Maybel interrumpió sus pensamientos.
– Tu baño está listo, milord. Todavía no tuve la oportunidad de darte la bienvenida a casa, pero lo hago ahora.
– Maybel -dijo él, sin más-, ¿cómo se hace para impedir que una mujer conciba un niño?
– ¡Milord! Eso está prohibido.
– Sí, pero sé que hay maneras, y sospecho que tú las conoces. Escúchame, Rosamund quiere darme un hijo varón, pero yo pienso que tener un hijo tan seguido de Banon podría hacerle daño a mi esposa. ¿Puedes ayudarme, Maybel?
– Yo sé que no refrenarás tus pasiones -dijo Maybel, en voz baja, con un brillo en los ojos.
– Es que esa muchacha no me deja en paz -dijo él, bromeando-, y yo reconozco que tengo debilidad por ella.
Maybel rió, pero enseguida se puso seria.
– No te enojes, milord, te lo ruego, pero yo ya eché mano del asunto. Lo hice después del nacimiento de Philippa. Rosamund no lo sabe, pero debe descansar entre un embarazo y otro, y ella no lo haría si la cuestión quedara en sus manos. Todos los días le doy una bebida, un tónico, que ella toma porque confía en mí. En realidad, es un preparado que hago con semillas de zanahoria silvestre y un poquito de miel para quitarle el dejo amargo. Eso debería hacer que tu semilla cayera en terreno yermo, milord. Un hijo cada dos años es más que suficiente. Algún día debemos tener un hijo varón para Friarsgate.
– De acuerdo, pero no demasiado pronto. -Le sonrió a Maybel. Me iré a tomar mi baño con la tranquilidad de que podremos amarnos, pues no debo negarle nada a mi muchacha, traviesa como es.
– Es el mismo espíritu que la mantuvo a salvo de su tío Henry y sus maquinaciones -respondió Maybel, devolviéndole la sonrisa a Owein.
Él corrió escaleras arriba, a su dormitorio. Al entrar encontró a su esposa esperándolo. Cerró la puerta y le pasó el cerrojo.
– Entonces ¿me vas a acompañar, milady? No me respondiste cuando te lo pedí en la sala. -Se sentó y tendió hacia ella el pie calzado con la bota.
Rosamund le sacó las botas y le quitó las medias tejidas. Entonces, frunció la nariz.
– ¡Jesús, María y José! Nunca olí algo tan horrible y, en respuesta a tu pregunta, milord, sí, te acompañaré. ¿Cómo, si no, podría restregarte para sacarte la mugre del cuerpo y quitarte los piojos que seguro te contagiaste en la Corte? Te imagino en la sala del rey con tus amigotes, bebiendo y hablando toda la noche. Si mal no recuerdo, tus compañeros no son demasiado exigentes en lo que hace al cuidado personal.
– Un caballero no tiene muchas oportunidades de bañarse -admitió él mientras ella lo desvestía.
– ¿Viste al príncipe Enrique?
– En la sala, después de la cena, sí, pero no hablé con él, mi amor. Está hecho todo un hombre: alto, de huesos grandes, y muy parecido a su abuelo, el rey Eduardo IV, dicen. Es muy bien parecido, con la piel tan clara como una doncella, sus cabellos dorados y los ojos azules brillantes. Se parece mucho a su fallecido hermano, Arturo, aunque este no tenía la estatura, la imponencia ni la buena salud de Enrique. Es muy bullicioso e inteligente. La gente lo adora. Es tanto el amor que sienten Por él como el desagrado hacia el padre.
– Métete en la tina -le ordenó ella, y él obedeció. Ella se quitó la camisa y se introdujo con él en el agua caliente.
– Tienes que besarme antes de cepillarme -dijo él, con una pequeña sonrisa-. ¡Dios! El agua está preciosa, mi amor. Nadie prepara los baños como tú. -Olió-. ¿Brezo blanco?
– No te quedará el aroma, pero, considerando el viaje que hiciste, pensé que sería bueno agregar un poco de perfume. -Le dio un beso, pero a él no le alcanzó.
