Para su propio asombro, Rosamund estalló en sollozos.
– Gracias a Dios que viniste. Creo de verdad que me iba a hacer daño.
– Quería quitarte tu virtud, Rosamund -fue la brusca respuesta.
– ¿Cómo lo sabes? -dijo ella, llorando, nerviosa, apretando la manta contra su pecho.
– Maybel averiguó de boca de las otras mujeres que el hombre del príncipe había estado haciendo preguntas. Después, vio al príncipe entrar en estos departamentos. Cuando lo siguió discretamente, advirtió que no había criados a la vista. Se dio cuenta enseguida de cuáles eran los designios de nuestro joven príncipe. Y salió corriendo a buscarme.
– Ah, ¿qué voy a hacer? -sollozó Rosamund-. Si ese poderoso muchacho está decidido a tenerme, ¿qué voy a hacer?
– Yo hablaré con la condesa y le explicaré lo que ha sucedido. Creo que ya es hora, Rosamund, de que te elijan esposo. Si te dan un esposo, el príncipe Enrique te dejará en paz, porque habrás perdido tu atractivo. No puede haber ningún escándalo, mi señora de Friarsgate, que involucre al príncipe, porque su futura familia política de España es muy estricta en sus códigos morales. El embajador de España vigila y protege con mucho celo la felicidad de la princesa de Aragón.
– ¿Me iré a mi casa si me dan un esposo? -dijo ella, con voz temblorosa.
– Depende del hombre que te elijan. Pero después de lo que estuvo a punto de ocurrir aquí, milady, es obvio que debes tener un esposo que te proteja.
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO 07
Inglaterra 1503-1510
A la mañana siguiente, después de misa, sir Owein Meredith fue a hablar con la condesa de Richmond, cuando ella salía de la capilla, y le dijo, en voz baja:
– Quisiera hablar en privado con usted, señora, sobre un asunto de suma urgencia.
– Lo veré después de que haya desayunado -respondió la Venerable Margarita, sin detenerse, y siguió rumbo a sus departamentos.
Sus ojos se encontraron por un segundo, él se apartó y fue a buscar a Maybel.
– ¿Te explicó tu señora lo que sucedió ayer a la tarde? -le preguntó, al encontrarla-. Tu rapidez impidió una farsa.
– Habría que azotarlo -respondió Maybel, indignada-. No me importa que un día llegue a ser rey de Inglaterra; habría que azotarlo. ¿Qué clase de hombre, joven o no, se dispone a arruinar a una muchacha inocente, señor? Yo sé que sir Hugh, que Dios lo tenga en su gloria, tuvo buenas intenciones cuando confió a mi dulce niña al rey, ¡pero cómo deseo que ya estuviéramos en Friarsgate, a salvo en casa!
– Yo la protegeré lo mejor que pueda. Se me ha concedido una audiencia privada con la condesa después de que haya comido. No le va a gustar enterarse del mal comportamiento de su nieto. Querrá culpar a Rosamund. Yo no lo permitiré. Pero ella entenderá lo difícil de la situación. Voy a sugerirle que, de inmediato, le elija un esposo a Rosamund y que la case antes de que el joven príncipe consiga seducir a la señora de Friarsgate y arruine su reputación. Rosamund es inteligente, pero también es ingenua. Me temo que, en contra de su propio juicio, se siente atraída hacia el príncipe Enrique. Es halagador para una muchacha del campo ser perseguida por un príncipe.
Maybel asintió.
– Dices la verdad, señor, pero hay otra cosa que puede llevar a su caída. Sus jugos le están bajando ya. Es cierto que está madura para un esposo y, si no es para un esposo, para un amante. Es demasiado inocente para entender que no puede evitarlo. Necesita a un buen hombre en la cama, y será mejor que sea un esposo.
Sir Owein asintió.
– Sí -dijo, y la sombra de una sonrisa se le dibujó en los labios-. No temas, Maybel, hablaré con la condesa. Tú quédate con tu señora todo lo que puedas. No la dejes sola.
– Así será, señor.
