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– No -dijo ella, con suavidad-. Me juzga mal, señor. No soy tan tonta como para no darme cuenta, pese a toda mi inexperiencia, de cuándo un muchacho quiere jugar conmigo. Ya había reprendido al príncipe y él había interrumpido su comportamiento impropio. No hacía falta que me rescatara.

– Llegué hasta ustedes por casualidad -le respondió sir Owein-. Así que entonces adivinó sus intenciones, ¿eh?

– Una muchacha puede ser pura, pero no obstante reconocer lo impuro. Tengo en mucha estima mi reputación, pero nunca antes me había besado un enamorado. Quería saber cómo era -explicó ella.

– ¿Y le gustó el beso del enamorado? -preguntó él.

– Sí, fue muy agradable, señor. El corazón me latió fuerte, e incluso pensé que iba a desmayarme del placer que se apoderó de mí. No tiene nada de malo, ¿no? Me imagino que otras muchachas han hecho lo mismo y no han quedado deshonradas.

Habían llegado a la puerta de los departamentos privados de la condesa de Richmond. Había un criado junto a la puerta. De inmediato la abrió, impasible, para dar paso a sir Owein con Rosamund en brazos

– ¡Santo cielo! ¿Qué le pasó a Rosamund? -exclamó la Venerable Margarita cuando entraron en su sala diurna.

– Me caí, señora, y me torcí el tobillo. Sir Owein tuvo la gentileza de traerme -explicó Rosamund.

– Bájela, sir Owein, y veamos ese tobillo. Señoras, sir Owein ha vuelto a mi servicio. Sé que todas ustedes estarán encantadas.

Él dejó a la muchacha. Rosamund se levantó la falda delicadamente para mostrar el tobillo, que estaba muy hinchado y se ponía púrpura y amarillo. Hizo una mueca de dolor cuando él le tocó la piel.

– Ay -dijo la condesa, sacudiendo la cabeza-. Tendrás que quedarte adentro unos cuantos días, niña, hasta que baje la hinchazón. Ah, aquí está tu Maybel. Ella te pondrá emplastos. Sir Owein, lleve a lady Rosamund a su cama ahora, y que su criada la atienda.

Maybel mostró el camino y le dijo a sir Owein que dejara a Rosamund en una silla en el dormitorio que compartía con la princesa Tudor.

– ¿Me traería un poco de agua caliente, señor? -le preguntó Maybel al caballero-. La necesitaré para hacer el emplasto de mi señora.

Él asintió y salió.

– Estabas con ese joven príncipe sinvergüenza, ¿verdad? -le dijo Maybel-. No me lo niegues. La princesita te vio salir con él.

– Fuimos a jugar al tenis -respondió Rosamund.

– Tú no juegas… al tenis ese -dijo Maybel, enojada.

– Se juega con una pelota -explicó Rosamund-. Me caí y me torcí el tobillo tratando de devolverle una pelota al príncipe.

– No me parece algo apropiado para una joven dama, en especial si tienes que andar corriendo como una marimacho -dictaminó Maybel. Fue de un lado al otro de la pequeña habitación, buscando en el baúl las hierbas que necesitaría para el emplasto del tobillo de Rosamund.

Apareció una criada con el agua caliente.

– Me envió sir Owein. ¿Necesitará algo más?

– No; está bien con esto -respondió Maybel. Entonces, se puso trabajar para hacer la venda del tobillo de su señora. Mientras las Verbas se maceraban en el agua caliente, Maybel ayudó a Rosamund quitarse el vestido y meterse en la cama. Empapó un pedazo de lienzo en el agua, colocó el emplasto sobre el miembro hinchado y lo envolvió Puso una pequeña almohada bajo el tobillo de Rosamund-. Te traeré un poco de sopa.

– ¡Pero tengo hambre! -gimió Rosamund-. ¡Quiero carne, Maybel!

– Veré qué puedo hacer -dijo Maybel con una sonrisa y se fue.

Si Rosamund no había perdido el apetito era seguro que la herida no era grave.

Meg entró en el dormitorio.

– Estuviste con Hal. ¿Te besó? ¡Cuéntame todo, Rosamund!

– No hay nada que contar -dijo Rosamund, y bostezó.

– ¡Mentirosa! -exclamó Meg-. ¡Te besó! ¿Qué más?

– ¿Por qué crees que hay algo más que un simple beso?

