– Se va para dejarnos solos -dijo Owein.
– Sí -dijo Rosamund, sonriéndole-. ¿Tú de verdad piensas en Friarsgate como tu casa, Owein?
– Sí, es extraño, pero sí -admitió él. Le tomó la mano, se la llevó los labios y comenzó a besarle los dedos, uno a uno-. Me gustó desde el principio, tanto como su dueña.
– Ahora eres tú el que está coqueteando, señor. Y me gusta, Owein.
– Es que tengo algo más de experiencia que tú en el arte del cortejo. Sabes que nunca pensé en tener una esposa a quien querer, ni albergué esperanza de que me diera hijos. Como te dije, he coqueteado con mujeres, pero esto es diferente. Antes no me importaba si la mujer me quería, pero ahora sí. -Rió, nervioso-. Rosamund, creo que mi corazón ha caído de rodillas ante ti. Siento que en tu presencia pierdo el coraje, que tengo miedo.
– Pero ¿a qué podrías temerle? -exclamó ella, tendiendo las manos hacia él, como para consolarlo.
– Se me ha dado un gran regalo con tu persona, Rosamund. Quiero que seas feliz; pero, ¿sé yo cómo hacer feliz a una mujer, a mi esposa?
– Owein -lo tranquilizó ella, conmovida por la vulnerabilidad de este hombre fuerte-. Soy feliz. ¡Te lo juro! Mi matrimonio contigo es el primer matrimonio verdadero que tendré. John Bolton y yo éramos criaturas. Mi querido Hugh fue un abuelo más que un esposo y, de todos modos, yo era demasiado joven. Ahora no soy demasiado joven, ni tú eres demasiado viejo. Somos amigos y nos sentimos bien juntos. La amistad es importante entre marido y mujer, según me dijo la Venerable Margarita. Confío en ella. Creo que estamos empezando mejor que muchos.
– Pero, mi amor, hay más en el matrimonio que la amistad -dijo él, con suavidad.
– Sé que hay pasión. Qué hermoso llegar a explorar ese aspecto de mi naturaleza con mi mejor amigo, Owein. Tú llevarás la delantera y yo te seguiré. Tal vez aprendamos a amarnos, pero, si no es así, seguramente nos respetaremos.
Él sacudió la cabeza, asombrado por las palabras de ella.
– Razonas como un abogado londinense -bromeó, con ternura Eres joven e inexperta, pero, ¡alabado sea Dios, mi amor, qué sabia eres!
Estiró el brazo, apoyó la palma en la nuca de ella y la acercó para besarla en los labios.
– ¡Mmmm… Me gustan tus besos, Owein Meredith. Son deliciosos. No tienen nada que ver con los del príncipe Enrique, que parecen exigirle todo a una muchacha, en especial eso que ella no debe conceder -Rosamund se inclinó hacia él y lo besó con entusiasmo.
Luego de unos momentos sin aliento, él interrumpió el abrazo y dijo:
– Quiero que apenas lleguemos a Friarsgate se celebre el matrimonio por iglesia, Rosamund. Creo que no puedo esperar para amarte, prometida mía.
– ¿Por qué debemos esperar? -le preguntó ella, con franqueza-. Estamos formalmente comprometidos. Es legal si decidimos disfrutar el uno del otro, ¿no?
– No quiero apresurar mi primera unión contigo, mi amor, y en esto quisiera que confíes en mi prudencia. Además, cuando por fin lo hagamos, será en nuestra propia alcoba, no a la orilla del río, donde cualquier campesino ruin puede encontrarnos. -Le tomó la barbilla entre pulgar e índice-. La primera vez tiene que ser perfecta para ti, Rosamund, porque para mí será perfecta, hermosa novia mía.
¡Dios santo! Este hombre le hacía salir el corazón del pecho cuando decía cosas como esas. Se le entrecortaba la respiración y la cabeza le giraba con un placer esquivo que no alcanzaba a comprender, pero que disfrutaba.
– Owein Meredith -dijo, bromeando-, creo que ya comenzaste a seducirme, y me agrada mucho.
La tarde se había convertido en un idilio, pero debía terminar. Maybel volvió de su paseo y los tres regresaron al séquito. Margarita Tudor salió de York el 17 de julio, con dirección a Durham. Allí asumiría el cargo un nuevo obispo. La comitiva se quedó tres días, como huésped del obispo, que ofreció un enorme banquete para todos los que quisieran concurrir, y su mansión rebosó con todos los invitados que asistieron, cada cual ansioso por ver y ser visto.
