– Quizás sí. Ahora bien, tío, ¿qué te trae por Friarsgate? Hace muchos años que no te veíamos.
– ¿No puedo hacerte una visita, Rosamund, después de tanto tiempo y traer al joven Henry para que conozca a su futura esposa?
– Tío, tú no haces nada sin una razón. Esto lo aprendí de muy joven. No has venido en todos estos años porque confiabas en que Hugh manejara todo por ti. Ahora te has enterado de que mi esposo está enfermo y has venido, a toda prisa, con este niñito malcriado a ver con tus propios ojos cuál es la situación -dijo, con aspereza.
– Creo que a ti hay que castigarte, Rosamund -gruñó Henry Bolton-. ¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera? ¡Yo soy tu tutor!
– Renunciaste a tu tutoría cuando me casaste con mi esposo, tío -replicó ella.
– Pero cuando él muera volverás a estar bajo mi cuidado -la amenazó Henry Bolton-. Será mejor que modifiques tu actitud, sobrina. Ahora bien, traje conmigo los papeles de compromiso, que vas a firmar. Se les pondrá la fecha apropiada, pero tú los firmarás hoy. No dejaré que nadie me arrebate a ti ni a Friarsgate después de haber sido tan paciente.
– No firmaré nada sin el permiso de mi esposo. Si tratas de obligarme, me quejaré a la Iglesia. La Iglesia no aprobará tus tácticas despóticas, tío. Ya no soy una niña asustada y maleable a la que puedes doblegar con amenazas. Ah, acá está nuestro vino. Bebe, tío. Te ves al borde del soponcio. -Inclinó la copa hacia sus labios y bebió con delicadeza.
Por un momento Henry Bolton era todo furia. Siguiendo el consejo de su sobrina, bebió el vino, tratando de calmar sus pensamientos y los latidos de sus sienes. La muchacha que estaba sentada, tan segura de sí, ante él, era más que bonita. ¿La vieja condesa de Richmond no había dado a luz al rey Enrique VII a los trece años? Su sobrina ya no era una niña. Era casi una mujer, y una muy decidida. ¿Cómo diablos había sucedido todo esto en apenas seis años? A Henry Bolton, de pronto, se le encogió el pecho. Luchó por contenerse. La perra de ojos ámbar que estaba sentada frente a él lo observaba con gesto serio.
– ¿Te sientes bien, tío? -le preguntó, solícita.
– Quiero ver a Hugh -exigió él.
– Por supuesto, pero tendrás que esperar a que despierte. Si bien está perfectamente lúcido, mi esposo ya no es fuerte. Duerme mucho. Le mandaré avisar de tu llegada cuando despierte, tío. -Rosamund se puso de pie-. Quédate aquí, y caliéntate junto al fuego -le aconsejó-. Haré traer más vino. -Se alisó la pollera azul con sus largos dedos-. Tengo que irme.
– ¿Adónde vas? -casi chilló Henry Bolton.
– Tengo trabajo que hacer, tío.
– ¿Qué trabajo? -inquirió él.
– Es primavera, tío, y hay mucho que hacer en la primavera. Debo terminar las cuentas mensuales y hacer un plan de siembra, y ver cuánta semilla necesitaré distribuir para plantar. Este invierno hemos tenido más nacimientos de corderos de lo que pensábamos. Hay que limpiar un nuevo terreno y plantarlo para albergar a los animales. No soy una dama fina que pueda quedarse sentada junto al fuego dándote conversación.
– ¿Y por qué haces tú esas cosas? -la desafió él.
– Porque soy la señora de Friarsgate, tío. No esperarás que, a mi edad, solo teja en mi telar o haga conservas o jabón.
– ¡Esas son las tareas de las mujeres, maldición! -gritó Henry Bolton-. Por supuesto que eso es precisamente lo que tendrías que hacer. ¡Tienes que dejar la administración de Friarsgate en manos de los hombres! -Otra vez la furia se instalaba en su rostro.
– ¡Pamplinas! -le contestó Rosamund, impaciente-. Pero, si te tranquiliza, tío, te diré que también sé hacer esas cosas. Como sea, Friarsgate es mía. Es mi responsabilidad cuidar de su bienestar, y del bienestar de mi gente, como lo haría cualquier buena castellana. Me desagrada ser inútil y ociosa.
– ¡Quiero hablar con Hugh!
– Y hablarás, tío, a su debido tiempo.
