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Edmund observó cómo los dos jinetes desaparecían del otro lado de la colina. Se volvió y entró en su casa, para ordenar. Por la mañana regresaría a atender sus deberes como administrador de Friarsgate. Él y Hugh, juntos, le enseñarían a Rosamund todo lo que debía saber para manejar sus tierras cuando ellos ya no estuvieran para hacerlo.

Friarsgate se había debilitado con la administración de Henry Bolton. Ahora, con su nuevo lord, volvió a ser el lugar feliz que era en tiempos de los padres y abuelos de Rosamund. En la víspera del Día de Todos los Santos, que era también la fiesta de san Wolfgang, a la caída del sol se encendían fogatas en todas las laderas. En la sala de Friarsgate se colocó un candelabro alto y grande en el medio del recinto. Se colgaron guirnaldas de hojas verdes con manzanas en toda la habitación para decorarla. El punto más importante de la comida era el crowdie, un postre dulce de manzanas con crema que se repartía entre quienes compartían la mesa. Dentro del crowdie se habían escondido dos anillos, dos monedas y dos canicas.

– ¡Tengo una moneda! -gritó Rosamund, entusiasmada, entre risas, y sacó el penique de la cuchara.

– ¡Yo también! -exclamó Hugh-. Entonces, esposa, si la leyenda es correcta, seremos ricos, aunque yo ya lo soy contigo.

– ¿Qué te tocó, Edmund? -le preguntó la niña a su tío.

– Nada -dijo él, riendo.

– Pero eso significa que tu vida estará plagada de incertidumbre -dijo Rosamund. Y hundió la cuchara en el plato común del crowdie-. ¡Te voy a encontrar el anillo!

– Ya está casado conmigo -le recordó Maybel a su pupila-. Deja el anillo para las muchachas de la cocina, que disfrutarán de lo que quede, mi pequeña lady.

– ¿A ti te tocó algún premio? -le preguntó Rosamund a su nodriza.

– La canica -admitió Maybel.

– ¡No! ¡No! -gritó la pequeña-. ¡Eso significa que tu vida será solitaria, Maybel!

– Bien, no ha sido para nada solitaria hasta ahora. Debo cuidar de ti, y tengo a mi Edmund. De todos modos, son todas pamplinas.

Escoltada por su esposo, Rosamund salió al aire libre para repartir manzanas frescas de una canasta de mimbre entre sus arrendatarios, reunidos en torno a la fogata por la víspera del Día de Todos los Santos, en la ladera de la montaña. Se creía que en esa época del año las manzanas traían buena suerte. Las frutas de Rosamund se recibieron con inclinaciones, reverencias y el agradecimiento de la gente de Friarsgate.

Al día siguiente era la celebración de Todos los Santos, en honor a todos los santos, conocidos y desconocidos. El 2 de noviembre, se conmemoraba el Día de los Fieles Difuntos. Los niños de Friarsgate iban cantando, de puerta en puerta, y se los recompensaba con "tortas de difuntos", que eran pequeños postres de harina de avena con trocitos de manzana. El noveno día del mes, Rosamund organizó una pequeña fiesta sorpresa para celebrar el cumpleaños de su esposo. También le regaló un broche de plata decorado con un ágata negra que había pertenecido a su padre y a su abuelo.

Hugh miró el broche en su envoltorio de delicada lana azul. Nunca en toda su vida, ni una sola vez en sus sesenta años, le habían obsequiado nada. Miró a la niña que ahora era su esposa y se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Pero, Rosamund -dijo, con un nudo en la garganta-, nunca me regalaron nada tan fino como esto. -Se agachó y le dio un beso en la rosada mejilla-. Gracias, esposa mía.

– Ay, me alegro mucho de que te haya gustado. Maybel me dijo que te agradaría. Es para tu capa, Hugh. ¡Va a quedar tan lindo!

Dos días después celebraron, con ganso asado, el Día de San Valentín. El veinticinco de noviembre observaron el Día de Santa Catalina con tortas de Cathern, hechas con forma de rueda, y con "lana de cordero", una bebida espumante servida en un cuenco de Cathern. Después, en la sala, bailaron en ronda. Hacía tiempo que se había levantado la cosecha, y muchas ovejas y vacas gestaban crías que nacerían en los meses siguientes.

