– Bella Rosamund… -comenzó a decir él. Ella retrocedió hacia la puerta del jardín.
– ¡No, Su Majestad! Esto es muy impropio, y usted lo sabe tan bien como yo. Le ruego que me perdone por mi vergonzoso comportamiento. Nunca fue mi intención jugar ni llevar a Su Majestad al pecado. -Hizo una rápida reverencia, se volvió y corrió hacia el jardín de su primo; cerró la puerta enseguida.
Él oyó voces femeninas que la llamaban. Sonrió, complacido. Era deliciosa; el dulce más tentador que había encontrado en mucho tiempo. La suavidad de su entrega le había encendido la entrepierna, pero esta vez contendría su lujuria. No tenía intenciones de que esas arpías entrometidas que servían a su esposa volvieran a sorprenderlo, aunque él estuviera tomando la flor más bella de entre ellas. El recato de la muchacha le había encantado, pero había visto que tenía espíritu. Y nadie, ni siquiera sus amigos más íntimos, deberían saber de su interés en la dama de Friarsgate. Qué conveniente que el primo de ella fuera su vecino. La poseería en su propia cama. No habría entrometidos de palacio, ni nadie más, que pudiera sorprenderlos. Nadie lo vería cruzar por los jardines a la medianoche. Sólo el primo de ella lo sabría, para que dejara una puerta lateral abierta para el rey. Se decía de lord Cambridge que era un poquito excéntrico, pero también que era un hombre muy sensato.
El rey se puso a tararear camino al palacio. Recogió para su esposa un ramito de flores silvestres que comenzaban a abrirse. Kate se estaba esforzando para concebir otro hijo para él. La sorprendería con el ramo de la mañana de mayo. Tal vez, incluso, pasara unos momentos íntimos con ella antes de la cacería. El calor que sentía en la entrepierna era mucho, y su semilla necesitaba ser liberada de inmediato. Su lujuria seguramente la había hecho potente. Sí, sería en verdad muy placentero copular un poco con la reina antes de las actividades del día. Y esa noche, o tal vez al día siguiente de noche, buscaría a la bella Rosamund y gozaría con ella. Enrique Tudor sonrió, contento consigo mismo y con el mundo en general.
Como a la reina le gustaba la caza, Rosamund sabía que su presencia no sería necesaria hasta la hora del palo de mayo, a media tarde. Regresó a la casa con sus dos acompañantes, con los brazos llenos de flores y ramas con las que decoraron la sala de Bolton Greenwich. Cuando lord Cambridge se reunió con ella más tarde, expresó su placer por los esfuerzos de las tres.
– Eres tan dormilón. Ahora ya se fue todo el rocío, y no tuviste nada.
Él rió.
– No me digas que no me guardaste nada, muchacha egoísta. Estoy ofendido, pero te perdono, porque la sala quedó preciosa.
– Tom, tengo que hablar en privado contigo.
Él percibió la seriedad en su voz.
– Caminemos por el jardín, prima. Es un lindo día, y no he tomado nada de aire hoy. Tampoco lo haría sin tu compañía.
En un banco de piedra que daba al río ella le contó de su aventura de la mañana temprano. Thomas Bolton la escuchó sin sorprenderse, porque él ya había sospechado que, tarde o temprano, el rey abordaría a su prima con intenciones de seducirla. La voz de ella decía bien a las claras que estaba apenada por su comportamiento, pero, al mismo tiempo, tentada por la hermosura de Enrique Tudor y su poder.
– ¿Qué voy a hacer, Tom? -le preguntó ella, desesperada.
– No recurrirá a la violación. Ese nunca ha sido su estilo. Sería una infracción grave a su código personal de caballero, pues el rey tiene un altísimo concepto de sí mismo y de su honor. No obstante, a pesar de sus votos maritales, no considerará que compromete su honor si fornica con una mujer que no es su esposa. La reina está para engendrar herederos para Inglaterra. Esa es su razón de ser, querida niña. Para él y para su reino es ventajoso que la quiera, que la alcurnia de ella sea impecable y que ella sepa cómo conducirse como reina de Inglaterra. La reina Catalina cumple su propósito. Pero las otras mujeres, Rosamund, ah, las otras mujeres son otro tema. Están para perseguirlas, cortejarlas y acostase con ellas. Son para el placer del rey, pero nada más, sin duda. Él no te forzará, pero te seducirá, prima.
