Выбрать главу

– Siéntese, sir Owein, y cuéntemelo todo -dijo Catalina de Aragón ignorando la mirada escandalizada que le dirigió doña Elvira-. ¿Cómo está Rosamund? ¿Prospera su querida Friarsgate?

– Ella está bien, Su Alteza. En realidad, diría que está mejor con cada niña que tiene. Y Friarsgate, tengo el placer de decir, es próspera. Nuestra lana y nuestros tejidos, en particular el azul especial que hacemos son muy requeridos por los merceros ingleses y por los de los Países Bajos que van a Carlisle.

– Dios los ha bendecido, sir Owein. Espero que se den cuenta y den gracias a nuestro querido Señor y su santa Madre -dijo Catalina, piadosa.

– Así es, Su Alteza. Es más, nuestro sacerdote, el padre Mata, celebra misa todos los días, y dos veces por día en las fechas de guardar. Nos aseguramos de que cada criatura que nace en Friarsgate sea bautizada de inmediato y enviamos limosna periódicamente al obispo de Carlisle.

La princesa sonrió.

– Me complace saber que su casa es un hogar cristiano, sir Owein. -Se dirigió a doña Elvira-: Tráenos algún refrigerio. ¿Permitiremos que sir Owein me acuse de ser una mala anfitriona, él que ha venido a verme desde tan lejos?

– ¿Dejarte sola con un hombre? -dijo, furiosa, la dueña, en español-. ¿Estás loca?

– María está con nosotros -respondió la princesa en la misma lengua-. Ahora ve a hacer lo que te ordeno.

Con un estremecimiento de su falda negra, doña Elvira salió como una tromba de la habitación.

– Simula no saber una palabra de inglés -dijo la princesa-, pero lo entiende perfectamente, aunque no lo hable mejor que yo. En primer lugar, quiero darle las gracias por el envío. No disimularé con usted. Atravieso por un estado de tremenda necesidad.

– Desearíamos que fuera más, Su Alteza -dijo Owein, reparando en lo gastados que estaban los puños del traje de la princesa-. Si no la ofendiera, ¿podría enviarnos a alguien en el otoño? Si puede, haremos que regrese con otro pequeño envío para usted.

– María, ocúpate de que se haga lo que pide sir Owein y no le digas nada a la vieja arpía -dijo Catalina de Aragón.

– Lo arreglaré, Su Alteza -respondió María de Salinas, la íntima amiga de la princesa.

– Pobre María -le dijo la princesa a sir Owein-. Su familia había arreglado su matrimonio con un flamenco adinerado, pero yo debía dar su dote y no pude. Espero compensarla algún día. -Suspiró profundamente-. Cuénteme lo que sabe, sir Owein.

– Milady, vivo en Cumbria. Oigo muy poco de la Corte.

– Tiene amigos que le escriben, lo sé. ¿Qué se dice de mi matrimonio con el príncipe Enrique? Hace meses que no lo veo, aunque ambos vivimos en la Corte. -Con gesto nervioso, los dedos pellizcaban la seda roja de la falda.

Él vaciló, pero decidió que la verdad era mejor en esa difícil situación.

– En el norte llegó un rumor a mis oídos, aunque debo advertirle que, por lo que sé, es solo un rumor. Se dice que el rey está considerando otra alianza para su hijo.

– ¿Con quién?

– Con su sobrina, la princesa Leonor.

Catalina de Aragón sacudió la cabeza, desolada.

– Es una niña, que Dios la ayude. Pero es típico de mi cuñado complicarse en semejante negociación. Sabía que odiaba a mi padre, pero no pensé que lo odiara tanto como para perjudicarme a mí. ¡Y Juana! ¡Mi pobre hermana loca! Es tan celosa de Felipe que lo ha apartado de ella con sus sospechas. Una esposa debe pasar por alto los pequeños pecados de su esposo, a pesar de su propio orgullo. Mi hermana no entiende que ser la esposa del archiduque la hace importante, y que ninguna amante puede quitarle eso. ¿Sabe si se ha firmado algo?

– No que yo sepa, pero no pueden firmar nada a menos que se repudie su compromiso con el príncipe Enrique -le recordó Owein, para darle esperanzas.

Catalina sacudió la cabeza, con pena.

