y Rosamund temblaba de frío, como todas sus compañeras. Las babuchas de cabritilla blanca que calzaban no las protegían del frío ni de la humedad. Rosamund pensó que sería un milagro si no terminaban todas haciéndole compañía a la reina, muertas de fiebre.

Entraron en la gran abadía, donde el arzobispo celebró una misa de réquiem, a lo que siguió una elegía, que, según se enteró Rosamund mas tarde había sido escrita y pronunciada por un joven abogado de la ciudad, Tomás Moro. Su voz profunda, pero suave al mismo tiempo, resonó con sus palabras de tributo, y colmó la gran iglesia:

¡Adiós! ¡Mi tan querido esposo, mi valioso señor! El fiel amor, que en ambos continuaba en el himeneo y en la paz de la armonía, en tus manos aquí entrego, para que a nuestros hijos lo pases; hasta aquí padre has sido y ahora deberás cumplir también la parte de madre, pues ¡aquí yazgo!