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– Qué suerte que tienes que te vas a tu casa -le dijo Kate a su compañera-. Yo a veces deseo poder volver a mi hogar.

– No desesperes. Estás destinada a ser la reina de Inglaterra algún día, y así será.

– Tu confianza me avergüenza. Debo ser fuerte, lo sé, pero a veces tengo tanto miedo…

– Si tienes miedo, querida Kate, nadie se ha dado cuenta, y por cierto que yo no se lo diré a nadie -sonrió.

La princesa de Aragón rió.

– No te pareces a nadie que haya conocido, Rosamund. Eres franca y honesta, y tienes muy buen corazón. Lamento que te vayas. Tengo pocos amigos aquí.

– No importa si estoy aquí o en Friarsgate, querida Kate. Soy tu amiga y siempre seré leal a ti. -Se arrodilló y le besó la mano.

La joven Catalina de Aragón sintió que las lágrimas le hacían arder los ojos. Parpadeó para disimularlas y dijo:

– Te recordaré, Rosamund Bolton de Friarsgate. Tus palabras amables y tu promesa me ayudarán a fortalecer mi espíritu. Te ofrezco mi gratitud por tu amistad, porque no tengo nada más que ofrecerte. Vaya con Dios, mi amiga [2].

El 8 de julio, Margarita Tudor se despidió de su padre y de su abuela y de muchos miembros de la Corte. Estaría bajo la protección del conde de Surrey, un soldado famoso por su represión de los ataques a la frontera. La condesa de Surrey actuaría como chaperona y consejera de Margarita. El embajador escocés, el obispo de Moray, acompañaba al séquito de la novia, y el heraldo de Somerset, John Yonge, fue elegido para escribir la crónica de todo el viaje para la posteridad.

Cuando el séquito real inició su marcha, el conde de Surrey comenzó a cabalgar con un grupo de sus hombres armados. Lo seguían, en el orden establecido, los señores, los caballeros, los escuderos y los alabarderos. El hombre designado para ser el portaestandarte de Margarita Tudor, sir Davey Owen, siempre precedía a su joven señora Montada en una yegua blanca como la nieve, la joven reina de los escoceses lo seguía, ataviada, alhajada y vestida magníficamente cada día. Su maestro de la cabalgadura la seguía, llevando una yegua de reserva. En caso de que Margarita se cansara de cabalgar había una litera que portaban dos caballos espléndidos.

Detrás de Margarita iban sus damas y los escuderos de estas. Todos montaban caballos soberbios. Las mujeres mayores viajaban en carruajes sin resortes, cada uno de ellos arrastrado por seis hermosos caballos zainos. Detrás de los equinos seguía el resto de las mujeres, Rosamund entre ellas. Owein, por supuesto, iba con los caballeros, al principio de la procesión. Fueron momentos de soledad para Rosamund, porque no conocía a casi ninguna de las mujeres que acompañaban a Margarita Tudor. Algunas eran parte de la Corte, pero estaban las que se unían solo para ser parte de esa ocasión histórica y otras se sumaban en el camino. No había mucha oportunidad de conversar en medio del desfile de la comitiva real. En cierto sentido, ellos eran un espectáculo para la plebe.

Cuando entraban en cada ciudad y pueblo, se ponían al frente de la procesión los percusionistas con sus atabales, y los trompetistas y los juglares para anunciar con música y canciones la llegada de la joven reina de los escoceses. Todos los habitantes se vestían con sus mejores ropas, mostrando las divisas y las armas de sus propias casas o las de sus amos. A veces, Margarita iba en su palafrén, vestida con el traje de terciopelo rojo adornado con pampilion negro azabache, una piel similar a la del cordero persa. Había sido uno de los últimos regalos que le había dado Isabel de York, su madre, antes de morir. El palafrén estaba magníficamente enjaezado con un manto de malla de oro que mostraba las rosas rojas de Lancaster. En otras ciudades, Margarita entraba sentada dentro de su litera, de la que pendían paños de malla de oro bordeados con terciopelo negro y joyas.

