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Rosamund rió.

– En realidad, creo que me agrada la idea, y sé que a Annie también le gustará. Ha estado tan inquieta por tener que acostumbrarse a un lugar nuevo cuando, como dice ella: "Por fin estoy conociendo esta casa". Y Dolí no le dijo nada, porque a Dolí le encanta burlarse de mi pobre Annie. -Rosamund dirigió la mirada más allá de Bolton Greenwich-. ¿Aquel es el palacio, Tom?

Él asintió.

– ¡Dios santo! Vives al lado del rey y su Corte, primo. O estuviste muy inteligente o fue una casualidad.

– Ambas cosas -respondió él, orgulloso-. No es una propiedad grande y, por eso, no era muy preciada. Pero ahora soy la envidia de todos. He tenido innumerables ofertas para comprarla, pero, por el momento, disfruto teniéndola. No es una propiedad que pueda perder su valor. Ah, pero temo mostrar mis raíces no demasiado nobles pensando como un mercader -bromeó.

La barca había llegado a destino. Los criados de lord Cambridge ayudaron a su amo y a Rosamund a bajar de la cómoda embarcación. Ella olfateó el aire, curiosa.

– ¿Qué es ese olor?

Por un momento, él no entendió, pero enseguida dijo:

– El mar, querida niña. Aquí, río abajo, estamos más cerca del mar. ¡Claro! Tú nunca habías sentido el olor del mar, ni lo has visto, ¿verdad? Encerrada entre tus colinas de Cumbria, no has tenido esa oportunidad.

– Pero he estado en Greenwich.

– Es por cómo sopla el viento hoy -explicó él.

– Qué interesante. Pero es obvio, en realidad, porque cuando el viento sopla desde otra dirección en Friarsgate los olores son diferentes. En verano, cuando viene del norte, huelo la nieve.

Entraron en la casa y Rosamund se sorprendió otra vez. Como le había dicho Tom, el interior de Bolton Greenwich era idéntico al de la Casa Bolton. Era algo confuso, pero se acostumbraría como se había adaptado a tantas cosas desde su llegada a la Corte hacía cinco meses.

– No tendré que preocuparme por tener que dormir en el palacio a menos que me necesiten -meditó en voz alta-. Me gusta eso, Tom.

– Sí, querida, no tienes más que pasar por la puerta que hay en el muro de mi jardín y estarás en el parque del rey. Serás la envidia de todo el mundo.

Rosamund suspiró.

– Ojalá la reina me permitiera regresar a mi casa, pero no ha dicho nada, y temo preguntarle y ofenderla. No quiero que piense que me aburro en su compañía, pero extraño Friarsgate y a mis hijas, Tom.

– ¿Y no extrañas también a tu descarado escocés? -bromeó él.

– ¡De ninguna manera! -exclamó ella, indignada-. ¿Por qué sientes tanta curiosidad por Logan Hepburn, primo?

Tom Bolton se encogió de hombros.

– Me intrigó tu descripción de él, querida. Nada más. Espero poder conocerlo cuando vuelva a tu casa.

– ¿Y cuándo será eso? -gimió ella, con un profundo suspiro.

– Oí el rumor de que el rey hará su viaje de verano hacia la región central este año. Eso te llevaría en dirección a tu casa, Rosamund, y probablemente entonces puedas pedir que la reina te libere. Ella comprenderá tu preocupación por tus hijas.

– Habrá pasado casi un año. Bessie y Banon no me conocerán. Y mi presencia ni siquiera es necesaria aquí.

– Lo sé -dijo él, comprensivo; le pasó el brazo por la espalda y se la palmeó con cariño-, pero la pobre Catalina cree que te está haciendo un favor. Para ella la Corte es el mundo, pero muy cerca del cielo. Agradece al menos que su preocupación por un heredero le haya impedido buscarte marido, querida.

– ¡Dios no lo permita!

La Corte se preparó para el Día de Mayo. Se levantó un palo de mayo, el poste tradicional, en los jardines de Greenwich y se eligieron damas para bailar a su alrededor. Para su sorpresa, Rosamund fue una de las elegidas. Por lo general no la incluían como participante en esos acontecimientos. Había decidido vestir el traje de seda verde Tudor en honor a la reina. Habría una cacería por la mañana, pero ella no participaría. No le gustaba la caza, a diferencia de casi todos en la Corte, a quienes ese deporte tan sangriento les resultaba muy estimulante. Pero Rosamund no consideraba que fuera entretenido perseguir con perros a un desdichado animal por los bosques sólo para matarlo.

