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– Se burla de ti -dijo, en voz baja, Ian Hepburn.

– Sí, lo sé -respondió Logan-, pero yo me lo merezco. No es ningún tonto y sabe que pretendo a su esposa. Puede que no sea mío el primer bocado, Ian, pero algún día tendré el último. Ella será mía, lo juro.

– Eres un tonto -dijo Colin Hepburn, mofándose de su hermano-. Busca otra muchacha y cásate. Es tu deber, como nuestro señor.

– Busca tú una muchacha, Colin. Si muero sin herederos, heredarán tus hijos. No me importa. La muchacha que acaba de casarse es la única esposa que quiero.

– Tendrías que haberla tomado el otro día, cuando tuviste oportunidad -le reprochó Ian.

– Tal vez sí, pero ahora es demasiado tarde. Aunque no es el final, hermanos. Tendré otra oportunidad y, cuando llegue, la aprovecharé sin vacilar.

La gente de Friarsgate comió hasta hartarse. Los hombres disputaron sus juegos recios, pateando la vejiga de oveja en el campo, lejos de la casa. Después de recuperar el honor batiendo a los ingleses en ese terreno, los tres Hepburn tomaron sus gaitas y se pusieron a tocar. Se les unieron varios de los hombres con la flauta de doble caña, un violín, campanillas, un pandero y un tambor. Todos se pusieron a bailar, de la mano, en círculo. Luego, danzaron en una larga fila, pasando entre las mesas, guiados por los novios. El día llegaba a su fin. A una señal de Rosamund, se le entregó una hogaza de pan con una vela encendida a cada invitado. Guiado por Edmund Bolton, el séquito nupcial y sus invitados dieron tres vueltas a la casa. Entonces, se apagaron las velas y se comieron las hogazas hasta dejar una cuarta parte del pan, que se guardaría para la celebración del año siguiente.

El sol comenzó a ponerse por el oeste y los invitados partieron de regreso a sus casas. El Hepburn de Claven's Carn y sus hermanos agradecieron a sus anfitriones y se despidieron. Logan Hepburn hizo una reverencia ante Rosamund tomando su mano.

– Algún día volveremos a vernos, milady de Friarsgate.

– Esperaré ese momento, milord -respondió ella, sin desviar la mirada de los ojos azules de él. Entonces, apartó su mano de la de él y les deseó que regresaran sanos y salvos a su casa.

– ¿No se quedarán a pasar la noche? -preguntó Owein, hospitalario.

– No, señor, pero gracias por su ofrecimiento. Hay una hermosa luna fronteriza que nos guiará a casa.

Owein y Rosamund observaron cómo los tres escoceses se alejaban. La novia tuvo que admitir, aunque más no fuera para sus adentros, que la aliviaba ver alejarse al Hepburn de Claven's Carn. La fascinaba de una manera algo perversa, pero no le diría nada a nadie de sus pensamientos secretos. Ni siquiera a Owein. Tenía por esposo a un buen hombre y estaba decidida a amarlo.

Permanecieron un momento en silencio, mirando el crepúsculo sobre las montañas hacia el poniente. Después, de la mano, volvieron a la sala de la casa. Se encendieron velas, como de costumbre; el fuego ardió con alegría y contrarrestó el fresco de la tarde que, después del día desusadamente cálido, se había puesto muy fría. Los esposos se sentaron juntos ante el hogar sobre un pequeño banco con almohadón. A los pies de Owein había un laúd; él lo tomó y comenzó a cantarle a su novia con su clara voz de tenor. Ella quedó sorprendida y encantada, pues nunca lo había oído cantar ni tocar, y no sabía que lo hacía tan bien.

Mira esta rosa, oh Rosa, y, mirando, ríe para mí que en el sonido de tu risa cantará el ruiseñor.

Toma esta rosa, oh, Rosa, que es la flor del amor, y por esa rosa, oh, Rosa, cautivo está tu amante.

La música terminó y ella quedó sin aliento. Él le tomó la pequeña mano, dejó el laúd y le dio un tierno beso. Sus ojos se encontraron y Rosamund sintió un estremecimiento en el corazón.

– Nunca antes me habían dado una serenata -dijo, con delicadeza-. ¿Tú escribiste esa canción?

– No -admitió él, dándose cuenta de que podría haberle mentido que ella nunca se hubiera enterado-. Se dice que el poema lo escribió Abelardo, un filósofo francés y a veces poeta. Pero la melodía es mía Como casi todos los galeses, tengo habilidad para la música. Me alegro de haberte complacido, mi amor.

