Pero ¿qué pensaría Rosamund de todo esto? No porque importara en el esquema general de las cosas. Ambos estaban obligados al rey y obedecerían sus órdenes. Pero una vez más le habían arrancado a Rosamund su destino de las manos y otra persona había decidido por ella. ¿Estaría contenta de tenerlo a él por esposo o se habría interesado en algún joven de la Corte? No quería que fuera desdichada, deseaba que estuviera contenta de ser su novia porque… porque la quería. Desde el momento en que la vio por primera vez supo que la quería, y hasta ese preciso momento no había osado confesar sus sentimientos, ni siquiera a sí mismo. ¿Para qué iba a hacerlo? ¿Para después ver cómo la entregaban a otro? Pero no iban a dársela a otro, sino a él. Ahora podía liberar los pensamientos que había ahogado durante tantos meses. En su cara se dibujó una gran sonrisa.
– ¡Dios! -exclamó el hombre que estaba sentado a su lado-¡Miren, muchachos! Owein sonríe. Creo que hacía como dos años que no sonreía. Hoy estuviste dos veces con la Venerable Margarita. ¿Qué noticias hay, Owein? Han de ser buenas para que tengas esa cara.
– Tal vez murió su hermano y tiene que ir a su casa, a sus colinas galesas, y ocupar el lugar de heredero -bromeó otro hombre.
– No puedo decir nada, muchachos -dijo el caballero-, pero esta tarde compartiré mis novedades con todos. ¡Lo juro!
Rieron y volvieron a la cerveza, satisfechos, porque Owein era el más honorable de todos ellos. Por fin terminó la comida y la sala comenzó a vaciarse. Owein buscó a Rosamund, que había estado sentada con algunas de las damas de la condesa. Ya se había ido. Se levantó de su lugar y buscó a Maybel. Ella sabría cómo se sentía su ama y si seguía, ansiosa por regresar a su hogar.
Rosamund volvió con las damas de la condesa a sus aposentos. Para su sorpresa, no se veía a Margarita por ningún lado. Entonces apareció una de las criadas de la condesa y dijo:
– Nuestra señora quiere hablar con usted, milady. -La joven dejó el bordado y siguió a la criada al pequeño recinto privado donde la madre del rey llevaba a cabo sus obligaciones diarias.
– Ven, niña -dijo la condesa de Richmond.
Rosamund se detuvo ante ella e hizo una elegante reverencia.
– Cuando mi nieta vaya a casarse con el rey de los escoceses no habrá lugar para ti entre mis damas. Es hora de que vuelvas a tu adorada Friarsgate, Rosamund Bolton, pero no puedes ir sin lo que viniste a buscar. Un esposo para cuidarte y salvarte de tu tío. En el día de hoy te hemos elegido a ese esposo. Creo que te complacerá.
A Rosamund le empezó a latir con fuerza el corazón, de miedo y de entusiasmo. ¡Se iba a casa! ¡Con marido! y esta vez el hombre que le habían elegido sería su marido en todo sentido. Ya no era una niña. Era mayor que la madre del rey cuando dio a luz a Enrique Tudor.
– Bien, niña, ¿no tienes nada que decir? ¿No sientes la menor curiosidad por saber quién es el hombre?
– ¿Importa, señora, que sienta curiosidad o no? El asunto fue decidido, mi futuro también, y aceptaré la voluntad del rey -respondió Rosamund, que se daba cuenta de que si bien ella siempre supo que ese sería el resultado de su estadía en la Corte, la irritaba un poco que ni siquiera la hubieran consultado.
La madre del rey rió bajito.
– Tienes espíritu, niña, y eso es bueno.
– Señora, pido perdón si la he ofendido -dijo Rosamund, arrodillándose ante Margarita Beaufort y poniendo sus manos en las de la condesa-. Es que… es que… -No pudo terminar la frase.
– Es que esperabas tener alguna influencia en esta decisión, Rosamund Bolton. Lo entiendo. Sin embargo, cuando te diga a quien ha elegido mi nieta para esposo tuyo, tal vez tu corazón se aligere.
– ¿Lo eligió Meg? -Rosamund estaba asombrada.
– La reina de los escoceses se dio cuenta de que, una vez que ella se haya ido, tú te quedarás muy sola. No tienes un lugar propio aquí en la Corte, y tu esencia está en Friarsgate, ¿no es verdad?