La atrajo a sus brazos y apretó firmemente sus labios contra los de ella y, ganada como siempre por sus besos, Rosamund suspiró. Sus lenguas jugaron a las escondidas. Las manos de él comenzaron a recorrer el firme cuerpo de ella, a acariciarle las nalgas, los senos. Él mismo se sorprendió con la rapidez de su excitación. No hablaron. Él la apoyó contra las paredes de roble de la tina, la levantó y la atravesó con su espada de amor.
– ¡Aahhh! -suspiraron de placer a la vez.
Ella le echó los brazos al cuello y se apretó contra él.
Él le tomó el rostro entre sus manos.
– No me pidas que vuelva a separarme de ti, Rosamund. Te extrañé muchísimo.
– Y yo a ti, milord. Ah, oh, eso me gusta, Owein.
Él apretaba los glúteos al pujar dentro de ella.
– Sí, es el paraíso, mi amor.
Sus labios se juntaron en un beso ardiente que intensificó la pasión que los consumía. Él sintió que se acercaba el momento culminante y ella también. El deseo de él explotó cuando los dientes de ella se hundieron en su hombro. Entonces, ella aflojó la presión de las piernas, que rodeaban la cintura de él y quedó, débil, pegada a su esposo. Sus jadeos entrecortados se convertían, poco a poco, en suspiros profundos de satisfacción.
Por fin, Rosamund volvió a abrir los ojos. Todavía sentía las piernas temblorosas, pero igual tomó el paño de franela y comenzó a lavar a su esposo. Owein tenía una sonrisa en los labios, y ella rió al notarlo.
Al oír la risa, él abrió los ojos verde avellana y dijo:
– ¿Hay algo que le está haciendo gracia, milady?
– Se ve que sí me extrañaste, Owein. ¿Ninguna dama de la Corte te ofreció sus encantos, por los buenos tiempos, milord? Estabas muy desesperado por hacer el amor conmigo.
– Tú tampoco te hiciste rogar, mi amor -bromeó él, a su vez-. Creo que nunca habíamos hecho el amor en nuestra tina. Me pareció muy estimulante. Me pregunto si todos los esposos y esposas disfrutan como nosotros. Creo que hemos alcanzado mucho con lo que nos ha tocado.
– No ha sido malo. Tú me amabas aun antes de casarnos y yo he llegado a amarte con todo el corazón. Solo espero que la pobre Kate algún día tenga la misma buena fortuna. Ahora quédate quieto, Owein. Nunca vi tanta mugre como la que tienes en el cuello y las orejas. No sé si terminaré de lavarte alguna vez.
– Me laves o no, mi amor, te ruego que te des prisa. Me muero por estar en la cama y volver a tenerte en mis brazos.
– Haremos el varón pronto si continúas portándote con tal entusiasmo -gorjeó ella, complacida.
– Haremos el varón cuando Dios lo disponga, mi amor -respondió él, sintiéndose algo culpable por el engaño que él y Maybel habían tramado, pero lo cierto es que él no quería perderla, ni en ese momento ni nunca.
El verano pasó en paz. Tuvieron pocas noticias del sur. El rey saldría en su viaje oficial, pero nunca iba tan al norte. El tiempo no fue tan clemente como habrían deseado, de modo que la cosecha no fue pródiga como la del año anterior. Igual, sobrevivirían al invierno. Edmund Bolton hizo correr la voz de que Friarsgate vendería un potrillo después de Lammas. La venta sería el 1° de septiembre.
Papamonta era un animal gris moteado, con la crin y la cola negras como el carbón. Retozaba, bufaba y sacudía la crin cuando lo trajeron al espacio cerrado donde lo exhibirían a los compradores interesados.
– ¿Ha sido entrenado para pelear? -preguntó el representante del conde de Northumberland.
– Es demasiado joven -respondió sir Owein-, pero si el comprador quiere, lo entrenaremos. Pero lo hemos dejado entero porque su valor radica en su capacidad de procreación. Su padre es Danzarín de tas Sombras.
– El conde quiere un caballo que pelee -fue la respuesta.
– Entonces este no es el animal para él. Pero tenemos un capón bien entrenado que podría interesarle. Si quiere seguir a Edmund Bolton a los establos, él le mostrará el animal.