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Cuando Tomás Moro calló, se oyeron en toda la abadía de Westminster los suaves murmullos del llanto. Cuando su mirada se dirigió al rey, Rosamund lo vio secarse los ojos. Tenía los hombros caídos. Enrique VII había envejecido de pronto, pero, a su lado, su madre estaba muy erguida y sus hijos se consolaban en su dolor, con valentía. Entonces bajaron el ataúd de la reina del catafalco que estaba al final de la nave y lo depositaron en la tumba. Isabel de York recibió una última bendición de los sacerdotes y, finalmente, el funeral concluyó.

Meg fue a tomar a Rosamund de la mano. Tenía los ojos rojos de tanto llorar, pues ella y su madre habían sido muy unidas, en especial durante el último año.

– Dice la abuela que ahora vengas a casa conmigo. Dice que cumpliste bien tu parte, que mi madre habría quedado muy complacida.

Subieron a una carroza cubierta, que la Venerable Margarita había provisto para sus nietas y las otras damas de la casa. El gris día de invierno estaba oscureciendo ya cuando el vehículo se abrió camino de regreso por las neblinosas calles de Londres a la residencia de la condesa de Richmond.

A la mañana siguiente, la princesa María, que aún no había cumplido los siete años, fue devuelta a Eltham.

– A veces pienso que me he pasado la vida usando luto -se quejó Meg ante Rosamund.

– Estarás libre de este en unos meses. Tienes suerte, Meg, de poder recordar a la madre que lloras. Yo no tengo memoria de la mía.

– ¿No tienes ningún retrato?

– La gente del campo, por lo general, no se hace pintar retratos -respondió Rosamund con una sonrisa-. Maybel la conoció. Dice que me parezco a ella, pero más a mi padre. Sin embargo, no es lo mismo que si los hubiera conocido, ¿no crees? Tu madre fue tan buena conmigo. No la olvidaré jamás, y algún día le pondré a una hija su nombre, Meg, te lo prometo.

El invierno llegó a su fin y, en Pascua, el rey pidió que su familia volviera a reunirse en Richmond. Aunque casi no lo vieron y había rumores de que había quedado devastado por su pérdida. Sus consejeros le sugerían que volviera a casarse, y se hicieron algunos arreglos en ese sentido, pero, al final, todo quedó en la nada. El rey se había casado con Isabel de York para unir sus casas, para terminar una guerra larga y sangrienta, y porque el derecho de ella al trono era más fuerte que el de él. Pero en cuanto la conoció la amó, y le había sido fiel toda la vida. Ahora que ella se había ido parecía que su fidelidad seguiría inconmovible.

– Él es como yo -dijo la Venerable Margarita.

– Pero tú te casaste tres veces, abuela -señaló Meg.

– Escúchame, criatura. Una mujer puede tener riquezas, dignidad y prestigio, pero nada de eso importa si no tiene un marido. Así es el mundo. No podemos escapar a ello. Sin embargo, el padre de tu padre, mi primer esposo, Jasper Tudor, fue el amor de mi vida, y no me da vergüenza admitirlo. Para las mujeres de nuestra clase el primer matrimonio es el arreglado. Tal vez, incluso el segundo. Después de eso, yo creo que una mujer tiene derecho a elegir a su marido. Si los ama a todos o a ninguno dependerá del destino. Pero una mujer debe casarse, no tiene otra opción.

– ¿Amaré yo a Jacobo Estuardo, abuela?

– ¿Se dice que es un hombre encantador -dijo la condesa, seca-,seguramente querrá complacerte porque haciéndote feliz a ti hace feliz a Inglaterra. Se dice que es bien parecido, niña. Bien parecido y bueno. Sí, creo que lo amarás.

– ¿Y me amará él a mí?

La Venerable Margarita rió.

– Jacobo Estuardo te amará, seguramente, mi niña. -Porque casi no hay mujer a la que no ame, pensó para sus adentros.

– Ahora tienes que encontrarle marido a Rosamund, abuela -dijo Meg, con gesto travieso-. Yo sé que quiere regresar a su casa, a su amada Friarsgate, cuando yo me vaya al norte a fines del verano.

