– No tanto que el príncipe no levante alguna falda que otra de vez en cuando -bromeó un tercero-. Tiene el apetito de un sátiro por la carne femenina. Si la princesa se casa con él, tendrá que mirar para otro lado cuando a Su Alteza se le escapen los ojos, lo que sucederá con frecuencia, sin duda.
– Sería de esperar que el príncipe Hal no hiciera un espectáculo público -opinó Owein-. La princesa es una muchacha orgullosa.
Se quedó bebiendo y enterándose de las novedades de la Corte con sus amigos hasta que todos se acostaron para pasar la noche en la sala del rey. Por la mañana, con un poco de dolor de cabeza, fue a ver a la princesa Catalina para despedirse.
– Por favor, dígale a Rosamund que siga escribiéndome, sir Owein. Me gustan sus cartas, tan plenas de los detalles domésticos, con noticias de Friarsgate y de sus hijas. Y páseme cualquier información que obtenga de sus amigos de aquí.
– Soy el leal sirviente de Su Alteza -dijo Owein Meredith, mientras se inclinaba y besaba la mano real una última vez antes de retirarse.
Durante los días siguientes, apuró su caballo en dirección sur. El sol primaveral le alegraba el camino y pensaba en Rosamund. Casi no podía esperar para contarle todas las novedades. Ella se apenaría por la situación difícil de Catalina de Aragón, pero seguirían ayudando a la princesa lo más que pudieran. Owein creía firmemente que Catalina algún día sería reina de Inglaterra, y la muchacha no era una persona que olvidara a sus amigos.
Al fin, su caballo llegó a las colinas desde donde se dominaba Friarsgate. El lago, abajo, era de un azul brillante bajo el sol de fines de mayo. Las colinas verdes estaban salpicadas con ovejas y los prado se cubrían de vacas y caballos. Vio a los arrendatarios que trabajaban en el campo y cuidaban las nuevas cosechas de grano y vegetales. Hizo avanzar al caballo con lentitud colina abajo, sabiendo que su esposa y sus hijas lo esperaban ese día, y estaba feliz de volver a casa.
Un peón del establo se acercó a tomar el caballo cuando él desmontó.
– Dale una buena cepillada, Tom, y una ración extra de avena. Ha recorrido un largo trecho las dos últimas semanas -ordenó Owein-. Y después suéltalo en el prado, para que retoce a gusto.
– Sí, milord, ¡y bienvenido a casa!
Owein se dirigió a su casa. Avisada por una criada, Rosamund corrió a recibirlo, le echó los brazos al cuello y lo besó con gran entusiasmo.
Riendo, Owein la levantó y la llevó hasta la sala, donde la depositó con suavidad en el suelo.
– Por Dios, milady, qué buen recibimiento. ¿Tanto se me ha extrañado? -Pero estaba muy contento, porque era la primera vez que se habían separado desde que se casaron.
Ella lo miró a los ojos, y los suyos resplandecían con el amor que sentía por él.
– ¡Sí, milord, se te ha extrañado mucho! -le dijo.
– ¡Papá! ¡Papá! -Owein sintió un insistente tironeo del jubón.
Miró hacia abajo y vio a Philippa. Se inclinó y la levantó con una sonrisa.
– ¿Cómo está la princesita de papá? -le preguntó, al tiempo que besaba su mejilla rosada-. ¿Te portaste bien, Philippa, y ayudaste a mamá con la hermanita?
Philippa miró a su padre y dijo, en su media lengua:
– Sí. -Frunció el entrecejo-. Bannie tiene olor.
– A veces los niños pequeñitos tienen olor, sí, pero tu hermanita no tiene olor siempre, ¿no? Dime la verdad.
– No -dijo Philippa con reticencia.
Owein bajó a su hija.
– ¿Ya estamos con rivalidades? -le preguntó a su esposa mientras Philippa se iba, caminando a los tumbos y con un brillo en los ojos, consta de que su padre la hubiera levantado y escuchado.
– Necesitamos otra. Eso pondrá fin a la historia. -Le sonrió, seductora-. ¿Y usted me extrañó, milord?
– ¿La criatura acaba de salirle del vientre y usted ya quiere otra milady? -bromeó él-. Creo que tendríamos que esperar un poco.
– Necesitamos un varón.
– Cuando Dios lo disponga. Ahora, mujer, ¿dónde está mi cena? He comido casi todas porquerías desde que salí de aquí. Estoy cansado y muerto de hambre.
