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– Salvo por esa expresión de satisfacción en los ojos y por la boca algo machucada, sí. Creo que me quedaré hasta que se hayan ido los criados.

– ¿Entonces estás celoso, señor mío? -coqueteó ella.

– Estoy celoso de cada minuto de tu vida que no hemos compartido, Rosamund.

– ¡Ah! -Él la conmovía; era tan romántico, algo que ella no habría esperado cuando lo conoció-. No eres el hombre que yo imaginaba.

– ¿Estás decepcionada?

– ¡No! ¡Eres maravilloso, Owein Meredith!

– Nunca pensé que algún día una mujer me pondría tan tonto -admitió Owein-, pero me temo que tú me has convertido en un tonto redomado, mi amor. Te amo sin límites y quiero que algún día tú me ames también.

– Así será -le prometió ella-. Creo que ya me estoy enamorando de ti, esposo. ¿Cómo no amar a un hombre que ha sido tan delicado y bondadoso conmigo? Un hombre que respeta mi humilde posición como señora de Friarsgate. Eres único, y muy parecido a como habría sido Hugh Cabot de haber sido más joven.

– Vaya con el elogio -respondió Owein con una sonrisa -Se cuánto querías a sir Hugh. Sé cuánto lo respetabas. ¿Te ofenderías si te digo que creo que su espíritu está en esta casa, y que me parece que me ha aprobado?

– No, yo siento lo mismo, y también creo que te aprueba.

Rosamund se encontraba en un mundo nuevo. Era una mujer casada, como tantas otras. Los días se hicieron semanas y las semanas, meses. Se recogió la cosecha. Se trilló el grano, que ahora estaba guardado en los graneros de piedra. Se recogieron las manzanas y las peras. Los arrendatarios de la finca se sorprendieron cuando sir Owein se trepó a la copa de cada uno de los árboles del huerto a cosechar la fruta de las ramas más altas. En el pasado, esa fruta se dejaba pudrir o caer al suelo para que se la comieran los animales.

– No está bien desperdiciar -les explicó, tranquilo.

Se había hecho la selección de rebaños y manadas. Algunos animales fueron sacrificados para que hubiera carne para comer en el invierno, pero la mayoría se llevó al mercado para venderlos. El dinero resultante fue utilizado para comprar las cosas que la finca no producía, como sal, vino, especias e hilo. Las monedas que quedaron se guardaron en una bolsa de cuero y se escondieron detrás de una piedra del hogar que había en el dormitorio del señor y la señora.

Para la fiesta de San Martín, Rosamund estaba segura de que se hallaba encinta, algo que confirmaron tanto Maybel como la partera de la finca. Ambas estuvieron de acuerdo en que la criatura nacería a mediados de la primavera, probablemente en el mes de mayo.

– Si es varón, me gustaría llamarlo Hugh -se animó a decir Rosamund, después de contarle a su feliz esposo.

– ¡Sí! Es un buen nombre, ¿pero y si tenemos una niña, mi amor?

– ¿Te parece posible? -Rosamund se sorprendió de que él aun sugiriera la posibilidad. La mayoría de los hombres querían hijos varones y no les importaba confesarlo. Una hija después, podía ser, pero primero hijos varones.

– Cualquier cosa es posible, mi amor. Yo me contentaré con una criatura sana, niña o varón… Y una esposa que sobreviva a los rigores del parto.

Entonces Rosamund rió.

– Para una mujer es natural dar a luz, Owein. Y yo soy mayor que la Venerable Margarita cuando dio a luz a nuestro buen rey Enrique. Las mujeres de mi familia no mueren de parto.

– ¿Y si el buen Señor nos bendice con una hija, cómo la llamaremos? -volvió a preguntar él.

Rosamund pensó un momento y luego dijo:

– No lo sé. Todas las niñas que nazcan en Inglaterra en los próximos meses se llamarán Margarita, por la reina de los escoceses. Yo usaré Margarita como uno de los nombres de nuestra hija, por supuesto, pero primero deberá tener su propio nombre.

– Tienes tiempo de sobra para pensarlo -dijo Maybel, con sabiduría-. La criatura no vendrá antes de la primavera y estamos a principios del invierno. Además, bien puede ser un varón.