Justo pasadas las nueve de la mañana, una de las damas de la condesa fue a buscar a Owein Meredith. Lo llevó a un pequeño cuarto con paneles y un hogar en un rincón con un hermoso fuego encendido. Había dos sillas tapizadas y de respaldo alto ante el pequeño hogar y una mesa redonda entre ambas. Margarita Beaufort estaba sentada en una de las sillas, vestida de negro, como siempre, con un tocado en arco que le cubría casi toda la cabellera, blanca como la nieve. Le indicó que se sentara en la otra silla; la criada se retiró y cerró la puerta a sus espaldas.
– Siéntate y dime para qué necesitas una audiencia privada conmigo, Owein Meredith.
El caballero suspiró.
– Pido la indulgencia de Su Alteza, y también su perdón, por lo que voy a contarle, pero no puedo guardar silencio porque mi silencio conduciría a que se malograra a una muchacha inocente y a que alguien a quien usted quiere profundamente sea culpable de un crimen terrible. ¿Me daría permiso para hablar con franqueza, a sabiendas de que no emitiré un juicio sobre este tema? Simplemente deseo evitar una tragedia, estimada señora.
– Nunca has sido hombre de entrometerte en lo que no te incumbe, Owein Meredith, por lo que debo aceptar que lo que tienes que decir es serio. Te concedo mi permiso para hablar. No te haré responsable por tus palabras, sean cuales fueren. Habla.
– Su nieto, el príncipe, ha sido tentado a un acto que lo deshonraría señora. Ha habido apuestas sobre el resultado de ese acto. Charles Brandon ha dado su opinión en contrario, pero igual es fiador de las puestas. Richard Neville ha sido el principal instigador de esta maldad.
– Caramba -dijo la condesa de Richmond, con sequedad-. ¿Por qué no me sorprende que Charles Brandon sea diplomático y los Neville alborotadores? Continúa.
– El príncipe, joven y lleno de los jugos de que están llenos los jóvenes como él, cree que está enamorado de lady Rosamund Bolton de Friarsgate. Ha habido un intercambio de tímidos besos entre ambos en una ocasión. El príncipe quiere más de la muchacha, pero ella es cuidadosa de su reputación y no le dará nada. Neville y los otros han apostado a que el príncipe Enrique no puede seducir a la señora de Friarsgate. Ayer, cuando usted llevó a las princesas y sus damas al río, el príncipe sobornó a las damas que quedaron para que abandonaran los departamentos donde dormía la joven Rosamund. El príncipe entró en la alcoba de la muchacha y trató de forzarla. Solo la oportuna intervención de la criada de ella, que corrió a buscarme, salvó a lady Rosamund y su buen nombre.
– ¡Alabado sea Dios! ¡Lo haré azotar!
– Buena señora, le ruego que me escuche hasta el final. El príncipe Enrique no puede evitar que lo rebosen la vitalidad y un poco de lujuria. Es joven, y Dios es testigo de que tiene el tamaño corporal de cualquier hombre, en muchos casos incluso mayor. Está empezando a sentir los deseos de un hombre. Pero aquí es su orgullo lo que está en juego, más que ninguna otra cosa. La situación puede solucionarse de manera rápida y sencilla, pues el príncipe es de corazón honorable y, como ayer fue rechazado, probablemente haya que buscar una solución que deje intactos tanto su orgullo como la virtud de lady Rosamund.
– ¿Qué sugieres, Owein Meredith?
– Rosamund Bolton fue enviada aquí porque su tío la maltrataba y quería robarle lo que es suyo. Sir Hugh Cabot buscó proteger a su esposa. Sabía que Rosamund tenía que volver a casarse, pero no quería que la obligaran a desposarse con su primo de cinco años para que Henry Bolton pudiera apoderarse de Friarsgate. Conocí a ese hombre señora. No es honorable. Elija un esposo para Rosamund y su nieto dará un paso al costado, lo garantizo. Rosamund estará a salvo, su reputación quedará intacta y el príncipe podrá quedarse con su orgullo. Ni Richard Neville osaría sugerirle que sedujera a la prometida de otro hombre, señora. -Sir Owein se reclinó en la silla y esperó a que la condesa hablara.