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– Estoy más grande que una oveja con mellizos -rezongaba-. No me encuentro los pies y, cuando consigo verlos, me hallo con dos salchichas hinchadas.

– Si nuestra Madre bendita pudo dar a luz a su hijo con fortaleza -dijo, inocente, el padre Mata-, también podrá hacerlo usted, señora.

Rosamund penetró con la mirada al joven sacerdote.

– Sólo un hombre es capaz de decir semejante tontería, mi buen padre. Hasta no haber llevado en sus entrañas una nueva vida, y sentir que el vientre y los pechos se le ensanchan más allá de toda razón, no sabrá por lo que pasó nuestra Madre bendita o cualquier otra mujer en asuntos como este.

Owein largó una carcajada ante la expresión de desconcierto que había en el joven rostro del padre Mata.

– No puede saberlo, por ser un hombre de Dios y no un esposo. Pero yo he descubierto que las mujeres se ponen extremadamente irritable en momentos así.

– Discúlpalo, Rosamund -dijo Maybel, casi reprendiéndola-. ¿Cómo esperas que el pobre hombre lo sepa?

– Entonces que no repita devotos lugares comunes -rezongó ella.

Se levantó de la mesa y una súbita expresión de susto le atravesó el rostro.

Maybel lo vio y se apresuró a preguntar:

– ¿El bebé?

– No tengo dolores -dijo Rosamund, despacio-, pero me ha salido agua, y no es orina. -Estaba muy confundida.

– Algunas empiezan con dolores y otras con las aguas -dijo Maybel, con calma-. Esta criatura ha decidido venir y ha elegido el momento, mi niña. Camina por la sala mientras ponemos la silla de parir junto al fuego. -La mujer se dirigió a Owein-. Tú y Edmund saben qué hacer, milord. En cuanto a usted, mi buen curita, algunas oraciones serán de ayuda.

Rosamund comenzó a caminar por la sala. "Estoy pariendo a mi hijo -pensó, muy entusiasmada-. Para la mañana tendré a mi hijo en brazos. Una nueva generación para Friarsgate. Ven, mi chiquito Hughie, y nace. ¡Sí! Hugh por Hugh Cabot. Edward, por mi hermano perdido; y Guy, por mi padre, a quien apenas recuerdo. Hugh Edward Guy Meredith, el próximo señor de Friarsgate". De súbito la atravesó el primer dolor, y ella se detuvo bruscamente.

– ¡Agh! -La oleada de dolor la recorrió y se fue con la misma rapidez.

– Sigue caminando -le dijo Maybel.

Pusieron la silla de parir junto al hogar sobre un lecho de paja. En el fuego hervía un enorme caldero de agua. Había una mesita llena de paños limpios. En otra, una jarra de bronce y una pequeña botella de aceite. Trajeron la cuna junto con los paños para fajar al recién nacido.

– Ahora, salgan todos -ordenó Maybel.

– ¡Que Owein se quede! -exclamó Rosamund mientras su tío el sacerdote y los criados salían de la sala.

– Dar a luz es asunto de mujeres, mi niña -dijo Maybel.

– Me quedaré -dijo Owein, en voz baja, y Maybel asintió.

Rosamund caminó por la sala hasta que sintió débiles las piernas ya no pudo tenerse en pie. Owein la sostuvo antes de que cayera y la llevó a la silla de parir. La sentó y ella se aferró a los robustos brazos de madera, porque los dolores venían ya muy seguido. Finalmente, pareció que no había respiro para tanto dolor.

– Puja, mi niña -ordenó Maybel-. Tienes que pujar para que salga la criatura de tu cuerpo.

– No puedo -gimió Rosamund. Tenía la frente perlada de transpiración y casi no podía respirar.

– ¡Tienes que pujar! -dijo Maybel, severa.

El largo crepúsculo de primavera se convirtió en la más negra de las noches. La oscuridad persistía, y Rosamund se cansó más y más luchando por traer a su hijo al mundo, al heredero de Friarsgate. Owein se quedó a su lado, alentándola, mojándole los labios resecos con un paño empapado en vino, apartándole los cabellos, ahora lacios y húmedos, de la frente.

Por fin, cuando el cielo comenzaba a aclarar con el nuevo día, Maybel gritó:

– ¡Ya casi está, mi niña! La criatura casi salió. ¡Con el próximo dolor tienes que pujar con todas tus fuerzas!

