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– La cuna en la que se lo exhibirá a los visitantes importantes es incluso más grande -señaló Inés.

Rosamund sacudió la cabeza y pensó en sus niñas de recién nacidas, puestas en una sencilla cuna de roble, con un pequeño colchón de plumas y piel de cordero. Se preguntó también si el pobre príncipe podría respirar con esas fajas tan apretadas.

Pasaron a la reina a la cama grande, vestida con un manto circular de terciopelo rojo. La habían bañado para quitar todo rastro del trabajo de parto. Su hermoso cabello estaba trenzado y adornado con perlas. Fray Diego, el primer hombre a quien se le permitió entrar en la habitación de la reina después del parto, celebró misa en un altar privado mientras Catalina permanecía sentada en su espléndida cama.

– En todo Londres se cantan Tedeums, mi reina, para dar gracias a Dios y a su santa Madre en honor suyo y del nuevo príncipe -le dijo Fray Diego.

Entonces, el rey fue a felicitar a su esposa, y sonrió muy orgulloso al mirar al hijo que había engendrado.

– Iré otra vez a Walsingham, como le prometí a la Virgen. Volveré a tiempo para el bautismo de nuestro hijo el 5 de enero. He escogido al arzobispo Warham, al conde de Surrey y a mis tíos, el conde y la condesa de Devon, como padrinos de nuestro hijo. Sus augustos valedores serán el rey Luis de Francia y la duquesa de Savoy, Margarita de Austria, la hija del Emperador. Es lo que habíamos hablado, esposa mía.

– Que sea como tú desees, mi querido señor -dijo Catalina, obediente.

El rey sonrió, satisfecho.

– Eres una esposa tan obediente, Kate. Ningún rey podría tener mejor esposa ni reina. -Se inclinó y le dio un beso en la frente-. Cuídate mientras yo no esté. -Y salió de la habitación de su esposa, casi sin saludar a sus damas, con quienes seguía muy enojado. Pero había notado a la bonita dama de Friarsgate entre ellas. Se preguntó cuánto tiempo se quedaría en la Corte.

Rosamund fue llamada al lado de la reina y Catalina dictó varias cartas de agradecimiento a personas a las que quería recordar anunciándoles personalmente el nacimiento de su hijo.

– Puedes darle tu escrito a mi secretario, junto con la lista de personas a quienes se enviará. Él hará que la correspondencia se copie en mi papel con sello -le dijo la reina a Rosamund.

La reina no amamantaría a su hijo, ni se involucraría mucho en la crianza. El niño se educaría en su propia casa, bajo una serie de normas dictaminadas por la Venerable Margarita. El personal a cargo de la criatura estaría a las órdenes de la señora Poyntz. Habría un ama de leche y un ama seca; doncellas y personal para hamacar la cuna y un médico para la casa del príncipe. La habitación del niño en Richmond fue amueblada ricamente, y allí viviría, lejos de los peligros y el mal aire de la ciudad.

Después de un mes, la reina fue llevada a la iglesia por primera vez desde el parto y la Corte volvió a Westminster, donde comenzaron las celebraciones en honor del nacimiento. Hubo magníficos torneos. Rosamund nunca había visto ninguno. El rey había adoptado el título de sir Coeur Loyal, o Corazón Leal. Se pulió su armadura. Los adornos de malla de oro, malla de plata, satén verde y terciopelo carmesí eran hermosos. Las representaciones alrededor de los torneos eran algo nunca visto. Se exhibió un inmenso carro, adornado como un bosque, con árboles, colinas y valles, con damas y caballeros. Los hombres vestían disfraces y representaron mascaradas antes y después de la justa. Y por las noches hubo más representaciones, y baile y música.

Sir Thomas sorprendió a su prima con cuatro vestidos nuevos. Mientras ella estaba en la Corte, él había tomado uno de Rosamund; la modista que hacía la ropa para él descosió el vestido completamente, tomó las medidas, volvió a coserlo y, con esas medidas, confeccionó los cuatro vestidos.