Luego viajaron a Newcastle, donde la joven reina de los escoceses hizo otra entrada triunfal en la ciudad. La recibió, a las puertas de la ciudad, un coro de niños de rostros frescos que le cantaron felices himnos de alegría. En el muelle del río Tyne los ciudadanos se treparon a la arboladura de las naves atracadas para apreciar mejor la maravillosa exhibición pública. Esa noche, la joven reina descansó en el monasterio agustino, en la ciudad. Allí Rosamund fue a despedirse de su amiga.
Cuando la oficiosa condesa de Surrey trató de impedirle la entrada a Rosamund en las habitaciones de la reina, Tillie, la fiel servidora de Margarita Tudor desde su nacimiento, dijo, osada:
– Es lady Rosamund Bolton, la heredera de Friarsgate, que ha sido la queridísima compañera de mi señora desde hace meses. Es muy estimada por la reina de los escoceses y por la condesa de Richmond, como lo fue de nuestra querida reina, que Dios la tenga en su gloria. Mañana esta señora abandonará el cortejo con rumbo a su casa, con su prometido, sir Owein Meredith. Mi señora querrá verla antes de que parta, señora. -Esto último lo dijo con marcado énfasis.
– Ah, está bien -dijo la condesa de Surrey, derrotada-. Pero no te quedes demasiado tiempo con Su Alteza, lady Rosamund.
Rosamund hizo una reverencia.
– Gracias, señora, por su bondad -dijo, con inocente malicia.
– Bien, al menos tiene modales -dijo la condesa, frunciendo la nariz, mientras Rosamund desaparecía en los departamentos de Margarita Tudor. Tillie ahogó una carcajada.
– ¡Meg!
– ¡Ay, Rosamund! -exclamó Meg-. Tenía miedo de que esa vieja arpía no te dejara entrar a verme antes de que nos abandonaras. -Las dos muchachas se abrazaron.
– Gracias a tu Tillie. Es una arpía mucho más feroz que la condesa de Surrey -dijo Rosamund, riendo-. Se te ve cansada, Meg. -Tomo la mano de su amiga y se sentaron juntas.
– Así es, pero no puedo dejar que se note. Se ha hecho tanta alharaca con este matrimonio. Todos están ansiosos por complacer a mi padre con sus recibimientos. John Yonge está escribiendo una crónica y cuidadosa de todo el viaje. He visto algunos de sus escritos. Relata abundante detalle el vestuario del conde de Northumberland, que por supuesto, magnífico. No sé si Harry Percy quiere honrarme, como dicen todos, o aparentar ser de la realeza. -Rió-. Me estoy agenciando el primer requisito de toda reina: una naturaleza recelosa. -Volvió a reír, esta vez con menos alegría-. ¿Cuándo nos dejas?
– Mañana. Debemos atravesar la campiña para llegar a Friarsgate. Nos llevará dos días o más.
– Entonces, te perderás el gran banquete de Percy mañana, por el Día de San Juan. Habrá juegos, otro torneo, baile y mucha comida. Después, iremos al castillo Alnwick para que yo descanse unos días antes de dirigirnos a la frontera, en Berwick. Lord Dacre, el representante de mi padre aquí, y su esposa, nos recibirán con más nobles. Dicen que cuando entre en Escocia mi séquito será de al menos dos mil personas. Casi envidio tu tranquila cabalgata por la campiña estival hacia tu casita.
– Me gustaría que conocieras Friarsgate, Meg -le dijo Rosamund, entusiasmada-. Las colinas están tan verdes ahora, y el lago del valle es de un azul intenso. Es todo por demás tranquilo y la gente es muy buena.
– ¿Cuándo te casarás con Owein Meredith? -le preguntó Meg, con un brillo en sus ojos azules-. Me contó la abuela que él se sorprendió mucho cuando ella le dijo que sería tu esposo. Te ama, creo. Ruego porque Jacobo Estuardo me ame a mí, Rosamund. Sé que no se supone que esa emoción sea de importancia en un matrimonio como el mío, ¡pero deseo que sea así!
– Rezaré por ti, Meg. En cuanto a tu pregunta, Owein quiere que nos casemos casi de inmediato, pero yo primero tengo que informar a mi tío Henry de mi compromiso. No puede impedir mi matrimonio, por supuesto, pero, si no le digo, andará haciendo escándalo por todo el distrito. No quiero que se calumnie injustamente a mi esposo.