Y Rosamund se aferró a los brazos de la silla, apretando los dientes y gruñendo mientras pujaba con todas sus fuerzas. Un grito rasgó el alba y Maybel, de rodillas ante la silla de parir, ayudó a que la criatura terminara de salir del cuerpo de su madre.

– ¡Es una niña! -exclamó Maybel-. ¡Tan bonita como tú cuando naciste!

– ¡Pero yo quería un varón! -gimió Rosamund.

– La próxima vez -dijo Owein, y sus ojos brillaron cuando miró por primera vez a su hija.

– ¿La próxima vez? Tú tienes que estar loco -le dijo Rosamund, pero Owein y Maybel rieron.

– ¿Qué nombre le pondremos? -le preguntó a su agotada esposa

– ¿Qué día es hoy? -preguntó Rosamund, exhausta, casi incapaz de mantener los ojos abiertos.

– Es 29 de abril.

– Mañana es mi cumpleaños. Cumpliré quince. Pero hoy es el día de santa Catalina. Le pondremos como mi madre, como la santa y como la reina de los escoceses -decidió Rosamund.

Maybel había terminado de limpiar a la niña, cuyos alaridos ya no eran tan fuertes. La envolvió con paños apretados y se la entregó a su madre.

– Tiene tus mechones rojizos, mi niña.

Rosamund miró a su primogénita.

– Bienvenida al mundo, Philippa Catharine Margaret. Casi compartimos el cumpleaños -dijo y rió cuando su hija bostezó y cerró los ojos para dormir, como diciendo: "Ahora que todo terminó podemos descansar un rato".

El delgado dedo de Owein tocó la mejilla sedosa de la criatura.

– Nuestra hija -murmuró, despacito.

– Lo siento, milord. Traté de darte un hijo varón.

– Es perfecta. No podría ser más feliz, mi amor.

– ¿De verdad? -preguntó ella, escudriñando el hermoso rostro de él.

– De verdad -respondió él-. Ahora tengo dos hermosas mujeres para amar y malcriar.

CAPÍTULO 11

Si había algo que Rosamund había aprendido en su breve paso por la Corte era el valor de tener conexiones con personas importantes. No había considerado seriamente la cuestión hasta el nacimiento de su hija. Porque, ahora, Philippa era la heredera de Friarsgate, pero, aunque fuera suplantada por un hermano varón, seguiría siendo la hermana del heredero. Rosamund sabía que en esa región tan poco habitada era difícil conseguir buenos maridos. Se tomarían en cuenta la dote de su hija, su belleza y sus conexiones. Philippa no era de cuna noble, pero tampoco era una campesina. En consecuencia, de sus padres dependía mantener sus frágiles lazos con la Corte de los Tudor, aunque más no fuera por la niña.

Rosamund le escribió a la Venerable Margarita y a su antigua acompañante, Margarita, la reina de Escocia, anunciándoles el nacimiento de su hija. También se le ocurrió escribirle a Catalina de Aragón, que probablemente sería reina de Inglaterra algún día. Podría ser muy útil conservar la relación con una reina. Para deleite de Rosamund, llegaron cartas de las tres mujeres. La madre del rey enviaba sus felicitaciones junto con un pequeño broche de esmeraldas y perlas para Philippa. La reina de los escoceses mandó doce cucharas de plata y una carta llena de rumores escrita con su propia mano. La viuda Catalina había dictado su misiva a su secretaria, pues su inglés seguía siendo malo. En ella, la princesa española enviaba sus cariñosos deseos de buena salud para Philippa y se disculpaba porque su regalo, un pequeño misal encuadernado en cuero, no era más importante. Explicó que sus fondos eran escasos y que el rey no la ayudaba.

Rosamund quedó pasmada, pero a Owein no le llamó la atención. Le explicó a su esposa que Enrique Tudor no se sentiría responsable por Catalina hasta que ella no se casara con su hijo menor. Estaría convencido de que el padre de ella, el rey Fernando, tenía la obligación de mantener a su hija. Si bien se esperaba que el casamiento ocurriera en algún momento, el príncipe Enrique era todavía demasiado joven para contraer enlace. Podría haber un partido más ventajoso para el heredero al trono de Inglaterra y hasta que el rey pudiera decidirse, retendría la custodia de la princesa española.