– Sí, señora.
– Al ser ese el caso, es hora de que regreses, pero no podemos mandarte de vuelta sin lo que deseaba para ti sir Hugh Cabot. Un buen hombre que sea tu esposo, el padre de tus hijos, para que mantenga Friarsgate seguro y próspero. Hay muchos jóvenes aquí en la Corte que con gusto aceptarían por esposa a una heredera bonita y joven como tú. Hombres de poderosas familias del norte cuya lealtad deseamos asegurar. Pero mi nieta no cree que podamos comprar tales lealtades. Considera que debemos poner en Friarsgate a un hombre cuya lealtad para con la Casa de Tudor sea absoluta e incuestionable. Tú lo conoces. Es sir Owein Meredith.
El corazón de Rosamund pareció elevarse en su pecho. Sonrió, y su alivio fue obvio.
– Dijo que me complacería, señora, y por cierto que me complace. Sir Owein es un buen hombre, y somos amigos.
– Los amigos -observó la madre del rey- son los mejores esposos, niña mía. Yo he tenido tres esposos, de modo que domino el tema. Ahora, levántate y sal al jardín privado, donde encontrarás a sir Owein esperándote. Se están redactando los papeles del compromiso, que serán firmados antes de que mi nieta salga hacia Escocia. Puedes casarte en Friarsgate, con tu gente, pero viajarás con la reina de los escoceses hasta tu hogar.
Rosamund tomó las manos de la condesa y se las besó.
– Gracias, señora -dijo. Se incorporó, sacudiéndose la falda. ¿Puedo hablar de esto con Maybel? ¿Puedo darle las gracias a Meg?
– Puedes contarle a quien quieras, niña. El rey anunciará formalmente tu compromiso esta noche en la sala. Después de todo, tú eres su eres su pupila Creo que la Corte tiene que saber de este feliz acontecimiento entre uno de nuestros viejos servidores y la señora de Friarsgate.
– Gracias, señora -volvió a decir Rosamund. Hizo una reverencia y salió a toda prisa de la pequeña sala privada de la condesa. En el saloncito matinal encontró a Maybel remendando una de sus camisas-. ¡Me voy a casar! -dijo, en voz baja, inclinándose, para que no la oyera nadie más que Maybel-. ¡Con sir Owein! ¡Pronto nos iremos a casa, queridísima Maybel!
– ¡Alabado sea Dios, por ambas cosas! -dijo Maybel, y una sonrisa le iluminó el rostro-. Me alegraré mucho de ver a mi Edmund.
– Ahora voy a encontrarme con él en el jardín privado. ¿Tengo la cara limpia? ¿Estoy peinada? -preguntó, ansiosa.
– Ese hombre te querría descalza y en camisa, muchacha, pero sí, estás prolija. Ve y dile a sir Owein que me alegro mucho de que vayas a llamarlo esposo.
A Rosamund le latía con fuerza el corazón mientras cruzaba la sala de día y el corredor. Ya casi había llegado a la puerta del jardín cuando de las sombras apareció el príncipe Enrique.
– ¿Adónde vas, bella Rosamund? -preguntó, cerrándole el paso-. Ven, amor, y dame un beso para demostrarme que no estás enojada por la impetuosidad de mi juventud el otro día.
– Voy a casarme, Su Alteza -dijo Rosamund, altiva-. Por favor, permíteme pasar. Tu abuela me envió a encontrarme con mi prometido en el jardín, y él me espera.
– Un beso, mi linda doncella -insistió el príncipe. ¿Que iba a casarse? ¿Cómo diablos podría seducirla ahora? No sería honorable seducir a la prometida de otro hombre.
– Si Su Alteza no se hace a un lado -dijo Rosamund, enojada-, gritaré llamando a la guardia.
– ¡No lo harás! -dijo él, nervioso.
Rosamund abrió la boca y gritó a todo lo que le daban los pulmones. De inmediato, el corredor estuvo lleno de hombres armados.
– ¿Qué sucede, milady? -preguntó el que llegó primero.
– Ah -dijo Rosamund, inocente-. Me pareció ver una rata. Era muy grande. Lamento haber causado dificultades. -Le sonrió dulcemente al guardia más próximo, pasó junto a él y abrió la puerta para salir al jardín.