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– Eres demasiado atrevido, mi señor príncipe -lo reprendió-. Recuerda que eres un muchachito, que tengo dos años más que tú. Es más, acabo de cumplir años.

– Ya te he dicho, Rosamund de Friarsgate, que soy joven de edad, pero tengo el cuerpo de un hombre. Últimamente creo que tengo las necesidades de un hombre. Ahora, si no me besas no daré otro paso.

– ¡Es injusto! ¡Es injusto! -exclamó Rosamund, forcejeando. Bajo el jubón, Enrique tenía espaldas amplias, y el pecho contra el que ahora ella golpeaba sus pequeños puños era ancho y firme. La mejilla de él ya no era suave, tenía la sombra de una barba.

– Un besito -lisonjeó él, con una sonrisa picara y un destello divertido en los ojos azules.

Ella suspiró. Era muy halagador, pensó Rosamund, ser perseguida así por un príncipe joven y tan atractivo.

– Uno solo -dijo por fin-. ¿Me juras que será sólo uno, Su Alteza?

– Cuando estamos sin compañía puedes llamarme Hal -murmuró él.

– No me diste tu palabra, Hal -dijo Rosamund, tratando de aparentar severidad. Él era muy apuesto. Más apuesto incluso que sir Owein.

El vio la mirada soñadora en los ojos ambarinos.

– Un beso, un dulce beso, mi señora de Friarsgate -le susurró él en el oído y la besó en los labios: las bocas se unieron con ansia.

A Rosamund le latió el corazón con fuerza. Sintió el repentino calor de los dos cuerpos. Su boca se ablandó bajo la de él. Suspiró, aflojándose contra el cuerpo del príncipe, sintiéndose segura en el refugio de esos brazos fuertes.

– Ah, qué lindo -le dijo suavemente cuando el beso terminó. -¿Otro? -la tentó él con voz baja y seductora.

– Sí -dijo ella con otro suspiro de placer y la boca de él volvió a tocar la de ella. Esta vez él pidió más. Ella sintió que él se sentaba en un banco de piedra cercano. Más cómoda, Rosamund le pasó un brazo por la espalda y le acarició el cuello. El beso se hizo más profundo. La mano de él le rozó el jubón y, al no recibir una negativa, atrevidamente comenzó a acariciarle los senos-. ¡Ah! -exclamó Rosamund, sorprendida.

– Todo está bien, querida -la tranquilizó el príncipe-. Los amantes se tocan. -Le pellizcó un pezón y la mano fue rápidamente por debajo de la camisa de ella.

Fue como si la hubiera empapado con un cubo de agua helada. Rosamund abrió bruscamente los ojos.

– ¡Nosotros no somos amantes! -exclamó-. ¿Y qué sabes tú de esas cosas, Hal? -Forcejeó para adoptar una posición más defensiva, mientras le apartaba la mano de debajo del jubón.

– ¿Tú piensas que yo soy virgen como tú, mi adorable señora de Friarsgate? -le preguntó el príncipe-. Señora, monté mi primera mujer el día que cumplí once años. Fue un regalo que me hicieron Brandon y Neville. -Le sonrió-. Me gusta una buena cópula con una compañera dispuesta.

– ¿Cómo supiste qué hacer? -le preguntó Rosamund, fascinada a pesar de sí misma. De no haber sido por el tobillo se habría levantado de las rodillas de él y se hubiera ido.

– Mis amigos me encontraron una prostituta limpia y libre de enfermedades, lo que no es tarea fácil, que fuera al mismo tiempo habilidosa y comprensiva. Ella me dijo que era un honor ser mi primera amante y me guió, muy alegremente, por el sendero de Eros. Yo aprendí rápido. Y me gustó mucho probar mis nuevas habilidades en quienquiera que esté dispuesta a unirse a mí en mi búsqueda de placer.

– Los hombres tienen suerte.

– ¿Por qué? -preguntó él, curioso.

– Pueden practicar las habilidades de amantes antes de casarse.

Ninguna muchacha respetable podría hacer lo mismo. Y una vez que se casa, una mujer tiene que permanecer virtuosa mientras que su esposo puede tener otras mujeres para su placer. A mí me parece injusto, ¿a ti no?

– Pero una buena mujer, en especial la esposa o las hijas de un hombre, tiene que ser virtuosa siempre -respondió el príncipe, con recato-. Solo las prostitutas y las cortesanas pueden divertirse con amantes.

