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– Ah -murmuró él-, así que eres tan rebelde como yo me temía, señora. Pero te obedeceré, mi amor, y espero con ansias tus tiernos cuidados. -Con una risa se metió en el guardarropa.

– Adelante -dijo Rosamund, al oír golpear a la puerta de la alcoba.

Entraron varios criados con cubos de roble con agua hirviente. Uno de ellos dejó su carga, sacó la tina que había junto al hogar y la puso ante el fuego. Entonces, los criados comenzaron a vaciar en ella el agua caliente. Rosamund añadió unas gotas de su precioso aceite de baño, obsequio de la reina de los escoceses, y de inmediato la habitación quedó inundada por la fragancia de brezo blanco. Los criados recogieron los cubos vacíos y se fueron.

– Um -El sonido provenía del guardarropa.

– Todavía no, mi señor, sólo un momento -le dijo Rosamund a su esposo, mientras sus dedos se apresuraban a desatarse la ropa y quitársela. Por fin, quedó tan desnuda como cuando Dios la trajo al mundo, y entonces lo llamó, con dulzura-. Ven, Owein. Estoy lista para ti.

Él apareció, igualmente desnudo. Al verla desvestida, sonrió.

– No te apartaré del rebaño, mi amor -bromeó-. Por Dios, Rosamund, eres la criatura más hermosa que tuve jamás ante mis ojos. No creo haber visto nunca a una mujer totalmente desprovista de ropa. -Su mirada era de abierta admiración.

Los ojos de ella recorrieron el cuerpo alto y esbelto de él. A la luz del sol que llenaba la alcoba, él se veía magnífico. Tenía la espalda muy ancha, pero la cintura era estrecha y las piernas, largas, pero bien formadas. Un vello dorado le cubría las piernas y el pecho, y una delgada franja de vello bajaba hasta el vientre, para entrar en el bosquecillo de rizos dorados que enmarcaban su masculinidad.

– Y tú eres la criatura más hermosa que yo he visto jamás, milord -le respondió ella, con ternura. Pero, entonces, se ruborizó por la temeridad de sus acciones y se apartó de él, tímida de pronto ante este hombre que era su esposo. ¿Todas las esposas se comportarían así con sus señores?

Él se acercó desde atrás y deslizó un brazo por la cintura de ella para atraerla hacia sí. Con la otra mano le cubrió un seno y comenzó a jugar con el pezón. Sus cálidos labios le rozaron la nuca, el hombro. Luego comenzó a hablarle bajo al oído y a excitarla con el calor de su respiración tanto como con las palabras que le susurraba.

– Anoche me preguntaste si haríamos el amor como el carnero y la oveja. Te dije que lo haríamos, pero no la primera vez. Tres veces he entrado en ti, Rosamund. Ahora te mostraré cómo toma el carnero a la oveja. -Sus dedos se cerraron sobre el seno de ella y apretaron.

Ella casi no podía respirar por el efecto de sus palabras. Se estremezo de excitación mientras él la llevaba lentamente hacia la mesa que había junto al fuego.

Cuando ella estuvo con los muslos contra la mesa, él volvió a hablarle al oído.

– Ahora, mi amor, dóblate hacia adelante, y agárrate de la mesa. Así estarás en la posición de la ovejita en los prados. El voluptuoso carnero te cubrirá con su cuerpo, te montará, y su vaina húmeda y caliente te penetrará… ¡así! -Se introdujo en ella con un solo movimiento.

Rosamund contuvo el aliento al sentir que él la penetraba tan plenamente. Su miembro estaba tan grande; juraría que vibraba dentro de ella.

– ¡Ay, Owein! -gimió, suave-. ¡Ay, sí! -lo alentó cuando él comenzó a moverse dentro de ella. El peso de él le oprimía los senos sobre la mesa. Los dedos de él le apretaban las caderas. Ella gimió de placer cuando él empujó al máximo. Y luego salió casi por completo de su interior con un movimiento lento, sensual y majestuoso de su masculinidad-. ¡Por favor! -Ella sentía la excitación que le crecía por dentro-. ¡Ay, por favor, no pares! ¡No pares, Owein! -Arqueó la espalda para permitirle a él entrar más a fondo-. ¡Ah! ¡Ah! ¡Ahhhhhhhhhhhhhh! -exclamó ella. Entonces llegó a la cumbre y se desmoronó, casi decepcionada de que no hubiera más.