La temporada navideña se extendía desde el 24 de diciembre hasta el 5 de enero. Era la época más feliz de la vida de Rosamund de la que ella tuviera recuerdo. No había noticias de su tío Henry. En la sala, noche y día ardía un inmenso leño de Navidad. Se colgaban ramas verdes, muérdago y ramas de acebo. Se encendían doce candelabros para la Noche de Epifanía. En todas las comidas se servían doce platos. Había un brindis conmemorativo para cada día y las comidas dulces se apreciaban especialmente. Se servían trigo con leche, azúcar y huevos, pastel de frutas y budín, aunque la comida preferida de Rosamund eran las muñecas de Navidad, que estaban hechas de masa de jengibre.

El regalo de Rosamund a cada familia arrendataria fue un permiso para cazar conejos todos los sábados del invierno. Como la cosecha había sido buena, los graneros de piedra de Rosamund estaban llenos, y también podría dar de comer a los habitantes de Friarsgate durante la temporada de frío. Una vez por mes se distribuía el grano que se llevaría al molinero para hacer la harina. En el sótano, había canastas con cebollas, manzanas y peras, y colgaban zanahorias y remolachas de las vigas.

El 5 de enero era el último día de la fiesta de Navidad, y se lo conocía como la Noche de Epifanía. Rosamund y Hugh presenciaron la actuación de seis bailarines de la aldea disfrazados de bueyes, con cuernos y campanillas. Cuando terminó la presentación, Rosamund eligió a uno como "el mejor animal". Entre risas, le puso sobre los cuernos una dura torta de avena en forma de aro. Entonces, el mejor animal trataba de quitarse su recompensa, mientras Rosamund y Hugh discutían acaloradamente si la torta caería por delante o por detrás del bailarín. Al fin, la torta salió volando del cuerno del animal y se desplomó sobre la mesa de la joven dama de Friarsgate, justo delante de ella. Rosamund estalló en una carcajada y aplaudió.

– ¡Bravo! -exclamó, mientras los bueyes se fueron bailando de la sala.

Cuando terminó la comida, el señor y la señora de Friarsgate se levantaron con sus copones y salieron a la noche clara y fría. En el cielo negro, las estrellas brillaban, plateadas, azules y rojas. Delante de la casa había un gran roble añoso con ramas en todas direcciones. Se decía que cuando se construyó la casa, doscientos años atrás, el roble ya estaba allí. Las copas de la pareja tenían sidra y ellos habían llevado tres pedazos pequeños de torta de especias. Rosamund y Hugh bebieron a la salud del viejo árbol, después comieron uno de los trozos del postre entre los dos y le ofrecieron los otros dos al árbol. Entonces lo rodearon, cantaron una antigua melodía y derramaron el resto de la sidra en las raíces nudosas que afloraban de la tierra dura.

– ¡Es la mejor Noche de Epifanía que he pasado jamás! -dijo Rosamund, feliz.

– Sí -dijo Hugh, caminando junto a su joven esposa cuando volvieron a la sala-, también para mí, muchachita.

Habían llegado los meses de invierno. Rosamund se preparó para aprender a leer y escribir. Con infinita paciencia, Hugh mismo le enseñó, haciendo las letras con un trozo de carbón sobre un pedazo de pergamino. Para sorpresa de él, ella era zurda, algo muy poco común. Siguiendo las instrucciones de su esposo, copiaba cuidadosamente las letras una y otra vez, y decía sus nombres en voz alta. Se tomaba muy en serio su tarea y enseguida se convirtió en una muy buena alumna. Al mes, ya sabía el alfabeto de memoria y podía escribir las letras con toda prolijidad. Luego, él le enseñó a escribir su nombre. Ella quedó encantada cuando lo vio por primera vez, las letras extendidas sobre el pergamino gastado. Rápidamente comenzó a aprender a escribir otras palabras, y para fines del invierno empezó a leer.