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El Consejo del rey instó al nuevo soberano a casarse con la princesa. Pese a sus dudas, él admitió que amaba a Catalina y que la deseaba más que a cualquier otra mujer. La había admirado desde los diez años, y ahora tenía dieciocho. La respetaba y consideraba admirable el coraje de ella en los últimos cinco años. La Venerable Margarita estuvo de acuerdo, y su influencia sobre el joven rey era considerable. Sin más vacilación, Enrique le propuso matrimonio a Catalina. Se casaron en privado el 11 de junio en los departamentos de ella.

Nunca en toda en mi vida he sido más feliz, querida Rosamund. Soy más feliz de lo que pude imaginar jamás. Mi señor esposo es el hombre más delicado y encantador. Lo amaré por siempre. En cuanto a ti, querida amiga, no puedo agradecerte lo bastante por tu gentil apoyo y, en especial, por tus plegarias en los últimos años. No sé si alguna vez podré devolverte el pago…

Rosamund leía la misiva y las lágrimas le caían por las mejillas.

– Transmítele a la reina -le dijo al mensajero real- que lo poco que hice no merece pago. Fue un honor para mí servirla. Volveré a hacerlo si se me presenta la oportunidad. ¿Le repetirás exactamente mis palabras? No las escribiré, porque si las escribo las verá un secretario y nada más.

– Se lo diré, milady -aseguró el mensajero-. Si me permite decirlo, extrañaré mis visitas a Friarsgate. He disfrutado viendo crecer a sus hijas. Que Dios las proteja siempre. -Hizo una reverencia.

– Gracias.

– Ha terminado, entonces -dijo Owein esa noche, en la cama- El Enrique a quien serví está muerto y enterrado. El joven rey ha hecho lo honorable y se ha casado con la princesa Catalina. Ahora solo tenemos que esperar los herederos.

– Y hablando de heredero -le murmuró Rosamund al oído-, ya es hora de que tratemos de hacer un hijo varón, esposo mío. -Le mordisqueó la oreja, traviesa.

– Bessie tiene apenas un año -objetó él-. Es demasiado pronto.

– Ya tengo veinte años, Owein. Tengamos uno o dos hijos varones y no hablaré más de maternidades. Además, la criatura no nacería hasta el año que viene y, para entonces, Bessie tendrá dos. Ya es tiempo -Lo miró fijamente-. ¿Ya no me deseas, esposo mío?

– Milady, usted se está convirtiendo en una mujer muy perversa.

– Es obvio que debo serlo si quiero despertar tu pasión, Owein. -Y lo asombró montándose sobre él-. Si un hombre puede montar a una mujer, ¿por qué una mujer no puede montar a un hombre? -inquirió, ante el rostro asombrado de él.

Él lo pensó y, al cabo de un momento, comenzó a acariciarle los senos.

– No conozco nada que lo prohíba -respondió, pensativo. Sus pulgares le acariciaban los pezones.

Era asombrosa la delicia que sentía siempre que él jugaba con sus senos. Se movió sobre él.

– Recuerdo que te dije que tenemos que hacer algo diferente si queremos tener un hijo varón. Tal vez este sea el hechizo para nosotros. -Se inclinó y rozó con los labios la boca de él. -Tú serás mi caballo y yo tu jinete.

Esta actitud de ella, novedosa y osada, era muy excitante. Él nunca había imaginado a su dulce Rosamund tan atrevida y directa. Ella siempre había aceptado con placer los avances de él, acostada de buena gana debajo de su esposo, recibiendo el inmenso gozo que se daban mutuamente, pero sin hacer mucho más. Él sintió que se endurecía con una rapidez asombrosa. Por un momento, cerró los ojos y simplemente disfrutó la sensación, pero volvió a abrirlos y estiró la mano para acariciarle la joya del placer con la yema del dedo y, al encontrar que ella ya estaba mojada con su propia lujuria, echó a reír. Las manos se afirmaron alrededor de la cintura de ella, la levantó y la bajó, de modo que ella quedó clavada. Él gimió cuando la calidez de ella lo invadió, y comenzó a luchar para poder controlar su propio deseo.