– En su momento le encontraremos un marido a tu compañera. Hay tiempo, y debemos escoger con cuidado.

– Ya lo ves -dijo Meg más tarde, cuando estaban en la cama-. Eres un premio para darle a alguien, igual que yo. Pero cuando llegue el momento, haz que te permitan elegir. Recuerda lo que dijo mi abuela. Que después del primer matrimonio, incluso del segundo, una mujer tiene derecho a elegir a su siguiente marido. Recuérdaselo cuando te llegue el momento.

Se quedaron un mes en Richmond, y después la condesa y sus nietas partieron rumbo a Greenwich. Era la primera vez que Rosamund iba a ese palacio. Como Richmond, estaba sobre el Támesis, pero aquí ella podía ver los mástiles de las altas naves que recorrían el mundo cuando navegaban río abajo hacia el mar. El príncipe Enrique se unió a ellas un tiempo, pues su abuela le había pedido que fuera. El rey no se separaba del heredero que le quedaba. Era casi como si creyera que con su custodia personal podía proteger al muchacho de cualquier cosa. El Príncipe incluso dormía en una pequeña habitación a la que solo se Podía entrar pasando por el dormitorio de su padre. A los amigos del joven Enrique su situación les hacía mucha gracia, pero al príncipe no. De ahí que un respiro con su maravillosa abuela y sus hermanas fuera muy bienvenido.

La princesa María, traída desde Eltham, admiraba a un compañero mayor de su hermano, Charles Brandon.

– Un día me voy a casar con él -dijo, temeraria, pese a sus siete años. Toda la familia recibió su comentario con mucho humor.

– Las princesas no se casan con caballeros sin título, María -le dijo, reprendiéndola, su abuela-. Se casan con reyes o duques, o con otros príncipes. El joven Brandon tiene encanto, se nota, pero es un aventurero. No posee tierras ni riqueza. Caramba, que ni a Rosamund se lo daría por esposo. No lo vale.

– Algún día será alguien, abuela -respondió María, impertinente-. ¡Y yo me casaré con él!

– ¿Juegas al tenis? -le preguntó el príncipe Enrique a Rosamund una tarde en que estaban sentados mirando el río.

Rosamund levantó la mirada. Vestía el jubón y la falda verdes con sus mangas de zangala blanca. La condesa dictaminó que el luto había terminado y les regaló trajes nuevos a sus dos nietas y a Rosamund.

– No, Su Alteza, no juego tenis.

– ¡Entonces ven, que te enseño! -dijo Enrique, tomándola de la mano para ponerla de pie-. ¿Cómo te vas a quedar ahí, mirando el agua? Yo me aburro.

– A mí me tranquiliza, Su Alteza.

– Te va a gustar el tenis -insistió él, arrastrándola consigo.

Pero a ella no le gustó ese juego brusco, y se tropezó con la falda nueva y, casi de inmediato, se torció el tobillo cuando salió a correr una pelota impulsada por él.

– ¡Ah, si me rompí la falda no te lo perdonaré nunca! -exclamó-¡Ay! ¡No me puedo levantar! -Se encogió de dolor cuando intentó incorporarse.

El príncipe saltó sobre la red. Fue a su lado, se agachó y la levantó.

– Te llevaré en brazos hasta los departamentos de mi abuela. No te rompiste el traje, Rosamund. Si te lo hubieras roto, yo te habría comprado uno nuevo -le aseguró, galante.

– No tienes dinero -le respondió ella, atrevida.

– ¿Y tú cómo lo sabes? Claro, es mi hermana Meg que habla de más.

– Me duele el tobillo -se quejó Rosamund.

– Apoya la cabeza en mi hombro y cierra los ojos. Seguramente te lo torciste. ¿Sentiste u oíste un chasquido?

– No.

– Entonces no hay nada roto -respondió él. Se detuvo-. Eres ligera como una pluma, mi señora de Friarsgate. Me gusta la sensación de tenerte en brazos.

Rosamund abrió rápidamente los ojos.