Su néctar entró como una tromba en el cuerpo ansioso de ella. Él no había pensado rendirse tan fácilmente, pero era imposible resistirse a ella. Y ahora lo sabía. Uno le hace el amor a una esposa como le hace el amor a cualquier mujer. Con pasión, con habilidad y, en el caso de Rosamund, con amor. La besó en la oreja y murmuró:

– ¡Beee!

Rosamund rió. No podía más. Él le había hecho el amor de una manera muy excitante, y se sentía maravillosamente.

– Déjame incorporarme, mi amor. Creo que ahora los dos deberemos bañarnos. -Sintió que él salía del interior de ella y se incorporaba-. Ven. La tina se enfría. Tú primero, y yo te lavaré. -Lo tomó de la mano y lo llevó a la tina de roble redonda.

Él se metió y se sentó con cuidado.

– No creo que haya lugar para los dos -dijo, con pena.

– No en esta tina, aunque he oído que hay unas más grandes. ¿Le pedimos al tonelero que nos haga una, milord? -Se arrodilló junto a él y comenzó a lavarlo con su paño de franela y una barra de jabón.

– Sí, señora, tenemos que pedirle al tonelero que nos haga una tina en la que podamos bañarnos juntos. ¡Me encanta la idea!

Ella le lavó la cara, mirando dentro de sus ojos y sintiendo que se le derretía el corazón. ¿Era posible que amara a ese hombre? Por cierto que le gustaba mucho, y hacían el amor de una manera maravillosa. Claro que ella no tenía cómo comparar, pero él le proporcionaba un placer tan increíble que seguramente eso significaba algo. ¿No? Rosamund le pasó el paño por el pecho. Le lavó los brazos largos y la gran espalda, el cuello y las orejas.

– Tienes que lavarte tú las piernas y los pies, porque temo que, si lo hago yo, derramaremos agua en el piso en nuestro entusiasmo. -Le dio el paño.

– Estoy de acuerdo -dijo él, y lo tomó.

Ella esperó con paciencia a que él hubiera terminado y, cuando él se puso de pie, lo envolvió en una toalla caliente.

– Sécate tú, que se me enfriará el agua -le dijo. Entonces se metió en la tina y comenzó a lavarse rápido, porque de verdad el agua se enfriaba. Cuando terminó y se incorporó, Owein la envolvió en otra toalla caliente que tomó de un perchero que había junto al fuego. Rosamund bostezó mientras él la secaba.

– Ahora dormiremos un rato. Hace apenas una semana que estamos en casa, y tú no estás acostumbrada a tanto viaje, mi amor. -La levantó, la metió en la cama y se introdujo él también.

– Sí, mi señor, estoy cansada -admitió ella, se acurrucó en la curva del brazo de él y se quedó dormida.

Para cuando despertaron era muy entrada la tarde, y fue por un discreto golpear a la puerta del dormitorio.

Maybel asomó la cabeza por la puerta abierta.

– Ah, bien, ya están despiertos -dijo, al parecer, en absoluto sorprendida de encontrar al señor de la casa con su esposa-. ¿Van a bajar a la sala a comer o traigo la comida aquí arriba?

– Yo bajaré, pero mi señora debe permanecer en la cama y descansar. Tráele una bandeja con algo nutritivo.

– Mandaré a una de las muchachas, y también a los criados a vaciar 'a tina y guardarla. -Se fue y cerró la puerta tras ella.

– Ya descansé -rezongó Rosamund.

– No, mi amor, no descansaste nada. -Él abrió el baúl que había los pies de la cama y sacó una delicada camisa de lino, que le alcanzó su esposa-. Ponte esto, Rosamund. No debes estar desvestida bajo las mantas cuando lleguen los criados a retirar la tina. -Se vestía mientras hablaba.

Ella obedeció, sumisa, dándose cuenta de que él había comenzado a cuidarla como lo haría un esposo. Y eso la confortaba.

– Dame mi cepillo -dijo ella y, cuando él se lo hubo alcanzado comenzó a pasárselo por sus largos mechones. Luego los peinó en una sola trenza y la ató con una cinta azul que encontró en el bolsillo de la camisa-. ¿Estoy lo suficientemente respetable ahora para recibir a los criados? -bromeó.