A lo largo de toda la ruta (el viaje duraría en total treinta y tres días) la gente salía a ver a la princesa Tudor, a vivar a la joven reina de los escoceses. Cuando pasaban por los diversos distritos, los señores locales y sus esposas se unían a ellos. Algunos para completar el camino hasta Escocia, otros para acompañar un día o dos a la gran procesión.

En Grantham, la novia fue recibida por el alguacil de Lincoln. Un grupo de frailes salió de la ciudad cantándole himnos. La joven reina desmontó para arrodillarse ante la cruz que le presentaron y besarla. El alguacil de cada condado cabalgaba con ella hasta el siguiente, salvo el de Northampton, que siguió hasta Yorkshire. La comitiva de la novia pasó por Doncaster, Pontefract y Tadcaster. Los caminos estaban bordeados de gente que la vivaba y le gritaba sus buenos augurios.

El conde de Northumberland, el afamado Harry Percy, se unió a la procesión. La magnificencia de su traje era espectacular. Para el encuentro con Margarita vestía terciopelo rojo con mangas con piedras preciosas y botas de terciopelo negro con espuelas de oro. La procesión se engrosaba cada vez más, pues muchos querían acoplarse a ocasión tan histórica. Al aproximarse a York, se envió a un jinete adelantado para avisar al alcalde de la ciudad que la procesión de la reina de los escoceses había crecido tanto que sería imposible pasar por las puertas de la ciudad. Como respuesta, el alguacil demolió parte de los antiguos muros. Las campanas tocaron con alegría y las trompetas ejecutaron una fanfarria en el momento en que Margarita Tudor entró en la antigua ciudad por el ancho boquete creado para ella. De cada ventana asomaba la gente, curiosa, a darle la bienvenida. Las calles estaban tan atestadas de gente que la joven reina pudo llegar a la catedral de York, donde la esperaba el arzobispo, dos horas después.

A la mañana del día siguiente, domingo, Margarita asistió a misa vestida con traje de oro y con el cuello resplandeciente de piedras preciosas. Fue una de las contadas ocasiones en que Rosamund pudo reunirse con su prometido y con Maybel. Estuvieron juntos, vestidos con sus mejores trajes, en la atiborrada catedral. Como había tanta gente que quería ingresar en la casa abierta del arzobispo, los tres se escaparon a encontrase a la vera del río y comer pan y queso.

– Ni en mis sueños más delirantes habría imaginado que pasaría por experiencias como estas. El viaje, aunque interesante, es agotador. No sé cómo lo soporta Meg, pero la condesa de Surrey dice que yo no soy digna de acompañar a la reina de los escoceses. Espero tener oportunidad de despedirme de ella -dijo Rosamund.

– Dejaremos la procesión en Newcastle -dijo Owein-. Alégrate de que no acompañaremos a la novia hasta Escocia, mi amor. Si te parece que ahora la procesión es agotadora, no te imaginas lo que será cuando cruce la frontera y los escoceses comiencen a sumarse a la comitiva -Rió-. Casi valdría la pena continuar para ver cómo se pelean todos por ganarse un lugar cercano a la nueva reina.

– Bien -dijo Maybel-, para mí, nuestro viaje a casa nunca será demasiado pronto. Nosotras, las criadas, dormimos en pajares y graneros, donde sea que consigamos echarnos.

– Lo mismo sucede con los caballeros y alabarderos del rey -admitió Owein.

– A mí me salvó la intervención de Meg con esa arrogante condesa de Surrey -dijo Rosamund-, aunque he dormido más en el suelo de las mansiones que visitamos que en otra parte. Hasta el camastro de paja de un convento será una mejoría.

– Entonces, estamos de acuerdo -dijo Owein, bromeando con las dos mujeres-, todos seremos felices cuando volvamos a estar en casa, en Friarsgate.

– ¡Sí! -dijeron ellas a coro, y los tres rieron.

Maybel se levantó.

– Necesito mover un poco mis viejos huesos. Llámenme cuando quieran volver al bullicio.

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[2] En español en el original.