¿Y por qué ese individuo se entrometía en sus pensamientos? Por un momento, Rosamund vio los rebeldes rizos negros y esos ojos más que azules. ¿Qué haría en ese momento? ¿Estaría en su sala en Claven's Carn? ¿O bajo una luna fronteriza invadiendo a algún vecino desdichado? Sacudió la cabeza con impaciencia. "¡Fuera!" -gritó en silencio a la sonrisa burlona que se le había aparecido en la cabeza y al eco de la voz de él. Se sobresaltó. Habría jurado que acababa de oír su voz; sin embargo, se esforzó por escuchar y la casa estaba muy silenciosa. "Tengo que irme a la cama". El viaje había sido demasiado para ella. Quién lo creería, porque siempre había sido una mujer fuerte. Sin esperar el regreso de Annie, se metió en la cama y enseguida se quedó dormida.
Cuando despertó, había sol. Annie le llevó el desayuno. Después, se lavó la cara, las manos y se restregó los dientes con su cepillito de pelo de jabalí. Ya podía comenzar a vestirse, porque le llevaría tiempo y, además, debía llegar a Londres. El Támesis era un río de mareas, y debían viajar un buen rato para llegar con facilidad. No importaba arribar a Westminster mucho antes de su audiencia con la reina. Lo que importaba era no hacer esperar a su benefactora. Se sentó con mucha paciencia, mientras Annie y Dolí le ponían las medias de suave lana en los pies y se las subían por las piernas. Pero, para su sorpresa, sobre las primeras le calzaron un segundo par de medias de seda negra, bordadas con hilos de oro en un diseño de hiedras y hojas.
– ¿Un regalo de lord Cambridge? -le preguntó a Annie.
– Sí. Dice que la lana es para mantenerla calentita, porque hará frio en el río y en el palacio también. La seda es por la elegancia. Aunque nadie las vea, usted sabrá que es una de las mujeres más a la moda que esté con la reina -aclaró Annie, cuya explicación era, obviamente la repetición exacta de lo que le había dicho sir Thomas Bolton cuando le dio las medias para su señora.
– Qué primo este Tom -dijo Rosamund, con una sonrisita en los labios, mientras las dos criadas le ataban alrededor de los muslos las ligas, hechas de cintas doradas con rosetas con perlas bordadas, para sujetar las medias. Rosamund nunca había tenido algo tan bonito, y las disfrutaría.
Se puso de pie. Le quitaron la camisa y le pusieron otra de fino lino, cuyo volado aparecería en el escote del vestido.
– Siéntese, milady -dijo Dolí-. Mi amo me ha dado instrucciones sobre cómo quiere que la peine. -Tomó el cepillo de madera de peral y comenzó a deshacer la trenza y a peinarla. El largo cabello de Rosamund eran abundante y lacio. Brillaba con reflejos dorados-. Mírame, Annie, y aprenderás este estilo. Le sentará muy bien a tu señora. -Separó los cabellos de Rosamund en el medio y, trabajando rápido, los armó en un moño, que sujetó en la nuca-. Ahí está, ¿no le queda precioso?
Rosamund se miró en el espejo que sostenía Annie. Una mujer que apenas reconoció le devolvió la mirada.
– Ay -dijo, suavecito.
– Es muy diferente, milady -dijo Dolí-. Es estilo francés, y es nuevo en este país. Casi todas las damas de la reina llevan el cabello a la manera anticuada, suelto debajo de las cofias, aunque me han dicho que algunas de las mayores se lo recogen como las lavanderas.
– Es hermoso, Dolí, muchas gracias -le dijo Rosamund a la muchacha. Era una pena que ese peinado tan elegante casi ni se viera a través del velo. Pero se sentía muy segura de sí.
Con cuidado, las dos criadas ayudaron a Rosamund a ponerse la falda, que luego levantaron y ataron a la cintura. Después, llegó el turno del corpiño y de las mangas. El brocado negro era muy hermoso, con su delicado bordado en oro. El agregado de las perlitas en el escote cuadrado y en los anchos puños de las mangas habían convertido un vestido bonito en una prenda espléndida. Al fin, todo estuvo atado, enlazado y ajustado. La falda, sobre su angosto miriñaque, exigía un poco de acostumbramiento, pero Rosamund pronto pudo manejarla. Volvió a sentarse y Annie le puso al cuello las perlas con la cruz de oro. Después le colocó el broche de perlas que le había regalado su primo en el centro del escote. El anillo de bodas y el otro con el granate fueron los dos adornos que eligió para las manos.
Cuando Dolí los vio, dijo:
– Ah, mi señor dijo que tiene que llevar esto con el broche, milady. -Sacó una cajita de entre sus ropas y se la dio a Rosamund.
– ¡Qué belleza! -Rosamund quedó encantada: al abrir la caja se encontró con un gran anillo barroco con una perla. Se lo colocó en el dedo, lo admiró y se dio cuenta de que era muy fácil aceptar hermosos regalos de un primo bondadoso. Ella sabía poco de Tom Bolton, salvo que estaban emparentados-. ¿Tu señor tiene hermanos o hermanas? -le preguntó a Dolí.
– Sí. Tenía una hermana menor. Mucho menor. Mi señor no lo aparenta, pero este año cumple cuarenta años. Tenía quince cuando nació su hermana. Él la adoró desde que la niñita nació. Pero murió hace cinco años, de parto, y su hijito, con ella. Tenía veinte años. Él no se sobrepuso nunca, hasta que la trajo a usted a Londres, milady. Todos estamos muy contentos de ver a mi señor feliz otra vez. Es un caballero extraño, pero un amo bueno y generoso.
– Sí. Es bueno y generoso. -Calzó los pies en los zapatos que Annie colocó ante ella-. Dolí, esta vez no puedo llevarte a la Corte conmigo, pero te prometo que otro día lo haré. Y muchas gracias por tu buen servicio.
– Es un placer servirla, milady -respondió Dolí. Entonces, con todo cuidado, puso el velo casi transparente y la pequeña cofia inglesa sobre el peinado de Rosamund-. Annie tiene su capa y los guantes, y ya está lista para ir, milady.
– No me cubras con la capa hasta que mi primo haya visto nuestros esfuerzos -dijo. Salió entonces de su aposento seguida de Annie, que le llevaba la capa y los guantes.
Al verla bajar la escalera, sir Thomas Bolton pensó que su prima Rosamund estaba muy elegante. Cuando ella llegó abajo le besó la mano y le dijo:
– Hoy estarás tan elegante como cualquier dama de la Corte, mi querida niña.
– Gracias por el anillo, Tom. ¿Era de tu hermana?
– Sí. Pensé que te quedaría muy bien.
– ¿Cómo se llamaba ella? -le preguntó Rosamund, mientras Annie le ponía sobre los hombros la capa forrada y ribeteada con piel.
– Mary. Era un nombre simple, pero ella nació el Día de Mayo y mi madre insistió en que su hija se llamara como la Santa Madre. Pero la llamábamos May porque era la esencia misma de ese mes [3]. Luminosa, cálida y llena de alegría. Como tú, mi querida niña, me aceptaba por lo que yo era. Siempre la extrañaré. Era la luz de mi vida, pero, ahora, queridísima Rosamund, tú te has hecho de un lugarcito en mi corazón.
– Yo nací un 30 de abril. Y la mayor de mis hijas, Philippa, nació el 29 de abril.
– Ah, entonces son de Tauro. Igual que mi hermana. Yo soy de Escorpio, el opuesto de Tauro.
– ¿De qué estás hablando? -le preguntó Rosamund mientras él la acompañaba hasta el muelle donde los esperaba la barca.