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– No dejó testamento -dijo Richard.

– Entonces, hay que ocuparse de protegerla contra Henry y sus hijos -advirtió Edmund-. Me temo que se pondrá violenta si Henry intenta volver a imponerle su voluntad.

– Entonces, haremos un testamento -dijo Richard Bolton, con voz serena-. Henry no conoce la letra de Owein. Escribiremos lo que podría haber querido Owein para Rosamund y las niñas, y tú -se dirigió al padre Mata- firmarás con el nombre de Owein.

– ¿Yo? -preguntó el joven sacerdote.

– Diremos que Rosamund ha quedado encargada de velar por sus hijas y por Friarsgate. Que tú y yo hemos sido elegidos para supervisarla y que, en la eventualidad de nuestras muertes, ella volverá al cuidado del rey y sus hijas con ella.

– ¿Yo debo firmar con el nombre de sir Owein? -repitió el sacerdote.

– Sí -respondió Richard-. Firmarás con el nombre de Owein el documento que yo escriba y, después, me confesarás tu pecado. Yo te absolveré, por supuesto, Mata. -Sus ojos azules brillaban.

– En ese caso -opinó el padre Mata-, hagámoslo ya. Henry Bolton pudo haberse enterado de la pérdida que sufrió su sobrina, y en día o dos como máximo, lo tendremos con nosotros. Debemos pasarle un poco de polvo en los dobleces al pergamino, para avejentarlo.

– ¿Avejentarlo? -Edmund parecía confundido.

– No queremos que el documento parezca nuevito, Edmund -dijo, serio, el padre Mata-. El polvo en los dobleces le da aspecto de viejo. ¿Tenemos un pedazo viejo de pergamino? Eso también vendría bien. -Ahora, sus ojos brillaban.

Richard Bolton asintió, con una sonrisa en sus labios delgados.

– Te auguro un futuro brillante en la iglesia, Mata -sentenció, conciso-. Pongamos manos a la obra.

TERCERA PARTE

La bella Rosamund

CAPÍTULO 13

Inglaterra 1510-1511.

El rey y la reina disfrutaban de un momento tranquilo que pocas veces podían compartir en sus aposentos privados. Si bien había guardias afuera y las damas de la reina parloteaban entre ellas, Enrique y Catalina estuvieron solos por un buen rato. El joven rey amaba a su esposa y la respetaba mucho, pero las caras bonitas y las mujeres ingeniosas seguían atrayéndolo. No se negaba ningún placer, a pesar de su estado civil. Hasta el momento, la reina ignoraba sus incursiones en el campo de la lujuria. Y Enrique sabía que no se debía perturbar su sensibilidad. Ya había perdido un hijo. Así que él no descuidaba pasar media hora a solas con su Kate, todos los días. Ella se conformaba, inocente de Dios, con que él estuviera con ella.

– ¿Te acuerdas de Rosamund Bolton, de Friarsgate? -le preguntó la reina a su esposo. Tenía sobre el regazo un pergamino que acababa de leer.

La amplia frente del rey se frunció en la reflexión. Claro que se acordaba de ella. Había querido seducirla, pero un endemoniado caballero de su padre que, además, procedió a darle un sermón sobre caballería se lo había impedido.

– Creo que no. ¿Quién es?

– Estuvo en la Corte por un breve lapso. Era una heredera de Cumbria, pupila de tu padre.

– Tuvo varias muchachas pupilas -respondió el rey. "Pero ninguna con los senos tan seductores ni con aquellos soñadores ojos ambarinos" -pensó.

– Fue la amiga preferida de tu hermana en los meses previos a su casamiento en Escocia. Tu abuela y tu hermana convencieron a tu padre de que la diera por esposa a sir Owein Meredith. Se comprometieron aquí, en la Corte, y partieron con el séquito nupcial de Margarita, aunque lo abandonaron antes de llegar a Escocia -siguió explicando la reina.

¡Sir Owein Meredith! ¡Claro! Aquel era el caballero que lo había reprendido tanto. El rey le sonrió a su esposa.

– ¿Era pelirroja, Kate, mi amor? Me parece recordar a una muchacha de cabello rojo. ¿O era oscuro? -El rey volvió a fruncir el entrecejo mientras simulaba pensar.

