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– Algún día lo amarás.

– Eso espero, pero, aunque no lo ame, al menos me gusta cómo es. Es muy bueno conmigo. Y ahora, antes de que venga la condesa de Surrey a echarme, me despido, Meg. No tengo manera de agradecerte toda la bondad que tuviste conmigo. No sé qué habría hecho sin ti. Tú y la princesa de Aragón, pero más que nadie tú.

– ¿Viste a Kate antes de que partiéramos?

– Sí. Le regalé lo que me quedaba de mi cuenta en el taller del orfebre de Londres. Gasté poco. Creo que a ella le harán más falta esos fondos en los meses próximos. Pero no se lo digas a nadie.

– Sí, es cierto, le harán falta si su padre no paga el resto de la dote. Fue muy bueno de tu parte. Lo mantendré en secreto.

– Nuestros días despreocupados han terminado, Su Alteza -dijo Rosamund, poniéndose de pie y haciéndole una reverencia a la joven reina de los escoceses-. Que tu matrimonio sea feliz y próspero.

Margarita Tudor permaneció sentada muy rígida, aceptando el sencillo homenaje de su amiga.

– Y a ti, lady Rosamund de Friarsgate, te deseo lo mismo y un buen viaje de regreso a casa.

– Gracias, Su Alteza -dijo Rosamund, con una nueva reverencia. Entonces retrocedió despacio para salir de la habitación; se detuvo apenas en la puerta para darle un último adiós. Su última imagen de Margarita Tudor antes de que la puerta se cerrara y que Tillie la acompañara a salir de los departamentos de la reina fue la de una muchacha sonriente-. Tillie, muchas gracias -le dijo Rosamund a la criada. Le puso una moneda de plata en la mano.

La criada hizo una reverencia silenciosa y se guardó la moneda en el bolsillo sin mirarla.

– Que Dios la bendiga, señora. Le han dado a un buen hombre. Ahora cuídelo. Su Maybel la guiará.

Rosamund asintió. Entonces se volvió para ir en busca de su servidora y su prometido. Al día siguiente, comenzaría el tramo final de su largo viaje de regreso a Friarsgate.

Salieron de Newcastle apenas después del amanecer de principios del verano. Owein había averiguado con los monjes del monasterio que su orden tenía un establecimiento pequeño cerca de Walltown, adonde podrían llegar a última hora de la tarde, si no se demoraban. Siguieron un camino paralelo a la muralla de Adriano, que, explicó Owein, había sido construida por soldados romanos. La habían levantado para evitar que los salvajes del norte fueran al sur, a zonas más civilizadas. Después de recorrer varias horas se detuvieron brevemente para descansar ellos y los caballos. En la muralla se levantaba una torre. Rosamund y Owein subieron sus escaleras y fueron recompensados con una espléndida vista de la campiña. El paisaje se extendía en todas direcciones en torno a ellos. Vacas y ovejas salpicaban las laderas de las colinas.

Por fin, a última hora de la tarde, llegaron al monasterio, que estaba ubicado en la parte oriental de Walltown. Owein golpeó a las enormes puertas de madera. Enseguida se descorrió una ventanita con celosía y apareció un rostro.

– ¿Sí?

– Soy sir Owein Meredith; viajo en compañía de mi prometida lady Rosamund Bolton de Friarsgate y su criada. Hemos salido hoy de Newcastle, adonde llegamos con la comitiva nupcial de la reina de los escoceses. El monasterio de ese lugar nos informó que podríamos encontrar refugio aquí para pasar la noche.

La ventanita se cerró con fuerza y después de un largo rato, un joven monje abrió una puerta pequeña.

– Bienvenido, sir Owein. Aquí estamos muy cerca de Escocia, así que debemos tener cuidado. Ni siquiera nuestra investidura nos protege. Los llevaré ante el abad. Vengan conmigo, por favor.

Los tres lo siguieron hasta el recinto de recibo del abad, donde esperaba un religioso anciano. Sir Owein volvió a explicar quiénes eran y de dónde venían. El abad les indicó que tomaran asiento.

– No recibimos huéspedes a menudo, ni noticias del mundo exterior -dijo, con voz temblorosa-. ¿Han viajado con la reina de los escoceses, nuestra princesa Margarita? ¿Cuándo se unieron al séquito?