– Estoy en una situación tan difícil. El rey Enrique me considera comprometida, pero a su hijo lo considera libre. No sé qué haré si se me repudia.

– ¡No sucederá tal cosa! -dijo, enérgico, Owein Meredith-.Es su hermana quien heredó Aragón, no el archiduque Felipe, Su Alteza. Su padre encontrará la manera de dar satisfacción. Seguramente podrá razonar con la reina Juana sobre este asunto. Todo se compondrá, ¡estoy seguro! Rogamos por usted en Friarsgate y continuaremos haciéndolo.

– Es extraño que una muchacha sin importancia de Cumbria y su esposo caballero sean mis defensores. Tengo pocos amigos aquí, sir Owein. Me causa gran satisfacción que ustedes estén de mi parte, aunque lejos.

– Algún día usted será reina de Inglaterra. Una reina Tudor. Desde los seis años he servido a los Tudor y también la serviré a usted. Rosamund hará lo propio. -Se arrodilló y volvió a besarle la mano-. El rey Enrique puede ser severo y sé, por mis amigos, que no está bien. Pero no es ningún tonto. El arreglo que hizo con sus padres al final prevalecerá. De eso estoy seguro. -Se puso de pie-. Con su permiso, ahora me retiraré. El viaje ha sido largo y quisiera ver a algunos amigos antes de volver a casa a Friarsgate. -Se inclinó ante ella.

– Venga a verme una vez más antes de irse -dijo ella, y él asintió.

Owein dejó los apartamentos de la princesa y buscó a algunos de sus antiguos compañeros. Estos se alegraron de verlo y bromearon con él, porque hasta el momento solo había procreado niñas. Pero, con unas copas de vino por delante, se pusieron a hablar, y Owein se enteró de que las cosas eran peores de lo que él había imaginado para la pobre princesa. Catalina de Aragón estaba virtualmente en la miseria. El rey había suspendido por completo su salario. Vivía con la Corte porque ya no podía mantenerse en la Casa Durham, que pertenecía al obispo de Londres.

Antes de verse obligada a dejar la casa tuvo que economizar hasta tal punto que sus criados debían comprar pescado, carne y verduras del día anterior en el mercado. Varias de las muchachas que habían llegado con ella desde España con la esperanza de encontrar buenos matrimonios ingleses, habían sido devueltas a casa porque la princesa no podía mantenerlas, y mucho menos darles una dote. María de Salinas se había negado a dejar a su amiga. Catalina estaba endeudada con varios mercaderes londinenses, que no tenían el menor empacho en exigirle el pago. Se decía que a Catalina le desagradaba el doctor De Puebla, el embajador español. Prefería al otro enviado de España, Hernán, duque de Estrada, que era compasivo con la princesa y le escribía al rey en su nombre, aunque esto no servía absolutamente de nada.

La princesa, le contaron a Owein sus amigos, estaba constantemente enferma, con una dolencia u otra. Sufría de fiebres tercianas, flujos irregulares y dolores de cabeza que la dejaban tan débil que con frecuencia no podía levantarse de la cama ni abandonar su habitación durante días. No estaba bien de los nervios y sufría de depresión. Sintiéndose sola y virtualmente sin amigos, a menudo se encontraba al borde del colapso. Los amigos de Owein se preguntaban si en realidad era la esposa adecuada para el príncipe Enrique.

– ¿Será capaz una muchacha tan sensible de hacer príncipes para Inglaterra? -dijo uno, con crudeza-. Además, a los diecinueve años, ya está crecidita. Tal vez el rey tenga razón cuando habla de buscar a una muchacha más joven.

– La princesa Catalina será una buena reina de Inglaterra algún día -dijo Owein, leal-. Todavía es joven, y sospecho que al príncipe le vendrá mejor una esposa algo mayor que él.

– Tendrías que verlo. De un muchacho alto se ha convertido en un hombre corpulento. Mira, Owein, mide más de uno metro noventa y los brazos y las piernas son como troncos de árbol. Tiene el cuerpo de un hombre, pero la cabeza aún es la de un niño. El rey casi no le da oportunidad de reinar. Al menos a Arturo, que Dios lo tenga en su gloria, lo enviaron a Gales a aprender caballería. El rey no quiere separarse del príncipe Hal. Lo tiene con la rienda corta.