– ¡Ah! -volvió a suspirar ella y, moviendo el cuerpo, trató de que el dedo que la penetraba fuera más hondo.
El dedo se movía rápidamente hacia adentro y hacia afuera en el interior de ella hasta que Rosamund contuvo la respiración y él dijo, con suavidad:
– Esto es apenas el principio, mi amor. Ahora tienes una pequeña idea de lo que sucederá. -La besó con ternura.
– Quiero más -dijo Rosamund, demandante-. ¡Más!
– En la noche de Lammas te daré más -le dijo él, retirando la mano.
– Creo que eres muy mezquino al atormentarme de esta manera -se quejó ella.
Él sonrió, travieso.
– Soy un malvado -bromeó, contento-. Pero puede llegar el momento en que me pagues con la misma moneda, mi dulce Rosamund. No puedo explicártelo, pero ya verás.
Al el banquete para el Día de Lammas se le sumaría otro para que la finca celebrara el matrimonio de su señora con sir Owein Meredith. Se envolverían en sal gruesa dos mitades de res, que se asarían lentamente. También habría dulces, pétalos de rosa confitados y tartas de pera. Y, por supuesto, los productos habituales de los primeros granos cosechados y molidos.
El 28 de julio, los misteriosos jinetes aparecieron en la colina por primera vez desde el regreso de Rosamund. Apenas se enteró, fue a los establos y montó su caballo para subir el cerro, donde no había más que tres jinetes. Desde abajo la observaban Owein y Edmund.
Al llegar a la cima, detuvo su caballo y dijo:
– Soy Rosamund Bolton, la señora de Friarsgate. Y ustedes, señores, son intrusos en mis tierras.
– Usted está en sus tierras, señora, pero no son suyas donde estamos nosotros -dijo el vocero del grupo. Era el hombre más alto que Rosamund hubiera visto jamás, montado sobre su caballo, que apretaba con unas piernas gruesas como troncos de árbol. Para sorpresa de ella, estaba afeitado, lo que no era usual en los fronterizos-. Soy el Hepburn de Claven's Carn -anunció con una voz profunda que pareció tronar desde dentro de su amplio pecho.
– ¿Qué busca, milord? Hace ya semanas que se ha observado a sus parientes en las colinas. Si su propósito es honesto, siempre serán bienvenidos aquí.
– No podría venir a cortejar a nadie hasta su regreso, milady -respondió él. Llevaba muy corto el espeso cabello negro y tenía los ojos más azules que ella había visto. Más azules, incluso, que los del príncipe Hal.
– ¿A quién quieres cortejar?
Los dos escoceses que lo acompañaban rieron.
– A ti, claro.
– ¿A mí? -Rosamund estaba muy sorprendida.
– Mi padre, que Dios lo tenga en su gloria, trató de casarnos cuando tú eras jovencita, pero tu tío te casó con su esbirro para poder quedarse con tus tierras. Hace unos meses me enteré de que tu esposo había muerto, pero te habían llevado al sur. He apostado hombres en las colinas que rodean Friarsgate esperando tu regreso. Ahora he venido a cortejarte, señora, y me casaré contigo lo quiera tu tío o no. -Mientras hablaba la miraba directo a los ojos.
Rosamund sintió que se ruborizaba, pero le sostuvo la mirada.
– Estoy comprometida -dijo, serenamente-, y por orden del rey, no de mi tío.
El esbirro tenía una cabeza sobre los hombros y no era el león desdentado que creyó mi tío.
– Qué espíritu tienes, muchacha -rió-. Me gusta. ¿Y tu tío es el cobarde inglés que está sentado sobre su caballo al pie colina con tu administrador?
– Owein está sentado sobre su caballo al pie de la colina porque yo soy la señora de Friarsgate, no él. Yo hablo por mí y por mi gente Solo yo. -El escocés era arrogante, pero ella no se dejaría amilanar por su tamaño ni por sus modales.
– ¿Es uno de los galeses de Enrique Tudor, no? ¿Y cuándo es la boda muchacha?
– En Lammas.
– Sí, está bien pensado, porque tendrán un feriado, de todos modos. -Los ojos azules se entrecerraron-. Podría robarte en este preciso momento, Rosamund Bolton. En la frontera robarse a la novia es una costumbre honorable. -Acercó la montura a la de ella, tan cerca que ella sintió su olor, pero no se movió.
– ¿Y me llevarías a la Corte del rey Jacobo para exhibirme, milord? -Sus oscuras pestañas le acariciaron las mejillas en un mohín seductor.
– Sí, haría eso -respondió él, estirando la mano para tocarle una trenza.
– Entonces, mi amiga, la reina de los escoceses, sentiría mucha curiosidad por saber por qué no estoy con el hombre a quien ella eligió en persona para ser mi esposo -dijo Rosamund con una sonrisa traviesa.
– ¿Conoces a la nueva reina de Jacobo? -preguntó, asombrado.
– He sido su acompañante durante los últimos diez meses -le dijo Rosamund con el más dulce de los tonos-. Mi prometido y yo viajamos hasta Newcastle en su séquito nupcial. Sí, conozco muy bien a Meg Tudor.
– Que me trague la tierra…
– Sí, milord, lo tragará algún día -respondió Rosamund, sonriendo-. Ahora, dime, ¿por qué diablos tu padre ofreció por mí? Tú eres escocés y su heredero. Yo soy inglesa, al igual que mis tierras.
– Somos fronterizos, milady, no importa de qué lado. Te vi cuando eras una niña. En una feria de ganado; fuiste con Edmund Bolton.
– Tendría seis años -recordó Rosamund-. ¿Fue en el lado escocés de la frontera, en Drumfrie, no? Sí, cumplí seis años ese verano. ¿Y tú cuántos años tenías, milord?
– Dieciséis, y mi nombre de pila es Logan.
– ¿Dieciséis y no tenías esposa? -preguntó ella, curiosa.
– Mi padre todavía vivía. Decidí no casarme hasta no ser el Hepburn de Claven's Carn.
– Y al no haberte casado, Logan Hepburn, has podido desparramar tus afectos con generosidad a ambos lados de la frontera, no me cabe duda -dijo ella, irónica.
– ¿Celosa? -bromeó él-. No tienes motivo, muchacha, pues estuve guardando mi corazón para ti.
Ella volvió a ruborizarse.
– Milord, soy una mujer casada -se apresuró a decir Rosamund.
– El gales parece viejo, aunque lo bastante joven para llevarte a la cama -dijo, osado, Logan Hepburn-. Será un matrimonio más real que los dos que has tenido, Rosamund Bolton. Envidio a ese hombre. ¿Y el avaro de tu tío lo aprueba?
– Su aprobación no es necesaria.
– ¿Ha sido invitado a la boda?
– ¡Claro que sí!
– ¿Y a mí me invitarás? -Los ojos azules bailaron, divertidos.
– ¡No, no te invitaré! -Rosamund apretó la espuela y la yegua se agitó, nerviosa.
– Puede que vaya, de todas maneras.
– ¡No te atreverías!
– Claro que sí.
– No tenemos nada más que decirnos, Logan Hepburn. Te deseo muy buenos días -se despidió Rosamund y comenzó a bajar la colina sin mirar hacia atrás.
– Podrías tomarla -sugirió Colin, su hermano, con suavidad.