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– Tu oportuna llegada me salvó -dijo Rosamund, pensativa.

– Lo sé.

– Owein, no quiero seguir hablando. Quiero ser tu mujer esta noche, y quiero conocer los placeres del lecho nupcial. ¿Es eso malo?

– No, no lo es. Creo que me alivias, porque estoy locamente enamorado de ti, esposa mía, y comienzo a llenarme de deseo. -Se inclinó sobre ella y la besó hasta dejarla sin aliento y sonrojada.

– Quiero tu hombría dentro de mí -susurró ella, ardiente, llenándolo de deseo-. ¿Me montarás como monta el carnero a su oveja, Owein?

– Podría, pero no lo haré. La manera más usual entre un hombre y una mujer es cara a cara. Pero ahora no hagas más preguntas, Rosamund. Déjame mostrarte cuánto te amo y te deseo. -Comenzó a besarla otra vez, hundiendo su boca en la de ella, haciendo que las lenguas jugaran a las escondidas. El vello rubio del pecho de él rozaba los senos jóvenes de ella. Owein percibió las prominencias suaves de ella cediendo ante el peso de él.

Rosamund sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas de una manera muy agradable. Notaba un cosquilleo en los pezones ante el roce del vello del pecho de él. Comenzó a acariciarle la nuca, a deslizar los dedos por los anchos hombros de él. Cerró los ojos y disfrutó de la plétora de deliciosas sensaciones que le recorrían el cuerpo y el espíritu. El delgado cuerpo de él se sentía duro contra el suyo. La inundaba un cosquilleo, una sensación desconocida. ¿Era deseo? ¡Tenía que ser! ¡Estaba experimentando el deseo por primera vez!

– ¡Ah, esposo mío! -murmuró, contra el oído de él y le mordisqueó el lóbulo de la oreja, pues no podía controlarse.

La obvia excitación de ella y la voluptuosidad recién hallada encantaron a Owein. Había temido la reacción de ella ante su avasalladora pasión. Le tomó la cabeza entre las manos y volvió a besarla en los labios. El cabello rojizo era delicado bajo sus dedos. Las pestañas oscuras se tendían sobre las mejillas como mariposas de verano. Esas pestañas, vio entonces, tenían puntillas doradas. Había tanto para descubrir en ella ahora que era su esposa.

Rosamund sintió la dureza contra el muslo. Una dureza larga y muy firme. La masculinidad de él había madurado y estaba pronta para penetrarla. El corazón comenzó a latirle con más fuerza que nunca. Ahora la mano de él le cubría el monte de Venus y lo apretaba.

– Ah -gimió ella, por la sensación que le producía. Un dedo comenzó a moverse dentro de su hendidura, buscando la cúspide de su femineidad, que ya estaba tensa de entusiasmo. Él jugó un momento con ella y enseguida deslizó el largo dedo dentro de la húmeda vaina amorosa de ella. Luego, introdujo un segundo dedo, y movió ambos hacia adentro y afuera. -¡Sí! -siseó ella.

Estaba lista.

Sin decir una palabra, Owein montó a su esposa, pujando con su lanza de amor entre los labios mayores, despacio, muy despacio, entrando en el cuerpo deseoso de ella. Se detuvo un momento, para que ella pudiera acostumbrarse a esta primera invasión.

– ¿Estás dispuesta a ser mi mujer, mi amor? -murmuró contra los labios henchidos de amor de ella.

Ella asintió y sus ojos ámbar se abrieron muy grandes cuando él pujó hondo dentro de ella. Gritó cuando se desgarró su doncellez, unas rápidas lágrimas le corrieron por las mejillas, lágrimas que él besó, pero, para alivio de él, ella se aferró a su esposo mientras él pujaba y pujaba hasta que no pudo soportar más la dulzura que le proporcionaba poseer el cuerpo de Rosamund. Para deleite de Owein, la oyó gritar, pero este segundo grito fue de placer, no de dolor. El néctar del placer de él irrumpió dentro de la morada amorosa y las uñas de Rosamund se clavaron en sus hombros y arañaron su ancha espalda.

Había habido dolor, pero desapareció de una manera casi mágica. El impulso feroz, el movimiento repetitivo del vientre de él había tenido un extraño efecto sobre ella. Pareció perder todo control sobre sí misma y vivir solo para las deliciosas sensaciones que atravesaban su cuerpo tenso. Con cada impulso de la vara inflamada de él Rosamund se sentía un poco más mareada, hasta que, al final, la pasión explotó dentro de ella y, por una fracción de segundo, llegó a perder el conocimiento.