– Sé mucho más sobre él de lo que cree, porque Margarita Tudor me hablaba todo el tiempo de él. No aceptará de buen grado una negativa, Tom. ¿Qué voy a hacer? Yo también tengo mi honor y sirvo a la reina.
– Tienes dos posibilidades. Puedes pedirle permiso a la reina, hoy mismo, para regresar a Friarsgate, pero, si te lo niega, ¿qué harás? Te arriesgas a ofenderlos, a ella y al rey, sin resolver tu dilema. O puedes rendirte al rey si él te lo pide, pero, en ese caso, no debes contárselo a nadie. Si bien no sería raro que un rey tuviera una amante, la notoriedad no es buena para esas señoras, querida. Después de todo, no somos franceses -dijo, frunciendo la nariz.
– ¿Qué? ¿Los reyes franceses alardean de sus amantes? -le preguntó Rosamund, sorprendida-. ¿Qué mujer decente querría que se supiera que sirve a su rey como la oveja sirve al carnero?
– Mi querida niña, los franceses consideran un honor servir a su rey, como dices tú. Si ha habido hasta hermanas compartiendo los favores de un monarca. Y sus aliados, nuestros vecinos del norte, son igual de perversos. Los reyes Estuardo están considerados como los hombres más enamoradizos del mundo entero. Casi no hay familia en Escocia con la que no hayan mezclado su sangre, dicen. El actual rey Jacobo no se unió con nuestra propia princesa Margarita hasta que alguien de su Corte, con más sentido que el mismo rey, envenenó a su amante, Maggie Drummond. Recién entonces Jacobo Estuardo honró su contrato con Inglaterra. Pero se sabe que tiene los favores de muchas otras señoras. Todos los reyes tienen amantes, pero aquí en Inglaterra intentamos mantener el hecho tan en secreto como sea posible.
– Para ser un hombre que no ama a las mujeres tienes una gran comprensión de ellas y de la naturaleza humana, primo. Tal vez me convenga irme a casa, con mi descarado escocés -dijo Rosamund, con una sonrisita.
Él también sonrió.
– Los dados están echados, prima. Sí, puedes rechazar al rey, pero sufrirás las consecuencias. Debes tratar de ver comprender la situación, querida niña. Si eres muy discreta y le ruegas al rey que lo sea por partida doble, es poco probable que alguien se entere de tu mala conducta. ¿Quién creería que el rey se acercaría a ti, una viuda de una familia sin importancia y sin conexiones? Y, dado el escándalo de la primavera pasada, el rey querrá, sin duda, ser más que discreto. -Lord Cambridge rió-. Así que no es probable que alguien se entere de tu paso en falso en el camino de la virtud. El rey es joven y apuesto. Se sabe de su pasión y gentileza. Puede ser generoso, y tú tienes tres hijas que necesitarán esposos respetables algún día, querida mía. Eres viuda, de modo que no llevarás la vergüenza al nombre de tu esposo ni de su familia, a diferencia de las concupiscentes hermanas del duque de Buckhingham. Y se sabe que Enrique Tudor jamás olvida un favor.
– Razonas como el dueño de un burdel, primo.
– Tú no eres ninguna virgen, Rosamund -le recordó él con una sonrisa bastante maligna.
– ¡Eres un sinvergüenza, Tom! -lo reprendió ella, pero sonreía.
– ¿No te gustaría imitarme? -bromeó él.
– Sí -dijo ella, sorprendiéndolo-. Creo que sí. Durante toda mi vida he hecho exactamente lo que se esperaba de mí, aunque no lo deseara, primo. De todos modos, me remuerde la conciencia, porque quiero a la reina.
– Tu conciencia te molestará siempre en este asunto, mi querida niña -dijo él, sabiamente-, pero no podrás evitarlo. Enrique Tudor no tendría que haberse casado con Catalina de Aragón. Debería haberse tomado más tiempo, pero ella era conveniente, estaba a mano y él siempre ha sido impaciente. Su padre lo tenía destinado a la Iglesia, hasta que murió el pobre Arturo. Enrique jamás habría sido un buen sacerdote.