– Esta noche el rey me habló. Me dijo que dejara abierta la puerta del jardín y una linterna encendida al lado. ¿Entiendes, Rosamund?
– Sí, comprendo. ¡Por Dios, Tom, esta noche va a visitar a la reina! ¿Y después vendrá a verme a mí?
– El rey es un hombre solícito, Rosamund -dijo su primo, secamente-. Primero cumplirá con su deber y después buscará su placer. Recuerda, querida niña, que debes ser discreta, por todos, pero más que nada por ti. No eres la primera mujer que dará placer al rey después de haber tomado los votos solemnes del matrimonio. No serás, por supuesto, la última. Este rey es un hombre muy sensual. Qué pena que no tenga otra inclinación. Yo le ahorraría muchas dificultades. -Lord Cambridge terminó su comentario con un guiño procaz.
– Tom, tendría que reírme, pero creo que hablas en serio.
– Buenas noches, querida niña.
"¿Debo dormir? -se preguntó Rosamund-. ¿Puedo dormir?" Cerró los ojos. Discreción. Debía practicar ese delicado arte. Y podía quedarse despierta toda la noche esperando la visita del rey. ¿Y si algo le impedía venir? A la mañana estaría agotada por la falta de sueño y por los nervios. Pero debería levantarse y servir a la reina. Catalina se había tomado la cómoda costumbre de dictarle la correspondencia personal a la dama de Friarsgate en lugar de a uno de sus secretarios oficiales. Rosamund sabía que la reina estaba demasiado cómoda con el arreglo, pero ella no podía continuar con esa situación. Tenía que irse a su casa, y la sugerencia de Tom de dejar el séquito en el verano era muy buena. Le pediría consejo a Inés sobre quién podría reemplazarla. Seguramente, entre las muchas damas de la reina habría alguna con buena letra.
Sí, ella había querido irse a casa desde que llegó, y aquí estaba, sin embargo, dispuesta a admitir que había sido una época muy interesante para la simple Rosamund de Friarsgate. Mucho más que su primera estadía como pupila del rey. ¡Tendría tantas historias para contarles a sus hijas! y las conexiones que había hecho en la Corte podrían resultar valiosas en el futuro. No quería que sus hijas se casaran con primos Bolton u otros candidatos parecidos. Deseaba sangre nueva en la familia, para que los herederos de Friarsgate fueran fuertes. Y nunca habría considerado la vida en tales términos de no ser por su estadía en la Corte. Y su relación con su primo, Tom Bolton. Tom ya le había dado a entender, como al pasar, que ella y sus hijas serían sus herederas algún día. Qué giro inesperado de los acontecimientos. Un año atrás ni siquiera sabía de la existencia de Thomas Bolton. Se conformaba con ser la esposa de sir Owein Meredith y madre de sus hijas.
Pero Owein se había ido. Se preguntó en silencio por qué, como lo había hecho mil veces en los últimos meses. Pero no había respuesta. Sabía que no la habría jamás. Por fin, cerró los ojos, y se quedó dormida.
CAPÍTULO 17
El rey había cumplido con su deber con la reina. Había estado en la cama de Catalina por segunda vez ese día. Ella vestía, como siempre, una sencilla prenda atada al cuello y una cofia de dormir bordada sobre sus hermosos cabellos rojizos. Obediente, yacía de espaldas, con los ojos azules bien cerrados. Él nunca había conseguido que los abriera cuando entraba en su dormitorio. Siempre había oído decir que las españolas eran de sangre caliente, pero su Catalina, tan dulce y sumisa, jamás podría ser considerada así.
Él hizo lo de siempre con ella: primero le desataba las cintas y abría la prenda para dejar descubiertos los pechos y el vientre. Su esposa tenía lindos senos. Pequeños, pero, desde el nacimiento de su hijo, llenos. Vio las marcas en el estómago, donde la piel se había estirado, durante los partos. Catalina no tenía buena piel. No como las inglesas.