– ¡Owein! ¡Owein! -se había oído gritar, llamándolo, como desde una gran distancia.

Él la envolvió en sus brazos y le besó la cabeza. El calor los envolvía a ambos.

– Sí, mi amor -susurró él-. Ahora eres una mujer, y tal vez esta noche hayamos hecho un niño.

Ella suspiró y se acurrucó contra él.

– Me gustaría mucho -le dijo en voz baja. Lo miró y agregó-: Fue maravilloso, señor caballero. Hasta el dolor fue bueno. Es un alivio ya no ser doncella y, por fin, una verdadera esposa, Owein. Gracias.

Él sintió las lágrimas que querían brotar de sus ojos y trató de frenarlas. Los hombres no lloran.

– No, mi amor. Soy yo quien está agradecido por el magnífico regalo de tu virginidad. Siempre te seré fiel, Rosamund. Te lo juro en la noche de nuestra boda.

Por la mañana, Henry Bolton llegó a Friarsgate temprano, cuando Maybel sacaba la sábana ensangrentada del lecho nupcial. Osada, la agitó ante los ojos de él.

– Esta vez está bien casada -dijo Maybel, con una sonrisa.

– Él podría morirse -dijo Henry Bolton, sombrío.

– ¡Ella podría ya estar preñada! Ya no tendrás Friarsgate, Henry Bolton. Hugh Cabot, que Dios lo tenga en la gloria, fue más astuto que tú, -Y Maybel rió en voz alta.

– Podría morirse, y los niños mueren jóvenes en este país, como tú y yo bien sabemos -insistió Henry-. Entonces ella no tendrá más opción que casarse con mi hijo.

– El Hepburn de Claven's Carn vino a cortejarla, y se fue sólo porque es un hombre honorable -replicó Maybel-. Que Dios no permita que le suceda nada a sir Owein, pero, si eso ocurriera, el Hepburn cruzaría las colinas y estaría en esta casa más rápido que el viento.

– ¿Ese escocés desgraciado tuvo la temeridad de venir a cortejar a mi sobrina? -preguntó Henry Bolton, enojado.

– Sí, así es, y además, es un buen hombre. Vino a la boda de mi señora y tocó sus gaitas para la pareja nupcial.

– Vino a ver la tierra.

– Trajo salmón y whisky, tío -dijo Rosamund, entrando en la sala, al oír la conversación-. El salmón estaba delicioso y este invierno disfrutaremos del whisky. Lamentamos mucho que tú y Mavis se hayan perdido la boda. ¿No vino contigo, tío? -Le sonrió, alisando la falda color bermejo para quitar arrugas imaginarias.

– Mi esposa no está bien, por eso me perdí tu boda.

– Buenos días, hermano Henry -dijo Richard Bolton al entrar en la sala-. Te extrañamos en la misa, sobrina, pero dadas las circunstancias, estás perdonada -rió-. Desayunaré antes de partir.

Rosamund se sonrojó, como correspondía, pero enseguida rió.

– Lamentaremos verte regresar a tu monasterio, tío.

Richard Bolton sonrió y se dirigió a su hermano menor.

– Henry, no te veo nada bien. Demasiada comida pesada y demasiado vino, me parece. Creo que te recomendaría un poco de abstinencia de tus costumbres excesivas.

– ¡Ocúpate de tus asuntos! No permitiré que un bastardo me sermonee, aunque sea sacerdote. Sobrina, ¿no vas a ofrecerme comida después de que he cabalgado desde Otterly Court desde antes del amanecer? Hace frío para ser agosto. No tengo vino. Tus criados son holgazanes y necesitan una mano firme. Espero que tu esposo pueda manejarlos, ya que tú no eres capaz.

Owein Meredith entró en la sala en ese momento.

– Buenos días, tío. Imagino que puedo llamarte así ahora que soy el esposo de Rosamund. -Inclinó la cabeza ante Richard con una pequeña sonrisa de complicidad.

El sacerdote le devolvió el saludo; le brillaban los ojos.

– ¿Diez meses en la Corte y no conseguiste nada mejor que este caballero ordinario, sin tierras? -dijo Henry, con brutalidad, sin responder a la burla de Owein-. Bien te podrías haber quedado aquí y casarte con mi muchacho.