Era una habitación maravillosa con cielorraso artesonado y grandes ventanas con vidrios con plomo que miraban hacia el río. La habitación ocupaba todo el largo de la casa. Tenía paneles de madera en las paredes y, en un extremo, había un inmenso hogar en el que ardía el fuego. Los morillos del hogar eran grandes mastines de hierro. El piso de la habitación estaba cubierto con alfombras. Rosamund supo lo que eran porque las había visto antes en las casas reales. Venían de una tierra oriental. Había varios tapices decorando las paredes. Los muebles eran de roble, bellamente tallados y, obviamente, bien cuidados. Recipientes con flores perfumaban el ambiente y, en una mesa lateral, había una bandeja de plata con varias jarras y copones.
– ¡Qué hermosa habitación! -le dijo Rosamund a su primo. Fue hacia la ventana y miró hacia fuera-. Ahora me será difícil ir a la Corte, Tom. En esta casa podría vivir toda la vida.
– Extrañarías tu amada Friarsgate.
– Probablemente, pero creo que amaré igual esta casa. Es cómoda.
Él rió.
– Creo que ahí se cuelan mis orígenes humildes, querida niña. Conozco todo lo que hay que decir y hacer, pero debo sentirme cómodo en mi propia casa. Que los otros busquen la superabundancia de elegancia en sus moradas. Yo limitaré tales gracias a mi guardarropa, que pueden ver todos, y no unos pocos escogidos. ¿De qué sirve ser rico si uno no puede alardear de su dinero ante los amigos? -dijo, con una risa.
– ¿Eres querido? -preguntó ella, traviesa.
Él rió.
– Por supuesto. Mi ingenio y mi generosidad son legendarios, querida niña. Ven, sentémonos junto al fuego. Te serviré una copita de mi excelente jerez.
– No te consideraré tan generoso si no me das más que una copita Tom. ¿Y puedo comentarte que desfallezco de hambre? No hemos comido desde la mañana, tan determinado estabas a dormir en tu camita esta noche. Ni siquiera nos detuvimos al mediodía.
– No podía soportar otra noche en colchones infestados de pulgas y comiendo pescado de monasterio, porque es Adviento, época de penitencia. Estoy seguro de que no recuerdo haberme castigado en Adviento. Enseguida comeremos, te lo prometo, y será una revelación, porque mi cocinero es milagroso.
Ahora le tocó el turno a Rosamund de reír.
– Dices cosas tan graciosas, queridísimo Tom, aunque no sé si entiendo la mitad. Debes recordar que soy una simple muchacha del campo, primo.
– Del campo puede ser, pero ¿simple? No, mi querida Rosamund, nadie que se tomara el tiempo de conocerte diría que eres simple. Si quieres progresar en la Corte, sin embargo, te sugeriría que practicaras sonreír tontamente. Las sonrisas tontas y los escotes pronunciados siempre llevan lejos a una dama.
– Yo soy quien soy-le dijo Rosamund, con orgullo-. La Venerable Margarita me quería. En un tiempo, cuando era príncipe, el joven Enrique quiso seducirme, pero no lo repitas, primo. Si al hombre que ahora es el rey le gusté en un tiempo, entonces no tengo nada que temer. Además, he venido porque la reina quiere consolarme y proporcionarme diversiones a cambio de la ayuda que le di en sus tiempos difíciles. Me parece raro que los que la despreciaron, que nunca movieron un dedo para ayudarla entonces, ahora estén tan elevados en su favor. Y son las mismas personas que me miraban con desdén cuando estuve en la Corte y que, sin duda, volverán a hacerlo.
– Eres sabia al entender cómo es el mundo, prima. Los mismos hombres y mujeres que ahora gozan del favor real caerán con la misma facilidad si la reina pierde el favor del rey. No es fácil encontrar verdaderos amigos, Rosamund. La reina Catalina lo sabe.
– ¿Cuándo me presentaré ante la reina?
– Quiero que descanses del viaje un día. Tal vez dos. Mañana iré a la Corte y le diré a la reina que hemos llegado. Haremos lo que ella nos ordene. Pero debe ser pronto.