– Mi tío Henry no vino. Pensé que aparecería -dijo Rosamund luego de un pequeño silencio.

– Sabe que ya no puede hacer nada -respondió Owein-. Ha tenido un año para acostumbrarse a la idea de que Friarsgate pertenecerá a tus hijos y no a sus nietos.

– Pero pensé que vendría, aunque más no fuera para quejarse de nosotros por robarle la finca -dijo ella, con una sonrisa.

Owein rió.

– Ya vendrá, y antes del invierno, ya verás. ¿Estás cansada, Rosamund? Ha sido un día muy largo para ti, y ninguno de los dos se ha recuperado del viaje con la reina de los escoceses.

– Llamaré a Maybel para que me ayude -le respondió Rosamund, y se puso de pie. Era un alivio que los invitados se hubieran ido y hubieran renunciado a la tradición de acostar a los novios. "Soy valiente pero, si hubieran hecho mucha alharaca, me habría dado mucha vergüenza. No sé si no estoy bastante asustada así como están las cosas", reflexionó. Se dirigió a su esposo-: Enviaré a Maybel a buscarte cuando esté lista.

Él se incorporó, le dio un beso en la mano y le dijo:

– Esperaré aquí. -La vio salir deprisa de la sala y se reclinó en el asiento, frente al fuego. Ella estaba nerviosa. Por supuesto. Era una virgen bien educada y él, un hombre de experiencia, pero que nunca había hecho el amor con una virgen. Luchó por recordar qué sabía sobre las vírgenes. Había que tratarlas con delicadeza y no apresurarlas. Eso lo sabía. Pero sería firme con ella, porque debía consumar el matrimonio para que fuera completamente legal. Oyó una tos discreta y levantó la mirada.

– El Hepburn trajo una barrilito de whisky, milord -dijo Edmund Bolton-. Se me ocurrió que no le vendría mal un sorbito, ¿eh?

Owein Meredith asintió y aceptó una copa. Tragó un largo sorbo, saboreando el gusto ahumado y el calor que le fue de la garganta al estómago.

– La amo -dijo, casi con desesperación.

– Lo sé -le respondió Edmund.

– Ella no entiende el amor.

– No, no el amor entre hombre y mujer. Pero lo entenderá y creo que antes de lo que pensamos, milord.

– Llámame Owein cuando estemos juntos -le dijo el nuevo amo de Friarsgate a Edmund Bolton-. Bebe conmigo, hombre.

– Te lo agradezco. El whisky de Claven's Carn tiene fama de ser excelente.

– Y siéntate. -Edmund Bolton se sirvió whisky y se sentó junto a Owein. Bebió un trago, con placer.

– Es excelente -dijo, con una sonrisa que le iluminó el rostro.

– Seré bueno con ella.

– Sé que así será.

– No sé cómo se comporta un esposo, Edmund. Mi padre nunca volvió a casarse y todos los hombres que conocí en la casa de los Tudor eran soldados. Un hombre no ama a una esposa como a una prostituta. El rey amaba a su reina, pero nunca supe cómo se comportaban cuando estaban a solas, algo poco usual, además. Tú eres esposo. ¿Qué hago? -Su expresión era desolada y la voz sonaba al borde del pánico.

Edmund rió.

– En términos generales, los esposos hacen lo que se les ordena, Owein, muchacho. Al menos, esa ha sido mi experiencia. Rosamund fue criada por Hugh y por mí para ser independiente. Los dos odiábamos el deseo avaro de Henry por quedarse con su finca. Queríamos que nuestra muchacha fuera libre. ¿Qué hace un esposo? Bien, debe ser fuerte cuando su esposa no lo es, o cuando ella necesita que él lo sea. Debe ser amante, amigo y compañero. Ella querrá malcriar a los niños. Tú sabrás cuándo no debe hacerlo y te asegurarás de que prevalezca tu voluntad en esas cuestiones. Debes ser la fuerza y la guía moral de tu familia, Owein Meredith. Serás fiel a ella y a Friarsgate. Es lo mejor que puedo decirte. Pero, para esta noche, sé delicado, sé paciente y enséñale los placeres del lecho matrimonial. Dile lo que haya en tu corazón para que ella se sienta libre de contarte lo que hay en el suyo. Las mujeres como Rosamund jamás admiten el amor a menos que se las ame. Yo nunca pude entender eso, pero es así.