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– Un hombre poderoso me debe un favor. He enviado a pedir que venga alguien en su nombre. Ya ha de estar en camino. Y Edmund también sabe lo que he planeado. -Hugh sonrió, misterioso.

– Me imagino que no habrás concertado otro matrimonio para mí-dijo Rosamund, nerviosa.

– No me corresponde a mí hacer semejante cosa -exclamó Hugh-. No lo haría, Rosamund. La próxima vez elegirás tú.

– ¡Ah, Hugh, no quiero que me dejes! Te quiero. No como una mujer quiere a un hombre. Yo no sé nada de ese tipo de amor, pero igual te quiero. Nunca, desde la muerte de mis padres, he sido tan feliz como contigo.

– Y yo te quiero a ti, querida -dijo él, en voz baja-. Eres la hija que nunca tuve. Gracias a ti mis últimos años han sido cómodos y felices. Sé que me enterrarás con honor y que el lugar guardará mi nombre. Es más de lo que podía esperar, Rosamund.

– Es tan poco, en especial porque tú me has dado tanto, mi querido esposo. -Sus dedos delgados se cerraron sobre la mano nudosa y vieja, dándole calor juvenil a los huesos helados.

Hugh volvió a cerrar los ojos, con una sonrisa en los labios.

– Lo veré después de la comida. Con un poco de suerte, Henry Bolton estará menos colérico con la panza llena. Tráeme un poco de caldo, mi queridita. Es lo único que soporta mi estómago. Ahora voy a dormir un rato.

Ella le soltó suavemente la mano y se incorporó. Lo tapó con la manta, se inclinó y lo besó en la frente.

– Yo misma te traeré la sopa y te la daré -dijo Rosamund y salió de la habitación. Sí, estaba muriendo, tuvo que admitirlo por primera vez. Sintió el ardor de las lágrimas en los ojos y parpadeó. Hugh tenía razón. No podía permitir que sus emociones dominaran su naturaleza práctica. No en ese momento. Tenía que estar muy despierta, por él, por ella y por todos.

Entró en la sala y se dirigió a su tío.

– Mi esposo te verá después de comer. Está muy débil. No debes permanecer mucho tiempo con él.

– ¿Por qué no puede verme ahora? -exigió Henry, irritado-. ¡Es ofensivo! Hugh Cabot se comporta como si hubiera nacido en esta casa, cuando soy yo el responsable de haberlo puesto en este lugar. Me debe obediencia y respeto, y no me brinda ninguna de las dos cosas.

– Es un anciano moribundo, tío. Además, para ser honestos, tú lo casaste conmigo para proteger lo que tú consideras tu interés en mis tierras. Debo recordarte que Friarsgate es mía, no tuya. Nunca te ha importado lo que me sucediera, siempre y cuando otras personas no pudieran usarme. Pero Dios tiene modos de proteger a los desvalidos e inocentes. Hugh Cabot es un buen hombre, aunque a ti nunca te haya importado, tío.

– Lo consideras un buen hombre porque el viejo tonto te dejó hacer tu voluntad, sobrina. Tu actitud atrevida y tus palabras me revelan que no te golpeó lo suficiente, si es que te golpeó alguna vez. Ya veo que tendré que comenzar por el principio contigo, pero, cuando termine, serás una esposa dócil y solícita para mi hijo.

– ¡Ese mocoso que engendraste en tu bovina esposa jamás será mi esposo, tío! Quítatelo ya de la cabeza. Esta vez yo elegiré a mi esposo, pero no lo haré hasta no hacer el duelo por mi Hugh al menos un año entero, como se debe y como es de esperar. ¡Intenta imponerme a tu gallito y lo lamentarás!

– ¡Tú vas a hacer lo que yo diga, demonios, Rosamund! ¡Yo soy tu tío! ¡Tengo autoridad sobre ti! -gritó Henry, su rostro desbordante de furia.

– ¡Señora! A la mesa -interrumpió Maybel, entrando en la sala-. La comida está lista.

– Tío, por cierto que tienes hambre, y mi primo también. Maybel tiene razón. Vayamos a comer antes de que se enfríe el plato. Después hablarás con mi esposo. -Rosamund fue otra vez la buena anfitriona, la castellana de buenos modales. Llevó a su enojado pariente y a su hijo a la mesa principal. Entonces, ella misma les sirvió montañas de carne y ganso en los platos de peltre, y guiso de conejo. Maybel llenó los copones de peltre, que hacían juego con los platos, con la última cerveza de octubre para Henry Bolton y con sidra de manzana para su pequeño hijo. Rosamund colocó sobre la mesa, frente a su tío, el pan, una vasija con manteca dulce y un trozo de queso duro.