– Tiene el cabello rojizo, y los ojos como un buen ámbar del Báltico, Enrique. Y esa deliciosa piel inglesa que yo siempre he admirado tanto. Crema y rosas silvestres. Lo cual siempre me ha parecido muy apropiado, considerando su nombre, "Rosamund".

– Sí, creo que recuerdo a esa dama. Una muchacha bastante bonita que había enviudado dos veces, aunque no tenía más que catorce años.

– ¡Exactamente! ¡Así es! ¡Ah, me alegro tanto de que te acuerdes, Enrique! Quiero que venga a la Corte.

– Pero, mi amor ¿no tienes suficientes damas para servirte que debes requerir la compañía de una de Cumbria? Su esposo no se alegrará, creo yo. Yo no te dejaría ir a ninguna parte sin mí -dijo el rey, con una amplia sonrisa.

La reina se ruborizó, pero insistió:

– Ha vuelto a quedar viuda, Enrique. Está desolada, porque amaba a sir Owein. Tienen tres niñas pequeñas. Yo soy madrina de la segunda, aunque no la he visto nunca.

El rey ahora estaba intrigado.

– ¿Y cómo es que sabes tanto de esa muchacha del campo, Kate, e incluso eres madrina de su hija? -le preguntó a su esposa. A veces ella lo sorprendía, y por lo general cuando él menos lo esperaba. Todavía tenía mucho que aprender de su Kate.

– Nos escribíamos, esposo mío, casi desde su partida de la Corte. No tienes idea de lo buena que ha sido conmigo, Enrique, ni de lo leal que es. Rosamund Bolton es la mejor de las mujeres. Si puedo aliviar su pena en algo, lo haré con gusto. Por favor, dime que puede venir. Será tan bueno para mí.

– Claro que puede venir, pero dime, ¿cómo fue buena contigo, dulce Kate?

– Se enteró de mis aprietos económicos aquella vez, cuando tu padre, que Dios lo tenga en su gloria -dijo la reina, persignándose devotamente-, no estaba seguro de si se realizaría nuestro matrimonio. Y mientras tu padre y el mío discutían sobre mi manutención, Rosamund Bolton me envió dinero. Y no solo una vez. Dos veces por año me daba lo que podía. No era mucho, apenas para unas semanas, pero no me falló nunca. Me dijo mi mensajero que una vez vendió un potrillito, hijo de un gran caballo de guerra, y me mandó todo lo obtenido de la venta. Lady Neville, cuyo esposo quería comprar el animal, pero le ganaron de mano, me confirmó la historia.

– ¡Caramba! -dijo el rey, atónito.

– Y sus dulces cartas me dieron tanto consuelo. Me escribía sobre su vida en Friarsgate, sus embarazos, sus hijas, pero más que nada sobre sir Owein. Perdió un hijo, que nació este año, más o menos cuando yo perdí a nuestro niño. Ahora ha perdido a sir Owein. -La reina se detuvo y miró a su esposo-. Como verás, estoy en deuda con ella, Enrique.

Él asintió, despacio. Qué interesante el hecho de que su Kate hubiera suscitado una lealtad tan cariñosa de una muchachita sin importancia que había conocido fugazmente.

– ¿Cómo murió sir Owein? No era un hombre joven, pero tampoco viejo.

– Se cayó de un árbol, aunque no sé qué hacía trepado a un árbol. Tenía treinta y ocho años, según me dice la pobre Rosamund.

– Puedes enviar a una escolta a Friarsgate para que la traiga, Kate. Y envíale dinero, que compre tela para hacerse un buen guardarropa para cuando esté entre nosotros -le ordenó el rey, generoso, a su esposa.

– ¡Ay, Enrique, eres tan bueno! -exclamó la reina, echándose sobre sus rodillas y cubriéndole el rostro de besos-. ¡Cuánto te amo, queridísimo esposo!

Enrique Tudor rió y devolvió sus besos, mientras le acariciaba los senos y a ella se le encendían las mejillas tanto de placer como de vergüenza.

El mensajero real llegó a Friarsgate con una abultada bolsa y una carta de la reina para la dueña. Rosamund debía tomar la bolsa y comprar buenas telas para hacer varios trajes apropiados para la Corte. En seis semanas, a partir de ese momento, sería acompañada desde su casa hasta Londres. Podía llevar una criada consigo.