– En Richmond -respondió sir Owein-. Hasta hace muy poco yo estaba al servicio de la Casa de Tudor, buen padre. Lady Rosamund fue compañera de la joven reina durante casi un año. Ahora regresamos a Friarsgate, a hacer bendecir nuestra unión por la Iglesia y a comenzar nuestra vida en pareja.

– ¿Eres pariente de Henry Bolton, el hacendado de Friarsgate?

– Henry Bolton es mi tío -dijo Rosamund, rígida-, pero yo soy la heredera de Friarsgate, santo hombre. Cuando quedé huérfana, mi tío era mi tutor, pero después de mi segundo matrimonio con sir Hugh Cabot, mi tío volvió a su casa, en Otterly Court. Cuando murió sir Hugh, su testamento me dio en tutela e al rey, que ha concertado esta nueva unión con sir Owein. Mi tío no tiene ni control ni autoridad sobre Friarsgate. Y por cierto que no es el señor de la finca.

– Tal vez me he equivocado -dijo el abad, con lentitud-. Soy viejo, y a menudo se me confunden las ideas.

– Dudo de que se le hayan confundido las ideas, buen padre -respondió Rosamund, riendo-. Mi tío siempre ha deseado lo que es mío, y estoy segura de que sigue manteniendo esperanzas.

El anciano asintió.

– Sucede a menudo con las fincas prósperas, milady. Ahora, permítanme que les dé la bienvenida a nuestra casa. Es sencilla, pero podrán estar cómodos esta noche. Otro día de viaje y llegarán a su casa.

Los invitaron a acompañar al abad a su comedor privado esa noche. Esperaban un potaje de tubérculos, y quedaron encantados cuando les sirvieron pollo asado relleno con manzanas y pan, una fuente con filetes de trucha fresca sobre un colchón de berro, una fuente con cebollas en leche y manteca, pan recién horneado y todavía caliente, manteca y un buen queso añejado.

– Es la fiesta de San Juan, patrón de los viajeros -dijo el abad con un brillo en los ojos, al ver su sorpresa-. Es una buena fiesta para guardar, y mañana es el Día de Santa Ana. Ella es la patrona de las esposas y de las muchachas solteras. Tú, milady, pareces estar en el medio de las dos. -Y el viejo abad rió.

Un joven llenó sus copas de peltre con un vino muy bueno.

– Es importante mantener alto el espíritu en este lugar desolado -dijo sir Owein con una sonrisa-. ¿Dónde consiguen un vino tan excelente?

– Nos lo envía nuestra casa central, que está en Newcastle. Es parte del pago por la lana que tomamos de nuestras ovejas todos los años. Así mantenemos nuestro pequeño monasterio. Ellos venden la lana a las Tierras Bajas, donde se confecciona la ropa que después nosotros vendemos.

– Harían mejor si cardaran ustedes la lana e hicieran la tela -opinó Rosamund-. Se pierde una buena cantidad de tela si tienen que transportarla y usar un intermediario que se queda con las ganancias que podrían tener ustedes mismos aquí en el monasterio. ¿Por qué no hacen eso?

– No conocemos el procedimiento; lo único que sabemos hacer es cuidar las ovejas y esquilarlas.

– Si quieren aprender, les enviaré a alguien que les enseñe a los monjes -ofreció ella-. Les garantizo que será mucho más conveniente que enviar la lana a las Tierras Bajas.

– Debo pedirle permiso al abad de nuestra casa madre -dijo el anciano-, pero no veo motivo alguno por el que pueda negarlo. Gracias, lady Rosamund.

– La madre del rey, a quien llaman la Venerable Margarita, es patrona de muchas causas nobles, pero en especial de la Iglesia. He aprendido de ella, buen padre. No soy una gran dama, por lo cual no aspiro a igualar sus muchas virtudes, pero sí puedo hacer algo. Esto es lo que elijo hacer, y sé que mi prometido estará de acuerdo.

Owein sonrió. Tendría que hablar con Rosamund sobre preguntar primero y no dar por sentado, sin más, que no habría oposición, aunque, en este caso en particular, él estaba de acuerdo con ella.

– Mi señora sabe cuál es mi pensamiento en estas cuestiones -dijo, tranquilizando al viejo monje.