No como Rosamund Bolton. Al pensar en ella sintió un cosquilleo en su masculinidad. Rosamund Bolton, la de cabello rojizo, ojos ambarinos y dulces pechos. Se le empezó a endurecer y a hinchar el miembro al pensar en la deliciosa viuda de Friarsgate, en cómo disfrutaría de copular con ella esa misma noche. De no haber sido por sir Owein, hacía años, él seguramente la habría poseído y ella lo habría disfrutado.
– Levántate el camisón, Kate -le ordenó a su esposa mientras se quitaba el suyo. Ella obedeció de inmediato. Él le abrió las piernas; se hundió hondo en la carne fecunda y trabajó, entrando y saliendo, entrando y saliendo, despacio, hasta que pudo liberar su semilla-. Que Dios y su Santa Madre nos den un hijo -dijo al apartarse de ella.
– ¡Amén! -respondió la reina, bajándose el camisón, pero sin abrir los ojos ni por un momento para mirarlo.
Enrique Tudor se bajó de la cama de su esposa, se inclinó y le dio un beso en la frente.
– Buenas noches, Kate. Que duermas bien.
– Buenas noches, milord -le respondió mientras él salía del dormitorio por una pequeña puerta privada que le permitía evitar ser visto por las damas de compañía.
El rey volvió deprisa por el estrecho corredor privado hacia su propio dormitorio. Se lavó, se puso una camisa nueva y un criado lo vistió con un traje de brocado verde y se arrodilló para calzarle un par de pantuflas de cuero.
– Estaré fuera dos o tres horas, Walter -le dijo el rey-. ¿Dónde está la lámpara?
– Junto a la puerta exterior, Su Majestad; entiendo la necesidad de discreción dado el incidente de hace unos meses, pero, si hay alguna emergencia durante la noche… ¿Qué debo decir?
– Tú siempre has guardado mis secretos, Walter -rió el rey-. No estaré lejos. En la casa de lord Cambridge, junto al palacio. No se lo dirás a nadie, por supuesto, pero, si surge una emergencia en las próximas dos o tres horas, atraviesa el parque y ve a buscarme, ¿eh?
Walter hizo una inclinación de cabeza y sonrió.
– Sí, milord Enrique -dijo, y guió al rey a través de otro pequeño corredor privado que daba al exterior. Se agachó, tomó una lámpara y se la dio al rey con una inclinación. Después, cerró la puerta tras su amo.
Alumbrándose con la luz de la lámpara, que solo iluminaba el camino a sus pies, el rey cruzó de prisa sus jardines y el parque. No había luna esa noche, lo que hacía que su camino entre los árboles fuera lento y cauteloso, pero por fin divisó la pequeña puerta en el muro. Entró en el jardín de Tom Bolton y, aun en medio de la oscuridad, vio que todo estaba en orden. Recorrió los prolijos senderos del jardín hasta llegar a la casa. Sus ojos azules buscaron la señal, y allí estaba. Una pequeña lámpara encendida junto a otra puerta pequeña. Dejó la suya, tomó la otra y entró en la casa. Siguió al pie de la letra las indicaciones que le había dado lord Cambridge y subió la escalera hasta los aposentos de Rosamund. ¡Allí estaba, dormida!
Apagó la lámpara y la dejó sobre una mesa. Se quitó el manto de brocado y lo dejó a un lado. Se acercó a la cama, se inclinó y la besó con pasión hasta que ella abrió los ojos y le sonrió.
– Hal -le dijo con suavidad.
A él le pareció una dulce bienvenida.
– ¿Te quitarías el camisón? Quiero verte entera, bella Rosamund.
– Si tú te quitas el tuyo -respondió y enseguida se dio cuenta de lo que había dicho. ¿Era tan ligera que caía en esa vergonzosa relación sin dudarlo? Pero no sentía vergüenza. Él la deseaba. La había deseado desde que era apenas un muchacho y seguía haciéndolo. Él era el rey de Inglaterra y eso era muy halagador. ¿Qué importaba, siempre y cuando la reina no saliera lastimada? Una relación breve, y ella se iría a Friarsgate para no volver a verlo jamás. Se sentó, se quitó el camisón de lino blanco, lo arrojó a un costado y se sacó la cofia de dormir, liberando su cabello. Entonces apartó el cubrecama y se exhibió para él-. ¿Te gusto, milord?