– Porque conozco a mi hermano Enrique. ¡Quiero que me cuentes absolutamente todo lo que sucedió! ¡Me muero si no me cuentas! -Sus ojos azules bailoteaban de curiosidad. Tenía las mejillas sonrosadas del entusiasmo.

– Hay poco que contar -comenzó Rosamund.

Meg se inclinó hacia ella.

– Hal… dice que en privado puedo llamarlo Hal… insistió en que aprendiera a jugar al tenis. Me caí y me torcí el tobillo. Él me llevó desde el campo de tenis al jardín. A medio camino hacia los departamentos Privados de tu abuela se detuvo y me dijo que tenía que besarlo. Se sentó en un banco y me besó. Me gustó, Meg. ¡Me gustó!

– Yo anoche le permití a Richard Neville que me besara -admitió Meg-. A mí también me gustó, pero no volví a besarlo. Más que nada porque en unas semanas viajaré al norte a casarme con el rey de los escoceses. Tengo que guardar mi buen nombre. ¿Y qué más?

Para entonces Rosamund ya sabía que era inútil tratar de engañar a la princesa.

– Me tocó los senos.

– ¡Ahhh! -susurró Meg, abriendo muy grandes los ojos azules.

– Se lo impedí, por supuesto -dijo Rosamund, rápidamente-… Yo también tengo que cuidar mi buen nombre.

– ¿Cómo fue?

– No puedo explicarlo con palabras, pero me pareció que me desmayaba del placer que me produjo. -Los ojos se le pusieron soñadores con el recuerdo de esa gran mano cubriendo sus pechos pequeños. -Yo había oído que los hombres hacen esas cosas -susurró Meg-. Y otras, además -agregó, bajando aún más la voz.

– ¿Qué cosas? -Ahora fue el turno de Rosamund de sentir curiosidad.

– No lo sé, pero casi todas las mujeres que conozco parecen disfrutar de las atenciones de sus maridos. Supongo que las dos lo averiguaremos pronto -terminó diciendo, con una risa.

– Tú lo sabrás mucho antes que yo. No me casaré antes que tú, Meg, y, además, nadie me ha dicho nada de ningún marido.

– Y ahora sir Owein está otra vez en tu mundo -bromeó Meg-. ¿Fue lindo que te trajera en brazos o te gustaron más los brazos de mi hermano? Claro que Enrique no es para ti, y no podría serlo nunca, pero ¿no te gusta sir Owein? A todas las damas les gusta.

– Es agradable.

– Te traía muy delicadamente. Cuando cree que nadie lo ve te mira con ternura. Yo creo que sir Owein siente algo por ti, Rosamund. Me parece que sería un buen esposo para ti. Es buen mozo y maduro y, sin embargo, es lo suficientemente joven como para ser un amante vigoroso que pueda engendrarte hijos.

– ¡Meg! -rezongó Rosamund, pero tuvo que admitir que ella había acariciado pensamientos similares. Owein Meredith, con sus cabellos de un rubio oscuro y los ojos verdes avellana, la nariz recta y la mandíbula pronunciada, era muy atractivo. Pensó cómo sería ser besada por él. Tenía una boca de labios finos, pero grande. Y las manos eran amplias y cuadradas… ¿cómo sería sentirlas sobre sus senos? ¿Le provocarían el mismo deleite que habían dejado en su corazón virgen las manos del príncipe Enrique? y siempre había sido bueno con ella. Algunas veces le había parecido una versión joven de Hugh Cabot.

– ¿En qué piensas? -preguntó Meg.

– ¿De verdad crees que le gusto a sir Owein?

– Sí. Creo que es así. Y él se merece una esposa, una buena esposa, Rosamund. Conozco a sir Owein de toda la vida. Mi madre siempre decía que de todos los servidores de la familia él, de verdad, se había ganado el nombre de buen caballero. Mamá decía siempre que sir Owein era el hombre más honorable que ella había conocido. Y es bueno, además, algo que tú ya sabes. Es cierto que no tiene nada más que su espada, su caballo, su armadura y su buen nombre, pero, de todos modos, tú no puedes esperar un esposo con un gran nombre. ¿No preferirías tener a un hombre como sir Owein antes que a uno como tu tío? Un hombre con algo de bienes que se case contigo por tus tierras y te maltrate. Recuerdo lo que me contaste de la primera esposa de tu tío, lady Agnes. Qué triste para ella no haber conocido nunca el amor.