El sol todavía no había despuntado en el horizonte cuando ella, Annie y Dolí salieron de la casa para ir a festejar el mes de mayo. Primero, recogerían el rocío de la mañana que era muy beneficioso para el cutis, según se decía. Después, cortarían flores y ramas para decorar la sala. Las tres muchachas iban descalzas y vestidas con sencillas faldas de lino.

– ¿Les parece que servirán comida de color verde en la sala del rey esta noche? -preguntó Annie.

– ¡Por supuesto! -respondió Dolí-. Mi amo dice que al rey le gusta el Día de Mayo más que cualquier otra fiesta, y que respeta las tradiciones.

– La carne a veces es verde en la mesa del rey -comentó Rosamund, irónicamente-, y por eso como allí lo menos que puedo.

Las dos criadas rieron.

Encontraron un gran charco de rocío, que tomaron con las manos y se echaron en la cara. Fueron entonces a recoger flores y ramas para la sala de Bolton Greenwich. En un momento Rosamund se separó de sus dos acompañantes y siguió caminando por los jardines de su primo. De pronto, oyó una voz que cantaba y siguió el sonido hasta la puerta en el muro de ladrillo que separaba el jardín del parque del rey. La voz era tan fascinante que abrió la puerta y se asomó del otro lado. Allí, bajo un árbol, estaba sentado el rey, pulsando su laúd y cantando para sí.

Este el mes de las fiestas de mayo, cuando los alegres muchachos salen a jugar.

¡Fa la la la la la la la la! ¡Fa la la la la la la!

Cada uno con su enamorada, bailando en el prado.

¡Fa la la la la¡ ¡La la la la la la la la! ¡Lola lala!

Rosamund rió y el rey, al verla, se levantó de un salto, dejando el laúd en el suelo.

– Milady Rosamund de Friarsgate. Le deseo un buen día de mayo. -Se acercó a ella. -¿Le gustó mi canción, señora?

– Sí, Su Majestad, mucho.

– Antes me llamabas Hal -reprochó, y su voz se tornó de pronto baja y muy íntima. Estaba de pie muy cerca de ella.

– Pero usted no era mi rey en ese entonces, Su Majestad -dijo ella, suavemente, casi sin aliento. Era un juego peligroso, pero no podía abandonarlo.

Él le acarició delicadamente la mejilla.

– Dice la reina que tienes el perfecto cutis inglés, bella Rosamund. Todavía está húmedo con el rocío de esta mañana de mayo, aunque no creo que necesites recurrir a ningún artificio. Eres muy bella. -La tomó del mentón y sus labios rozaron tiernamente los de ella-. Hermosa, gentil y virtuosa -agregó, y la acercó más a él-. ¿Sabes cuántas veces he pensado en ti en todos estos años, bella Rosamund?

– Su Majestad me halaga -alcanzó a decir ella, aunque no sabía de dónde le salían las palabras. Apenas podía respirar.

– ¿Te gustan los halagos? -le preguntó él, con una sonrisa en los labios y penetrándola con la mirada.

– Solo si son sinceros, milord.

– Jamás me dirigiría a una mujer sin sinceridad, bella Rosamund -murmuró él, con sus labios peligrosamente cerca de los de ella, otra vez.

¿Se desvanecería? Sentía las piernas de gelatina. La mirada de él era hipnótica. Su aliento olía a menta. Rosamund suspiró, sin poder contenerse. La boca del rey volvió a encontrar sus labios y esa vez la besó con los inicios de la pasión. Sus brazos la abrazaron con deseo. Ella percibió la fuerza de su cuerpo enorme y se sintió diminuta en el abrazo. Se dejó flotar. No se hallaba tan segura desde la muerte de Owein. ¡Owein! Su nombre fue como una bofetada en su cerebro y, recuperando la compostura, se apartó del abrazo de Enrique Tudor.

– ¡Ay, Su Majestad! -exclamó sorprendida al darse cuenta de lo que habían estado haciendo.