– Gracias, Edmund. Trataré de seguir tu consejo.
– Aprenderás transitando el camino, Owein, muchacho, pero, como te dije, por ahora dedícate a amar a esta muchacha. El resto vendrá solo.
– ¿Vas a retener a este hombre parloteando toda la noche en la sala mientras lo espera su novia? -preguntó Maybel, interrumpiendo la conversación-. Ve, Owein Meredith. Tu esposa te espera en su cama. ¡No demores!
El señor de Friarsgate se levantó de un salto y atravesó deprisa la sala, con una sonrisa en los labios.
– Eres una vieja malvada -dijo Edmund, bromeando con su esposa-.Yo lo tenía tranquilo, bien en calma, y tú llegas gritando órdenes. -La llevó hacia sus rodillas y la besó.
– Estuviste bebiendo -lo reprendió Maybel.
– ¿Quieres un traguito?
– Sí, pero antes bésame otra vez. Puede que no seamos novios, pero nunca has sido remiso en el amor, Edmund Bolton.
Él le sonrió.
– Y después de tantos meses lejos de ti, Maybel, esta noche estoy dispuesto a demostrarte otra vez que mi corazón es tuyo, como te lo he demostrado todas las noches desde que llegaste a casa. -Y la besó.
CAPÍTULO 10
Owein abrió lentamente la puerta del dormitorio, entró en la habitación y se sobresaltó cuando la puerta se cerró a sus espaldas con un ruido fuerte. Las cortinas estaban corridas sobre las ventanas de plomo. En un extremo de la habitación había un gran hogar, donde ardía un hermoso fuego que calentaba el ambiente. La habitación estaba bien equipada con fuertes muebles de roble; y la gran cama con baldaquino le llamó de inmediato la atención. Las cortinas de la cama estaban cerradas casi por completo.
– ¿Owein? -La voz sonó pequeña y joven.
– Sí, soy yo, Rosamund -le respondió, acercándose a la cama por donde las cortinas se abrían apenas y revelaban a su novia sentada muy derecha contra las almohadas y apretando la manta contra el pecho. Tenía los cabellos sueltos sobre los hombros desnudos.
– Ven a la cama -lo invitó ella, ya con un poco más de voz.
– ¿Estás tan impaciente? -bromeó él, comenzando a desvestirse.
– ¿Tú no? -replicó ella, traviesa.
Él rió.
– Para ser virgen, eres una muchacha muy atrevida. -Se quitó la ropa lo más rápido que pudo sin parecer ansioso, aunque la verdad era que sí estaba impaciente por reunirse con ella en la cama. Se desvistió de espaldas a Rosamund.
– Ah, qué lindo trasero tienes -dijo ella, picara, cuando él se quitó la ropa interior-, pero qué piernas tan peludas. ¿El resto de tu cuerpo es así de lanudo? Eres como una de mis buenas ovejas.
Él se dio vuelta.
– Seré un carnero para tu dulce ovejita. -Ya estaba completamente desnudo.
– ¡Ay, Dios! -no pudo contenerse Rosamund al ver a su primer hombre desnudo. Sus ojos ámbar lo examinaron de arriba abajo: la espalda ancha, el pecho amplio con su abundante vello dorado, las piernas largas, el…-. ¡Ay, Dios! -repitió cuando sus ojos se encontraron con la primera masculinidad que contemplaba en su vida-. Ese es tu… -dejó la frase sin terminar y la mirada seguía allí, fascinada curiosa.
– Sí, este es el objeto de tu caída, hermosa. Ahora, hazme un lugar, muchacha, que me estoy congelando, pese al fuego. ¿No oyes la lluvia contra las ventanas? Estamos en agosto, pero ya viene el otoño.
Ella abrió la manta, se apartó y lo invitó a unirse a ella.
– ¿Cómo lo usas? -preguntó, ingenua.
Él la abrazó; estaban sentados los dos en la cama.
– A medida que crezca mi deseo por ti, se agrandará -le explicó. Comenzó a acariciarle los pequeños senos redondos.
– ¿Y después? -Las manos de él sobre su piel la excitaban.
Él se inclinó hacia ella y la besó suavemente.