– Enseguida, milord -respondió ella, y llamó a los criados para que trajeran la comida-. Y apenas hayas comido me contarás todo lo que has visto y oído.
Él asintió y se sentó a la mesa principal.
Le llevaron un pollo, dorado y relleno con pan, manzanas, cebollas y apio. Una linda trucha, cortada, servida sobre un lecho de un berro fresco. Había un recipiente con guisado de cordero: los pedazos de carne flotaban en una salsa cremosa con cebada, rodajas de zanahorias y puerros dulces. Llevaron pan casero caliente, manteca dulce y una tajada de queso amarillo. Los dos comieron con apetito, sopando la salsa del guisado con el pan. Vaciaron varias copas de cerveza. Y cuando se hubieron saciado, apareció un criado con un recipiente con frutillas y otro con crema batida.
– Ahora -dijo él, metiendo una frutilla en la crema y dejándola caer en la boca-, te contaré todo, mi amor.
Rosamund escuchó, sin interrumpirlo, hasta que concluyó el relato.
– La pobre Kate tiene menos control sobre su vida que nosotros -se apenó Rosamund-. Es una princesa, a mí no se me hubiera ocurrido que esto fuera posible. No puedo creer que el rey sea tan cruel. ¿Qué clase de ejemplo le da al príncipe?
– No es cruel deliberadamente -explicó Owein-. Él y el Rey Fernando despliegan sus juegos de poder. Es como el ajedrez. Por desgracia, la princesa es su único peón y sufre en consecuencia.
– Tenemos que seguir ayudándola, Owein. Nosotros tenemos tanto, tú y yo, aquí en Friarsgate. Ella no tiene más que sus esperanzas porque no disponemos de mucho en efectivo, porque aquí en el campo uno vive del trueque, pero debemos conseguir dinero para enviarle en cuanto podamos. Por favor, no me niegues esto. -Lo miró con ansiedad.
– Tú eres la señora de Friarsgate, mi amor, yo no soy más que tu esposo. Pero pensamos igual en este asunto, Rosamund. En el otoño vendrá alguien de visita de parte de la princesa Catalina. Y volverá con lo que podamos enviarle.
– ¡Sí! Podemos vender algunos corderos o dos vaquillonas. Hay un potrillo en el prado que todavía no ha sido castrado y que nos dará una buena ganancia, porque es hijo de Danzarín de las Sombras, el mejor padrillo de caballos de guerra que hubo todo el norte de Inglaterra. Yo le puse Papamonta, porque es idéntico a su padre. Si hacemos correr la voz de que lo tenemos en venta, podemos sacarle buen dinero para enviarle a la princesa Catalina -dijo Rosamund, con entusiasmo-. Ese caballo nos puede dar mucho.
– Que pase el verano en nuestras pasturas, engordando -sugirió Owein-. Lo venderemos después de Lammas.
Ella asintió.
– Es un buen plan -y agregó-: tienes que darte un baño, porque apestas al camino. Iré a preparártelo ahora. Maybel vendrá a buscarte.
– Tal vez usted desee acompañarme, milady -dijo él, en voz baja-. Esa linda tina que nos hizo el tonelero nos ha visto muy poco en los últimos meses. Ahora que Banon nació, podemos volver a usarla. -La oyó reír entre dientes, mientras se iba de la sala. Los ojos de él se dirigieron a sus hijas. Philippa jugaba en el suelo bajo la mirada vigilante de su nodriza. Ya había cumplido dos años y era muy activa. Tenía los cabellos rojizos de Rosamund, pero los ojos azules que tenía al nacer estaban cambiando al verde avellana de él. Junto al fuego, el pie de la nodriza hamacaba rítmicamente la cuna de Banon. Él conocía poco de esta segunda hija suya, más que su carácter animado.
Rosamund parecía ser una buena reproductora. Sus embarazos eran fáciles, con pocos malestares. Daba a luz rápidamente y sin grandes dificultades. Las niñas se veían sanas. Pero ella quería darle un hijo varón y la verdad era que él también lo deseaba. Pero jamás lo admitiría, porque conocía bien a su esposa. Rosamund lo amaba tanto como él a ella. Si él decía que quería un varón, ella intentaría engendrarlo hasta que lo tuviera o ya no pudiera concebir. Owein Meredith no era ningún tonto Sabía que demasiados hijos podían matar a una mujer. Su madre había muerto así. Prefería toda la vida tener a su dulce Rosamund antes que un hijo varón.