Rosamund salió de la sala. Oyó a sus espaldas a su tío farfullando sus quejas, y luego la voz de su hijo.
– No me gusta, padre. Quiero otra esposa.
– ¡Cállate! -le gritó con salvajismo.
Rosamund sonrió mientras corría a ver a su esposo, que, de verdad, descansaba en su aposento. Aprovechó que pasaba una criada para decirle:
– Encuentra a Edmund Bolton, pero envíalo al aposento del señor y no a la sala, donde espera mi tío.
La criada asintió y salió corriendo.
Hugh Cabot estaba sentado en la cama cuando ella entró en la habitación. Había adelgazado y estaba muy débil, pero sus brillantes ojos azules seguían vivaces, interesados en todos y en todo.
– Oí que tenemos visita -dijo, con una pequeña sonrisa.
Rosamund rió.
– Doy fe, mi señor, de que siempre sabes todo antes que yo. -Fue a sentarse en el borde de la cama de su esposo-. Lo que tenemos, Hugh, es un espía entre nuestra gente. Le he pedido a Edmund que averiguara quién es. Y sí, tenemos visita, pero no una, sino dos. Me ha traído a mi próximo esposo.
– ¿Y apruebas al pequeño, Rosamund? -dijo Hugh, bromeando con ella, con una sonrisa traviesa que iluminó sus labios delgados.
– Por lo que he visto, es un atrevidito arrogante y malcriado. Estoy segura de que es la primera vez que le ponen pantalones largos, Hugh. Camina como un gallito, y no es mucho más grande que uno de ellos, tampoco.
Él rió. Enseguida tosió, pero rechazó la copa que ella le ofrecía.
– No, criatura, no la necesito.
– Lo que quieres decir es que no te gusta -dijo ella, con un rezongo amable-, pero las hierbas te aplacan la tos, Hugh.
– Y tienen gusto a agua de pantano -masculló él, de buen humor. Y para complacerla, bebió unos cuantos tragos de la infusión.
– Mi tío quiere verte. ¿Tienes ganas? No le permitiré que se acerque si no lo deseas, Hugh -dijo ella, muy seria-. No quiero perderte, mi querido ancianito.
Hugh le sonrió. Estiró el brazo y le palmeó la mano.
– Vas a perderme, mi queridita. Más temprano que tarde, me temo.
Pero no digas que no, Rosamund. Te he enseñado a ser más pragmática y no permitir que tus emociones dominen tu sentido común.
– ¡Hugh! -lo regañó con suavidad.
– Rosamund, me estoy muriendo, pero no tengas miedo de mi partida. He tomado recaudos para dejarte a salvo de Henry Bolton. -Se reclinó contra las almohadas y cerró los ojos.
– ¿Qué recaudos? ¿Qué has hecho, mi querido Hugh? ¿No te parece que yo debería saber qué destino has planeado para mí? -Se preguntó qué habría hecho él. Durante los meses de invierno había habido muchas conversaciones susurradas entre su esposo y Edmund.
– Será mejor que no lo sepas hasta que no sea necesario -aconsejó Edmund a su joven esposa-. Así, tu tío no podrá acusarte de ninguna connivencia conmigo para robarle Friarsgate.
– Friarsgate no es suya. Nunca lo fue -dijo Rosamund, irritada.
Hugh abrió los ojos y clavó en ella su mirada azul.
– Yo lo sé, y tú lo sabes, querida, pero Henry Bolton nunca se convencerá de ese hecho, ni muerto. Yo, de verdad, creo que sería capaz de cometer un asesinato para ser dueño de estas tierras, si creyera que podría salir impune. Por eso debes estar protegida de tal manera que él no se atreva a hacerte daño. Ya no eres una niña, por lo que no es fácil controlarte y, cuando tu tío Henry se dé cuenta de eso, correrás peligro.
– ¿Le dirás lo que has hecho?
En la cara de Hugh Cabot se dibujó una sonrisa traviesa.
– No, guardaré mi secreto. Pero cuando él intente tomar posesión de tu persona y de tus tierras, tú tendrás el supremo placer de ver su desconcierto cuando compruebe que ambas están a salvo de su avaricia para siempre.
– Pero ¿cómo se enterará mi tío de lo que has hecho? -preguntó ella. Su esposo estaba tan pálido… Y las delicadas venas azules de los párpados se veían casi negras.