– Ahora más que nunca deseo estar en casa. No sé si sabré manejarme en medio de toda esta intriga.
Él rió.
– Yo estaré aquí, querida niña, y siempre podrás escaparte a la Casa Bolton.
A su alrededor, el tránsito del río era más intenso. Se acercaban a la ciudad. Aparecieron unas grandes embarcaciones de fondo chato que llevaban carga desde los barcos anclados en el puerto de Londres, río abajo. Pasaron unas barcas más pequeñas con productos agrícolas. Los rodeaban pesqueros y otras barcas de pasajeros. Las agujas y torres de Westminster se elevaban de un lado del río y la barca comenzó a dirigirse a la costa. Annie estaba conmocionada por lo que veía y había oído. Al darse cuenta de esto, lord Cambridge le advirtió que guardara silencio.
– No hables de más con las otras criadas, pero sé agradable, servicial, devota, y mantén las orejas abiertas, para poder informarle a tu señora cualquier cosa de interés. Si simulas ser un poco tonta, recién llegada del campo, no te tomarán en cuenta y las otras criadas hablarán en tu presencia. ¿Entiendes, Annie?
– Sí, milord. Tendré cuidado, porque, en verdad, soy una sencilla muchacha del campo, como mi señora -respondió, y los ojos le resplandecieron, traviesos.
Lord Cambridge volvió a reír.
– Caramba, niña, eres mucho más inteligente de lo que yo pensaba. Podrás ser muy útil a tu señora. -Y le hizo un guiño.
La barca golpeó contra el muelle de piedra y un criado del palacio rápidamente la aseguró para que sus ocupantes pudieran desembarcar. Ayudaron primero a lord Cambridge y luego esperaron a que Rosamund y Annie bajaran al muelle. Sir Thomas se encaminó hacia el palacio, seguido por las dos mujeres. Rosamund recordaba vagamente que hacía años había desembarcado allí con Meg, Kate y el resto de la familia real. Parte del interior le resultó conocido mientras seguía a su primo. Llegaron a una gran puerta doble con el escudo real. A ambos lados de las puertas había una joven con falda de terciopelo rojo y un peto de cuero dorado a la hoja, con un pequeño yelmo y una pica. Las picas se cruzaron, a la defensiva, cuando lord Cambridge y su grupo se acercaron.
– Lady Rosamund de Friarsgate, viuda de sir Owein Meredith, y su criada, a invitación de la reina.
– Ella puede pasar, y también su criada -dijo una de las guardias. Descruzaron las picas y una de ellas abrió una de las puertas.
– Adiós, prima -se despidió lord Cambridge, dándole un beso en la frente a Rosamund-. Si me necesitas, envía a un paje a buscarme. Si no me encuentro aquí, estaré en la Casa Bolton.
Rosamund, seguida de Annie, entró, despacio, en los aposentos de la reina. Estaban llenos de mujeres, y le pareció que no reconocía a ninguna. Ni siquiera estaba segura del protocolo adecuado para llamar la atención de la reina. Se quedó allí parada, confundida, hasta que una mujer de rostro muy dulce se acercó a ella, sonriendo.
– Lady Rosamund, creo que no me recuerda. Soy María de Salinas. Mi señora le da la bienvenida a la Corte. ¿Quiere acompañarme para saludar a Su Majestad?
– Gracias -respondió Rosamund, y siguió a la dama favorita de la reina, y su mejor amiga, que había llegado con ella desde España y que se había quedado devotamente a su lado durante todos los años difíciles.
Pasaron por la primera sala de recibo de los apartamentos de la reina y entraron en el recinto privado, donde Catalina estaba graciosamente tendida sobre un diván tapizado. Tenía un vientre inmenso. Los ojos de la reina se iluminaron cuando Rosamund se acercó, y le tendió la mano, llena de anillos, a modo de saludo, con una sonrisa en los labios.
Rosamund tomó la mano de la reina y se la besó, mientras hacía una reverencia. Detrás de ella, Annie también se inclinó.
– Mi amiga -dijo la reina en su inglés con acento-. ¡Qué bueno volver a verte! Me alegro de tenerte aquí. En especial ahora. Te he asignado una tarea, Rosamund de Friarsgate. No olvido lo hermosa que era tu letra cuando me escribías. Te ocuparás de mi correspondencia mientras mis secretarios estén prohibidos en mi presencia. No permito que mis damas estén ociosas.
– Es un honor para mí servirla, Su Majestad.