– ¿Te sorprende, querida niña? Los colores oscuros son elegantes, lo admito, pero eres demasiado joven para seguir mucho tiempo más de luto. Los colores que elegí no son demasiado chillones, ¿verdad? -Miró los cuatro vestidos que había sobre la cama. Uno era de un naranja apagado; otro, de un rico color púrpura; el tercero, violeta y el último, de un auténtico verde Tudor, distinto de su vestido de terciopelo verde oscuro. Los trajes seguían la moda de la temporada, bordados y cosidos con oro, pequeñas gemas y perlas.

– ¡Tom! Juro que seré la envidia de las damas de la reina -le agradeció ella, riendo-. No tendrías que haber hecho esto, pues no estaré mucho tiempo aquí, pero, ¡ay! ¡Qué hermosos son! ¡Gracias! -Le echó los brazos al cuello y le dio un beso en la mejilla. Él se ruborizó de placer.

– Claro que tengo que malcriarte, Rosamund -insistió-. Tu compañía me ha hecho feliz por primera vez en mucho tiempo.

– Pero yo me iré a casa apenas pueda -dijo Rosamund-. Y tú te quedarás solo, y no quiero eso, querido primo.

– Entonces, iré a Friarsgate cuando la soledad me abrume. Y cuando me aburra, saciado de tanta vida sencilla del campo, volveré a la Corte. Es la solución perfecta, ¿no te parece?

– ¿Qué debo vestir esta noche? -le preguntó Rosamund-. Habrá algo titulado Un interludio de los caballeros de su capilla ante Su Gracia, seguido de una pieza, El jardín del placer. Dicen que el rey se vestirá de satén púrpura.

– El rey podría aceptar mis consejos sobre moda -dijo lord Cambridge, frunciendo la nariz-. Pero no, se asesora con esos patanes con los que se lo pasa bebiendo y jugando. Se hará coser las letras E y C en todo el traje, mi querida niña. Insiste en esa ridícula fantasía de amor romántico, cuando todos sabemos que se casó con ella porque estaba disponible y él necesitaba engendrar un heredero de inmediato.

– Ay, Tom, ella es muy buena y muy valiente -dijo Rosamund, defendiendo a su señora.

– Sí, mi querida Rosamund, lo es, pero yo soy un hombre de mundo. Créeme que, con contrato o sin él, Enrique Tudor se habría casado con otra si hubiera habido una princesa de la edad adecuada. Esa tontería con la pequeña Leonor de Austria fue una farsa, y todos lo sabíamos. El rey Fernando lo sabía, pero, al igual que su hija, insistió, con gran tenacidad. Sólo al final, cuando fue obvio que el viejo rey se moría, España transfirió la dote de Catalina a sus banqueros flamencos del otro lado del canal. Entonces, el rey murió, y el príncipe se convirtió en el nuevo rey, y de pronto estaba muy interesado en tomar a Catalina por esposa. No, querida niña, el rey se casó con su esposa porque esperaba, como su padre cuando hizo el arreglo para el casamiento de ella con el príncipe Arturo, que Catalina fuera tan fértil como su madre. El rey ya ha mirado a otras y no será la última vez, te lo aseguro.

– Es cierto. Yo suelo verlo en la capilla dirigiendo la vista hacia donde están las mujeres.

– Mmmh -dijo lord Cambridge. Cambió el tono a uno de mayor intimidad-. ¿Su mirada se demora en alguna dama en especial, querida niña?

Ella le dio un golpecito y rió.

– No lo he notado. Te aseguro que no mira a las damas de su esposa. Creo que el escándalo con las hermanas del duque de Buckingham lo curó de eso. Todas las damas de la reina tienen una opinión sobre quién fue, y casi todas se inclinan por lady Anne. -Cambiando de tema, le preguntó-: ¿Qué vestirás esta noche, primo?