Él comenzó a comer y lentamente se le fue casi todo el enojo. Vio con agrado que su sobrina servía una excelente mesa. La comida estaba caliente y era fresca. No estaba recocida, ni llena de especias para disimular que estuviera en mal estado. Pinchó con el cuchillo un pedazo de carne y masticó. Cortó un pedazo de pan de la hogaza, lo untó con manteca usando el pulgar y se lo llevó a la boca. Maybel mantenía el copón lleno, y él bebía generosamente. La cerveza era limpia y sabrosa, le picaba en la lengua, lo que hacía que la comida supiera mejor aún.

Rosamund comió muy poco y se puso de pie.

– Discúlpame, tío. Debo llevarle caldo a mi esposo. -Se volvió a mirar a su pequeño primo-. Hay un dulce para ti cuando termines la comida, niño. -Y agregó-: Tío, no tiene modales. ¿Tu esposa no lo educa? -Y salió del recinto antes de que Henry Bolton padre pudiera protestar.

– Usa la cuchara -le dijo a su hijo-. ¿Por qué comes con las manos, como un campesino?

– No tengo cuchara -gimió el muchachito.

– ¡Sí que tienes! -dijo el padre, amenazándolo con el puño-. ¡Úsala, diablos! Esa perra tiene razón. No tienes modales. ¡Tendré que hablar con tu madre de esto, niño!

Detrás de la sala, conectada con la casa por una columnata de piedra, estaba la cocina central, rodeada por un huerto. Encima, un emparrado de enredaderas en flor comenzaba a dar sus primeros brotes verdes. Rosamund entró en la cocina rápidamente. Después de felicitar a la cocinera por la buena comida, recibió de manos de ella una escudilla con sopa para su esposo y un trozo de pan. Llevó ambas cosas hasta la casa y subió la escalera de piedra hasta el aposento de Hugh, que estaba despierto y le sonrió al verla entrar. Ella le devolvió la sonrisa, dejó la escudilla, sacó una servilleta de los pliegues de su falda y se la colocó a Hugh bajo el mentón. Después, sacó del bolsillo el trozo de pan, lo partió en pedacitos y los echó en la sopa. Sentándose al fin, comenzó a darle de comer.

Hugh comía despacio y con dificultad, porque ahora le dolía al tragar. Después de un momento, levantó la mano para indicar que había comido suficiente, a pesar de que la escudilla estaba casi llena.

– No puedo comer más, mi queridita.

– Dos cucharadas más -insistió ella, pero él negó con la cabeza-. Ah, Hugh, ¿cómo vas a curarte si no comes? -En sus ojos ámbar se advertía la preocupación.

– Rosamund -la reprendió él, con suavidad.

– Está bien -susurró ella-, pero no quiero que te vayas.

Él volvió a sonreírle.

– Me gustaría quedarme contigo, Rosamund. En uno o dos años florecerás hasta convertirte en toda una mujer. Será una gloria. Me gustaría estar aquí para ese momento, pero te miraré desde otro lado. No dudes de que, mientras mi cuerpo se pudra en la buena tierra de Friarsgate, mi espíritu te cuidará, mi querida esposa y amiga.

Rosamund dejó la escudilla. Incapaz de contenerse, se echó a llorar. Él extendió el brazo, le palmeó la mano y la consoló.

– Puedes confiar en Edmund; y ya verás que tendrás un protector mucho más importante que yo, mi queridita. Ahora mis fuerzas me abandonan con rapidez. Trae a Henry Bolton.

Ella se puso de pie con dificultad y salió de la habitación. En la sala, su tío terminaba la comida y limpiaba el plato con un trozo de pan. Su primo se estaba engullendo la tarta de manzanas con crema con toda la velocidad que le permitía el uso de la cuchara.

– Hugh te verá ahora, tío. Trata de no cansarlo, por favor. -Le temblaba la voz.

Henry Bolton le dirigió una mirada dura a su sobrina.

– ¿De verdad lo quieres? -le preguntó. Entrecerró los ojos-. No te ha corrompido, ¿verdad?

Ella entendió a qué se refería su tío, y le dirigió una mirada despectiva.