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– Voy a engordar mucho si lo único que hago es tomar esta deliciosa comida y dormir -le dijo Rosamund a Annie-. Pero debo admitir que este lugar es mucho más agradable que la última vez que visité la Corte.

– Maybel me contó que no tenían privacidad.

– No, en absoluto, no la hay, salvo para los ricos y poderosos. Tú vendrás conmigo cuando yo vaya, por supuesto.

– Dolí está celosa -dijo Annie, riendo.

– Tal vez también la llevemos con nosotras después de que nos reciban, pero verá que la familiaridad con la Corte engendra la aversión. Su amo no es como la mayoría. Es de corazón generoso. -Ya saciada, Rosamund se levantó de la mesa-. Debo vestirme, pero no usaremos ninguno de mis finos trajes para la Corte, ya que no voy a salir más que, tal vez, a caminar por el jardín de mi primo, a la vera del río. Y donde su propiedad limita con la de su vecino hay un muro, de modo que nadie me verá.

Cuando estuvo vestida, con el cabello peinado en una prolija trenza, Rosamund le dijo a su criada que se quedara en la casa, para poder estar sola. En pocos días más ninguna de las dos tendría privacidad. La Corte era un lugar demasiado bullicioso y la bienintencionada reina retendría a Rosamund a su lado, ella lo sabía. El día no se presentaba frío ni caluroso. No había viento. El cielo estaba celeste, con algunas delgadas nubes que preanunciaban un cambio de tiempo. El sol pronto se pondría, pues era diciembre y los días ya eran muy cortos.

El jardín de Thomas Bolton era agradable, pero ella sospechaba que en los meses cálidos sería mucho más hermoso. Los canteros eran prolijos y tanto los árboles de flores como los arbustos y las rosas estaban podados a la perfección, a la espera del invierno. Había un pequeño laberinto de arbustos. Rosamund entró y fácilmente encontró la salida. Había algunas estatuas de mármol muy interesantes, la mayoría de jóvenes, que no dejaban nada librado a la imaginación. Ella nunca había visto estatuas así. Las encontró hermosas, en especial una de un joven alto con un sabueso echado a sus pies. El muchacho estaba cubierto con una especie de manto con una hermosa caída y tenía unos bellos rizos y una corona de hojas en la cabeza.

Rosamund caminó por los senderos de pedregullo bien prolijos y halló el camino hasta la orilla del río. La barca que había visto anclada el día anterior no estaba en el muelle. Se detuvo en el pequeño muelle de piedra, envuelta en su capa azul, y miró el río. Era hermoso y durante un largo rato no pudo dejar de observarlo. Se alegraba de que su primo no viviera en medio de la ciudad de Londres. Sería una bendición tener la Casa Bolton como refugio cuando la Corte se volviera insufrible.

Volvió a desear, como antes, no estar allí. La reina tenía buenas intenciones, ella lo entendía, pero la experiencia anterior de Rosamund en la Corte le había enseñado que las reinas no tienen tiempo para las amistades verdaderas. ¿Qué iba a hacer, entonces? No conocía a nadie. No tenía amigos. Meg se había ido hacía tiempo y era la reina de Escocia. La Venerable Margarita estaba muerta y enterrada. ¿Qué hacía Rosamund Bolton allí cuando sus hijas, cuando Friarsgate, la necesitaban? Rosamund sintió que una lágrima comenzaba a rodarle por la mejilla. Tragó saliva. No debía llorar, pero no pudo evitarlo. Dejó el muelle y se sentó en un banco de piedra, miró un rato más el río y lloró. Extrañaba Friarsgate. Extrañaba a sus niñas. ¡Extrañaba a Owein! ¡Cómo podía haberse muerto en un accidente tan estúpido!

– Quiero irme a mi casa -susurró en voz alta. Pero no podía. Iría a la Corte, abrazaría a la reina y le agradecería su generosidad al haberla invitado. Sería una diversión para Catalina durante algunos días y, después, los intereses de la reina se volverían en otra dirección. Y Rosamund se quedaría forastera, sola, hasta que pudiera pedir permiso para regresar a su casa donde, era de esperar, sería olvidada por la reina y podría vivir el resto de su vida en paz.

Empezaba a oscurecer y el viento había empezado a soplar desde el río. La marea se retiraba, y las tierras bajas y lodosas que quedaban al descubierto apestaban a podrido. Rosamund se levantó, caminó despacio de regreso a la casa y subió la escalera hasta sus aposentos. Annie fue hacia ella para tomar su capa y sus guantes.

– Ay, milady, ya estaba pensando en ir a buscarla. Venga y siéntese junto al fuego.