– ¿Estás viviendo en la Casa Bolton?
– Mi primo Tom es un hombre bueno y generoso, Su Majestad. No recuerdo que me hayan tratado tan bien en la vida.
– Mientras estés conmigo y de guardia tendrás un camastro aquí, en mis apartamentos. Y se turnarán para dormir en mi alcoba en la carriola. Tu criada tiene permiso para entrar o salir, tanto de mis apartamentos como del palacio, para traerte lo que necesites. En un día más partiremos hacia Richmond, de lo que me alegro. Me doy cuenta de que no conoces a ninguna de mis damas; tal vez quieras ir a la sala para que te presenten.
La estaba despidiendo. Rosamund volvió a hacer una reverencia y, retrocediendo, salió de la habitación, seguida por Annie, que observaba todo en silencio. La reina tenía ochenta damas de compañía. Había siete condesas entre ellas. Las esposas de los condes de Suffolk, Oxford, Surrey, Essex, Shrewsbury, Derby y Salisbury, además de lady Guilford, madre de dos de los compañeros de torneos del rey. La reina tenía treinta doncellas de honor y, entre ellas, había algunos de los nombres más ilustres de Inglaterra, además de María de Salinas y su hermana Inés, que presentó a Rosamund. Las damas de la reina estuvieron agradables, pero no hubo mucha calidez en su recibimiento, y Rosamund volvió a sentirse fuera de lugar.
– No les hagas caso -dijo, en voz baja, Inés de Salinas. Sus ojos castaños eran comprensivos y solidarios-. Todas están demasiado interesadas en sí mismas y, cuando no se encuentran en presencia de la reina, pasan el tiempo comparando su pedigrí. Disfrutan creyéndose superiores a las demás.
– Yo no soy superior a nadie -dijo Rosamund, como al pasar.
Inés rió.
– En realidad, tu presencia es como un acicate para sus conciencias. La reina no ha sido remisa en contarles que tú fuiste su protectora desde tu finca perdida en el medio de Cumbria. Les contó que, con frecuencia, tu bondad hizo para ella la diferencia entre la pobreza y la más absoluta miseria. Se sienten culpables porque cualquiera de ellas podría haberla ayudado, pero tenían tanto miedo de no hacer lo correcto, de ofender al viejo rey, de avergonzar a sus familias, que ignoraron a mi pobre señora y la dejaron abandonada a sus tribulaciones.
– Pero estabas tú, Rosamund Bolton. A ti no te importó lo que pudieran decir o pensar. Tú hiciste lo que podías para ayudar a mi señora, porque era lo correcto y porque creías en ella. Hiciste lo que cualquier buena cristiana haría. Ellas, estas superiores damas inglesas, no lo hicieron. Van a evitarte e ignorarte, aunque algunas puede que sean bondadosas; pero otras te hablarán groseramente cuando piensen que la reina no las oye. No te dejes descorazonar.
– Sé que este no es mi lugar. Vine porque la reina me lo ordenó ¡Gracias a Dios que tengo a mi primo!
– ¿Sir Thomas Bolton? -Inés volvió a reír-. Es tan divertido. Claro que hay quien dice cosas procaces sobre él.
– Se dice mucho, estoy segura, pero, ¿qué han probado contra mi primo? Nada. La Corte rebosa de chismes. Lo recuerdo bien de mi juventud, cuando la princesa Margarita sabía todo lo que se decía y qué parte era verdad. No se puede evitar oír, pero no es necesario, luego de oír, creer.
– Eres la inglesa más práctica que he conocido.
– Eso es porque soy una mujer del campo y no una gran dama.
Rosamund fue presentada por Inés a las otras damas de la reina. La gran mayoría apenas la miró. Una muchacha dijo:
– Ah, sí, la pastora del norte. -Algunas de las más jóvenes rieron, mezquinas, pero, entonces, lady Percy dijo:
– Solo alguien muy ignorante insultaría a la dama de Friarsgate, que es amiga de la reina, señora Blount. Es la viuda de sir Owein Meredith, y heredera por derecho propio, propietaria de tierras excelentes y hermosas en Cumbria. Y si su riqueza proviene de las ovejas, ¿por qué la desdeña por eso? Casi todas las riquezas en este país provienen de las ovejas, como puede informarle cualquier persona instruida. Sucede que también sé por intermedio de mi parienta, lady Neville, que Friarsgate cría unos caballos de guerra especialmente buenos. -Se dirigió a Rosamund-. Por favor, disculpe a la señora Blount, milady.