– ¿Tú no me consideras una buena muchacha, Hal? -le preguntó Rosamund, inocentemente.

– Claro que eres buena -se apresuró a responder él.

– ¿Entonces por qué intentas seducirme y arruinar mi reputación, Hal? Algún día debo casarme. ¿Quién querrá a una muchacha con la reputación manchada? ¿Una muchacha considerada camino abierto para los hombres? Pues si yo te permitiera hacer conmigo lo que quieres, después alardearías de haberlo hecho, y tus amigos querrían también mis favores -dijo Rosamund, para terminar.

Él se ruborizó, con culpa.

– Tú aceptaste -dijo, enfurruñado.

– Tú me pediste un beso -dijo ella, suavemente-. Un beso.

– Es que tus labios son muy dulces, señora de Friarsgate -dijo él, a modo de disculpa.

Antes de que Rosamund pudiera responderle, oyeron otra voz. Una muy conocida.

– Ah, Su Alteza, aquí están. Tu padre ha llegado de Londres y desea verte -dijo sir Owein Meredith. Su mirada parecía extraña, pero su tono era el de un buen servidor.

– La señora se torció el tobillo -se apresuró a explicar el príncipe, se puso de pie, todavía cargando a Rosamund. Entonces, la entregó a sir Owein-. Por favor, llévala a mi abuela con mis disculpas. -Se dispuso a retirarse, pero se arrepintió y se volvió a ellos-. ¿Mi padre está en su gabinete privado?

– Sí, Su Alteza -respondió sir Owein.

Sin más, el príncipe se fue rápidamente.

– ¿No puede caminar? -preguntó sir Owein.

Rosamund asintió, con las mejillas calientes de la vergüenza. ¡Haber sido sorprendida en una posición tan comprometida con el príncipe Enrique!

– ¿Cómo sucedió? -preguntó sir Owein caminando hacia el palacio con su bonita carga.

– En el campo de tenis -logró decir Rosamund-. Me caí tratando de pegarle a una pelota.

– El tenis es un juego demasiado brusco para una señora -dijo sir Owein.

– Creo que estoy de acuerdo. ¿Vino con el rey?

Él asintió.

– Me ha asignado a la casa de la condesa de Richmond. Dice que ahora que no está la reina, él ya no necesita tanto personal. Está muy melancólico y parece que la extraña cada día más. Me retiene en razón de mis prolongados servicios para la casa de Tudor, porque soy gales. Si no fuera por eso, me devolvería a mi familia, como ha sucedido ya con muchos otros.

– ¿Ellos se alegrarían de verlo? -le preguntó ella.

Él rió y el sonido de su risa fue amargo.

– No lo creo, a menos que fuera con riqueza. Hace tanto tiempo que no veo a ninguno de ellos que dudo de que pudiera reconocerlos.

– Es triste. Yo sería muy desdichada si no tuviera a nadie que me esperara en mi hogar.

– El lugar donde nací hace mucho que no es mi hogar, desde los seis años. No lo recuerdo en absoluto. Pienso más en el castillo Caernavon, que era el asiento de sir Jasper, como mi casa. Y ahora bien, lady Rosamund, no debería besarse ni acariciarse con el príncipe Enrique.

– ¡Señor! -dijo ella, tratando de parecer ofendida.

– No puede negarlo -dijo él, con una risita-. Mi dulce Rosamund de Friarsgate, hablo por su propio bien. Si espera que le den un esposo puede permitir que se manche su buen nombre.

– Todo lo que quería era un beso -murmuró Rosamund-. Un beso no es un crimen.

– Ahora escúcheme, niña -dijo sir Owein, severo-. El príncipe Enrique ha estado toqueteando criadas desde que se puso los pantalones. Cuando cumplió los once sus amigos le entregaron una prostituta. Fue un secreto a voces en toda la Corte. El príncipe ha seguido en ese camino. Le gustan las mujeres. ¿Un solo beso? ¡Tenía la mano en su pecho, Rosamund! Le aseguro que pronto estaría acostada de espaldas. Al príncipe le fascina la conquista. No le importan las consecuencias, porque para él no las habría, excepto una posible dosis de gonorrea.

– ¡Señor! – Otra vez le ardían las mejillas.

– Es una virgen de buena familia y reputación, Rosamund, pero el príncipe la seduciría sin importarle su futuro. ¿Y si quedara encinta, muchacha? La enviarían a su casa deshonrada, y no me cabe duda de que la darían en custodia a su tío Enrique. ¿Es eso lo que desea, Rosamund?