– El jardín es hermoso. En el verano estará lleno de color y me imagino que mi primo ha de tener mucho, ha de ser bellísimo. -Miró hacia las ventanas-. Ya oscureció. Me encantan las fiestas de diciembre, pero odio los días cortos.

– Vaya a descansar. Le haré preparar un baño. El agua caliente le sacará el frío de la tarde de los huesos. Después, tostaremos un poco de pan y queso junto al fuego. Lord Cambridge no ha regresado aún, pero, ¿quién sabe que nos deparará mañana?

Rosamund dormitó y le trajeron el baño: el agua caliente estaba deliciosa. Suspiró, relajada, y en ese momento la puerta de la sala se abrió y lord Cambridge entró enérgicamente en la habitación.

– ¡Prima!

Rosamund dio un gritito de sorpresa, y se preguntó si había algo visible de su persona además del cuello y la espalda.

Él adivinó sus pensamientos y le quitó importancia al hecho.

– No se ve nada vital, querida niña. Además, las protuberancias y curvas femeninas no me interesan en lo más mínimo. Las mujeres a la moda reciben a sus visitas mientras se bañan.

– Yo nunca estaré tan a la moda y, a juzgar por las estatuas que vi en tu jardín, primo, me doy cuenta de que la carne femenina no te interesa. De todos modos, jamás recibí visitas en mi baño.

– Eso quiere decir que tú y sir Owein se bañaban juntos -rió. Pero enseguida se puso serio-. Pude hablar con Su Majestad, la reina, a última hora de esta tarde. Te recibirá mañana de tarde, a las dos, querida niña. Le dije que vivirás conmigo mientras estés en Londres. Está ansiosa por verte y contenta de que estés aquí para pasar Navidad con ella. La Corte se muda a Richmond en unos días más. No te alteres. Es cerca. Haremos que Dolí ayude a tu Annie. Dolí es una maravilla con los peinados, porque no puedes ir a la Corte con esa encantadora trenza que usas todos los días. Tienes que adoptar un estilo más elegante y sofisticado, querida Rosamund, si no quieres que se rían de ti. Bien, te dejaré a que termines de bañarte. Estoy agotado. La Corte rebosa de gente porque al rey le encanta la diversión y es generoso con la riqueza de su padre. Me pregunto si el fallecido Enrique Tudor pensó alguna vez que su hijo gastaría lo que él atesoró tan cuidadosamente. -Rió, le sopló un beso y se fue del aposento con la misma rapidez con que había llegado.

– ¿Ese era lord Cambridge? -preguntó Annie, asombrada, al volver con una bandeja.

– Sí. Dice que las damas a la moda reciben a los caballeros en sus tinas.

– Está loco -comentó Annie, con una expresión escandalizada en su bonito rostro.

– Mañana iremos a la Corte.

– Su traje está listo. Dolí y yo le cosimos las perlas hoy, mientras usted dormía, milady.

– ¿Perlas? -Rosamund estaba confundida-. ¿Qué perlas?

– Lord Cambridge me dio una cinta hermosa, toda decorada con perlitas, y me dijo que las cosiera en el escote del vestido. Quedaron preciosas, milady, y Dolí dice que le dan mucho estilo al vestido.

Rosamund rió. Su primo estaba decidido a que ella diera una buena impresión en la Corte.

– Recuérdame que le agradezca a lord Cambridge mañana -le dijo a Annie-. Y, ahora, vamos a ocuparnos de nuestro pan con queso. El aire del jardín me abrió el apetito.

Annie había llevado no solo pan y queso, sino, además, salchicha y otro plato con las deliciosas manzanas asadas que Rosamund había comido antes. Tostaron el pan sobre el fuego, derritieron el queso encima y agregaron la salchicha. Señora y criada comieron juntas ante el hogar. Rosamund le dejó tomar un poco de vino sin agua. Era de color rubí y dulce. Compartió las manzanas con Annie y, cuando la criada se llevó la bandeja de vuelta a las cocinas, Rosamund se quedó sentada junto al fuego, pensando otra vez. Se sentía mejor que esa tarde en el río. Su primo Tom siempre parecía animarla con su presencia. Pensó que Owein había sido un muchachito de seis años cuando empezó a trabajar en la casa de los Tudor. Había sobrevivido. Es más, había progresado. Ella sabía que ella también sobreviviría. Era hora de que saliera al mundo, y en la Corte había muchas oportunidades para ella. Incluso podría encontrar buenos partidos para sus niñas. No quería que tuvieran que elegir entre la familia del tío Henry o algún salvaje escocés de la frontera como Logan Hepburn.