– No nos adelantemos, mi amor. Te prometo que te lo explicaré todo a medida que avancemos. -Con el pulgar comenzó a acariciarle un pezón y la abrazó más fuerte y la apoyó contra las almohadas-. Los senos de una mujer son muy tentadores -le dijo, mientras bajaba la cabeza para besárselos.
Rosamund sintió los labios calientes sobre su piel. El corazón le empezó a latir con más fuerza. Murmuró bajito, mientras él le lamía primero un pezón y luego el otro. La lengua aterciopelada de él la hizo estremecer. La boca de él se cerró sobre un pezón y comenzó a chupar.
– ¡Ah! -La exclamación de sorpresa se le escapó de los labios.
Él levantó la cabeza, tenía los ojos casi húmedos con una expresión que ella no conocía.
– ¿Eso quiso decir que está bien? ¿O te desagrada? -le preguntó, despacio.
– ¡No! ¡No! ¡Está bien, muy bien!
Él volvió a bajar la cabeza, esta vez dedicándose al otro seno. La boca apretó con más fuerza el pedacito de carne sensible. Y entonces acarició suavemente el pezón con los dientes.
– ¡Ay, sí! -dijo Rosamund, sintiendo ramalazos de un nuevo placer que la inundaba. Los dientes raspaban, pero no la dañaban. Se dio cuenta de que lo que él hacía le encantaba. Comenzó a chuparle el otro seno y Rosamund suspiró. Las sensuales acciones de Owein la hacían estremecer. Pensó que era placentero y delicioso.
Él se dio cuenta que había una fragancia en ella. Olía a brezo, y era el aroma perfecto para ella. Comenzó a besar esa piel dulce y cálida, bajando los labios desde los senos por el torso hasta el vientre. Se sorprendió al notar bajo su boca que ella palpitaba nerviosamente. Se detuvo en el ombligo, sin saber hasta dónde podría continuar, pero dándose cuenta, una vez más, de que ella era joven e inexperta.
Le apoyó la cabeza sobre el vientre y le acarició el muslo. ¿Cómo le hacía un hombre el amor a una esposa? Volvió a preguntárselo. Si ella hubiera sido mayor, más experimentada, una prostituta, él se habría sentido más seguro de sí mismo. Pero no era así. Y ahí radicaba el dilema.
Rosamund notó algo extraño. ¿Por qué se había detenido? ¿Pasaba algo malo? ¿Ella había hecho algo que no debía?
– ¿Qué pasa, Owein? -preguntó, bajito-. ¿Te he desagradado por mi ignorancia?
Su hermosa voz… La inocente pregunta que hizo lo trajo de vuelta a la realidad.
– No estoy seguro de cómo actuar contigo -le dijo, francamente-. Nunca le hice el amor a una virgen ni a una esposa, Rosamund.
– ¿Y a quién le has hecho el amor? -preguntó ella, con genuina curiosidad y aun tal vez un poco celosa.
– En la Corte las mujeres buscan la diversión… cortesanas o prostitutas -admitió-. Tú eres tan diferente, mi amor. Eres limpia y dulce. Eres mi esposa.
– ¿No tienen todas las mujeres los mismos deseos y ansias voluptuosas, Owein?
– No lo sé. Me he pasado la vida en el servicio real, Rosamund. Mis encuentros sexuales han sido más que nada apresurados, y para el único propósito del placer. Pero tú eres mi esposa. Nuestros encuentros serán para crear hijos, no para deporte o diversión.
– ¿Por qué no? -preguntó ella-. ¿Por qué no podemos divertirnos y buscar el gozo mutuo mientras engendramos a nuestros hijos, esposo mío? ¿Nuestros hijos no deben provenir del amor? ¿Por qué la pasión tiene que ser sobria?
– No tiene por qué serlo -aceptó él, entendiendo la sabiduría de las palabras de ella. Entonces, levantó la cabeza y miró dentro de sus cálidos ojos ámbar-. Te amo, Rosamund. ¿Tú me amas, puedes amarme?
– Todavía no te amo -le dijo ella, honesta-, pero creo que puedo amarte, Owein. ¿Tú de veras me amas?
– Sí, te amo. Quizá te haya amado desde la primera vez que te vi. Admiré lo bien que te comportaste ante la avaricia de tu tío Henry, con Hugh Cabot recién enterrado.