Celebraron los Doce Días de Navidad a la manera tradicional, con un gran leño navideño que encontraron en el bosque cercano y trajeron a la casa. Hubo ganso asado, y en la Corte del señorío, Rosamund perdonó las ofensas de los pillos que se presentaron ante ella y repartió regalos para toda su gente. Además, estaría permitido cazar conejos dos veces por mes durante el invierno, los sábados, salvo durante Pascua, cuando se daría permiso para tomar peces de los riachos de Friarsgate, los mismos días. Rosamund Bolton era una buena señora, todos estaban de acuerdo.

Enero pasó con relativa tranquilidad. Las ovejas empezaron a parir sus corderitos, como siempre, durante las tormentas de febrero, y volvían locos a los pastores que se desesperaban por encontrar a los recién nacidos antes de que estos y las madres murieran congelados.

– Las ovejas no están entre los animales más inteligentes -observó Rosamund. Y le dijo a su esposo-: Tendrás que ir a Carlisle en primavera a tratar con los mercaderes de tela de los Países Bajos, mi señor, pues a mí, en mi estado, me será imposible. -Su mano acarició por instinto el vientre redondo, calmando a la criatura que tenía en sus entrañas, que, por otra parte, era muy activa.

– Podemos ir juntos si la criatura ya nació. Los mercaderes no vienen hasta fines de mayo o principios de junio, porque los mares no son propicios antes de esa fecha.

– Debes ir tú. No soy una dama de la alta sociedad para sacarme la leche y poner a mi hijo a amamantarse en el pecho de alguna campesina. Soy una muchacha del campo, y nosotras amamantamos a nuestros hijos, esposo mío. Mi madre era delicada, por eso no me amamantó de pequeña. ¡Gracias a Dios que estuvo Maybel! Pero Maybel está de acuerdo conmigo en que una criatura tiene que estar primero en la teta de su madre.

– Yo no tengo experiencia con criaturas ni con madres. Debo aceptar tu criterio en este asunto. -La abrazó, una tarea un tanto difícil en los últimos tiempos, y la besó con suavidad-. Cómo voy a envidiar a esa criatura, mi amor -dijo, con segunda intención.

– ¡Milord! -Rosamund todavía podía ruborizarse.

– No puedes echarme a mí la culpa, mi amor. Nunca pensé en conocer la dicha de la bendición conyugal con ninguna mujer, y los hados me dieron a ti. Nunca pensé en llegar a engendrar niños, y aquí estamos, tú madurando mi niño ante mis ojos. Todo es maravilloso y muy nuevo para mí, esposa mía.

Estaban sentados en la sala. La nieve del invierno golpeaba contra las pocas ventanas y había un fuego que ardía gozoso en el hogar. Dos perros terrier de Escocia, un galgo y un terrier de un suave manto negro y tostado estaban echados en el piso junto a sus sillas. Un gato gordo se lavaba las patitas junto al fuego, mientras se preparaba para una de sus largas siestas invernales.

– Me pregunto si Meg será tan feliz como yo.

– Es una reina -respondió Owein-. Ellas tienen poco tiempo para la felicidad; sus obligaciones se interponen. Pero conociendo a Margarita Tudor como la conozco, no creo que sea desdichada. Tiene hermosos trajes para mostrar, joyas y, a creer por lo que se cuenta, un esposo lujurioso para mantenerla satisfecha en la cama. Lo único no tiene que hacer para merecer esos placeres es producir un heredar para Escocia. Considerando el éxito de su madre en tales menesteres creo que le irá bien.

Rosamund rió.

– Eres un cínico, señor mío. Es un aspecto tuyo que no conocía.

– Prefiero decir que soy realista -dijo él, riendo-. Crecí en la casa de los Tudor, mi amor. Los conozco bien. Creo que perturbaría a los poderosos descubrir lo bien que los conocen sus servidores.

Llegó marzo y la nieve de las colinas comenzó a derretirse a medida que los vientos venían más del sur y del oeste. La tierra volvió a ponerse verde, y se la veía salpicada por ovejas y sus corderitos, que retozaban alegres en los prados. El cielo era brillante y azul un minuto y se llenaba de nubes de lluvia al siguiente. Pero era primavera. Pascua llegó y pasó. Se acercaba el momento del nacimiento del primer hijo de Rosamund. Por momentos, ella estaba muy feliz, y al instante, muy irritable.