Entró con mucha facilidad en ella. Rosamund se pasó la lengua por los labios secos y, apoyándose en las manos, se echó hacia atrás, disfrutando sin vergüenza alguna de sentirlo adentro. Luego apretó los muslos contra él y comenzó a cabalgarlo, despacio al principio, y a medida que la excitación crecía, aumentó el ritmo hasta que ya no pudo reprimir los gemidos de placer que pujaban por salir de su garganta. De pronto, Owein lanzó un grito y ella sintió los jugos de él que inundaban su cuerpo ansioso. Se dejó caer sobre el ancho pecho de hombre, agotada y próxima a las lágrimas. ¡Por fin habían hecho un hijo varón! ¡Lo sabía!

Él la envolvió con sus brazos.

– Caramba con mi osada esposa, mi Rosamund, mi bonita esposa Te amo.

– Lo sé. ¿No es una suerte que yo también te ame, mi Owein?

Él sintió las lágrimas de ella sobre su pecho y sonrió para sus adentros. No le importaba si ella le daba un hijo varón o no. Le bastaba con estar con ella. Su dulce rosa. Su verdadero amor. Ella se quedó dormida sobre él, que la hizo girar con delicadeza sobre el colchón, y trajo la manta para cubrir a ambos, sin dejar de sonreír al mirarla. Era tan herniosa. Se entendía que el príncipe hubiera querido seducirla años atrás. Él también lo había deseado, a decir la verdad, solo que su código de comportamiento caballeresco no le permitía deshonrar a una niña inocente. A ninguna niña. Owein cerró los ojos y se quedó dormido. Gracias a la bondad de la reina de los escoceses y a su abuela, él había recibido a la hermosa Rosamund y siempre estaría agradecido.

Para Lammas, Rosamund se enteró de que estaba encinta, y esa vez el embarazo fue muy diferente. Durante varios meses tuvo el vientre muy sensible a cualquier cosa, sobre todo al aroma de carne asada. El menor olor la hacía vomitar lo que tuviera en el estómago. Y después, con la misma velocidad, volvía a sentirse bien. El vientre le crecía día a día. Nunca había estado tan grande con las niñas, pero, como le decía ella misma a todo el mundo, este era su primer varón. Lo llamaría Hugh, por su segundo esposo.

– A Henry no le hará gracia semejante recordatorio -dijo Edmund Bolton, riendo, un día en que estaban sentados en la sala con una tormenta de febrero golpeando las ventanas. El fuego crepitaba en el hogar.

– No puedo ponerle Henry a mi hijo -dijo Rosamund, tomando un pétalo de rosa azucarado que había preparado el verano anterior.

– También debes pensar un nombre de niña -dijo Maybel.

– No es una niña -dijo Rosamund, con firmeza.

– Será lo que Dios quiera, Rosamund -respondió Maybel-. Elige un nombre de niña, por las dudas.

Pero Rosamund no podía ni quería.

– Es Hugh -les dijo, implacable.

Pocos días después, Rosamund entró en trabajo de parto.

– ¡Es demasiado pronto! ¡Ay, Dios! ¡Es demasiado pronto! -Cavó de rodillas, doblada con el terrible dolor que la aquejaba.

Owein tomó a su mujer y la acunó en sus brazos mientras los criados corrían a buscar la silla de parir. Rompió en aguas, y ambos se empaparon, pero él no la dejó, sino que se quedó de rodillas a su lado habiéndole con dulzura mientras ella trabajaba para dar a luz al niño que llevaba en las entrañas. Él le humedecía los labios con un paño mojado en vino. Le besaba la frente y le secaba las gotas de transpiración que la empapaban. Y Rosamund lloraba, porque, así como había sabido que esta criatura era un varón, también tenía certeza, instintivamente, que lo perdería sin siquiera conocerlo. Le partió el corazón, pero no estaba preparada cuando el bebé, perfectamente formado, salió de su cuerpo en una bocanada de fluido sanguinolento, con el cordón alrededor del cuello, el cuerpito y la carita azules. El niño no emitió sonido, y Maybel, con las lágrimas corriendo por sus mejillas, sacudió la cabeza.