En ese momento, los criados comenzaron a traer los platos, de modo que se cambiaron a la mesa grande, que estaba ubicada mirando hacia el río. La comida estaba exquisita. Rosamund tenía el buen apetito de siempre. Había camarones cocidos al vapor en vino blanco y servidos con una salsa de mostaza y eneldo. Unas delgadísimas fetas de salmón cocinado en vino tinto y servido con rodajas de limón. Un pato gordo relleno de manzana, peras y pasas. Lo habían dorado y servido con una salsa dulce de ciruelas muy sabrosas. Carne asada, tres costillas acomodadas en una fuente, carne picada de aves de caza preparada en pasteles individuales y un ragú de conejo. Se sirvieron alcauciles con vino blanco y manteca. Y lord Cambridge le enseñó a su prima cómo comerlos con delicadeza. Había ensalada de lechuga asada. El pan era recién horneado y, cuando ella partió un pedazo, adentro estaba todavía caliente. La manteca estaba recién batida y era dulce. Había dos clases de queso. Uno era un cheddar amarillo y duro y el otro un brie blando, importado de Francia. Al final, vino un pastel de una masa en tiritas relleno de manzanas y peras horneadas; lo sirvieron con crema batida.
– Primo -sonrió Rosamund al final de la comida, repleta -, si se puede decir que un hombre hace maravillas, ese es tu cocinero. Nunca comí nada tan delicioso lejos de Friarsgate. Las carnes eran todas frescas y tu cocinero no las condimentó en exceso, porque no tenía nada que esconder. Comeré aquí todas las veces que pueda mientras esté en Londres.
– Insisto en que lo hagas -le dijo él, complacido con sus cumplidos. Se quedaron un rato sentados conversando ante el fuego, hasta que Annie, con los ojos muy abiertos, vino a buscar a su señora para acompañarla a su habitación.
– ¿Comiste, Annie? -le preguntó lord Cambridge a la muchacha
– ¡Sí, señor, y estaba delicioso!
– Entonces les doy las buenas noches a las dos, aunque tal vez pase más tarde a ver cómo se han instalado. Mañana te avisaré antes de irme a la Corte, Rosamund. -Les hizo un lánguido saludo con la mano y concentró su atención en su copa y en el fuego.
– ¡Espere a ver el aposento, milady! ¡No es una habitación, sino dos para usted, y otra pequeñita para mí! ¡Y un lugar separado para la ropa y dos hogares! y le pedí un baño. Pusieron una tina inmensa ante el hogar de la antecámara y ahora mismo la están llenando de agua caliente. ¡Esto es un palacio, milady! -Annie, que nunca se había alejado de su hogar en sus diecisiete años, se asombraba ante absolutamente todo lo que había visto desde la partida de Friarsgate. Subió corriendo la amplia escalera que llevaba desde el vestíbulo de entrada a la parte superior de la casa donde estaban los dormitorios.
El apartamento de Rosamund era espacioso, con ventanas que daban a los jardines y al parque de lord Cambridge, que bajaban hasta el río. Las paredes estaban forradas en madera. Los pisos de madera estaban cubiertos por más alfombras turcas. Las cortinas de las ventanas y las de la cama eran de terciopelo rosado con sogas doradas; los candelabros, de plata. Había recipientes con flores en la repisa de la antecámara y sobre la mesa en la alcoba. ¿De dónde habían sacado flores en diciembre? En los dos hogares estaba encendido el fuego. Cuando entraron, el último de los criados partía llevándose los cubos vacíos y el vapor se elevaba sobre la gran tina de roble.
Annie se apresuró a agregarle al agua la esencia de su ama mientras que Rosamund se quitaba las botas y las medias. La joven criada ayudó a su ama a desvestirse y luego a meterse en la tina. Rosamund se sumergió en el agua caliente con un inmenso suspiro de placer.
– Voy a lavarme el cabello. Tengo el polvo del camino entre Friarsgate y Londres metido en el cuero cabelludo.
– La señora Greenleaf, que es el ama de llaves de lord Cambridge, ha asignado a una de sus mucamas para que me ayude. Todo lo tengo que hacer es tirar de la cuerda y ella vendrá. Su nombre es Dolí -Informó Annie a su señora-. He colgado sus trajes y la señora Greenleaf dice que Dolí me ayudará a prepararlos, en especial el que usted use primero en la Corte.