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En cuanto a la reina -y aquí Rosamund volvió a sentir una punzada de culpa- le estaba increíblemente agradecida a Enrique Tudor por haberse casado con ella y haber hecho que sus largos años de abandono valieran la pena. Idolatraba a su marido, pero no lo veía como quien realmente era. Su gratitud parecía como la de un cachorrito castigado al que sacan de la perrera y miman. Ella era Catalina de Aragón y conocía su deber. Pero no sabía cómo amar de verdad, y el rey necesitaba amor mucho más que cualquier otra cosa.

Annie asomó la cabeza por la puerta del dormitorio.

– Le preparé la tina vieja, señora. Ganaremos tiempo.

Rosamund se levantó y se bañó rápidamente. El cielo ya se estaba poniendo claro cuando terminó de vestirse su traje de seda púrpura. Con Annie a su lado cruzó deprisa los jardines y el parque del palacio. Entraron en Greenwich y alcanzó a reunirse con las damas de la reina cuando entraban en la capilla real para la misa de la mañana. Y después, cuando desayunaron en la sala de la reina, Rosamund tomó conciencia de lo exhausta que estaba, pero no podía permitir que el resto lo notara.

El rey se había levantado temprano para salir de caza con sus amigos. Uno de ellos comentó irónicamente que tendría que visitar con mayor frecuencia a la reina porque, evidentemente, eso lo ponía de excelente humor. William Compton, el amigo más íntimo del Enrique VIII, no dijo nada, pero se dio cuenta de que algo más que la visita a la cama conyugal lo había puesto de tan buen humor. Compton era nueve años mayor que su amigo y había estado siempre a su servicio. Venía de una familia adinerada, aunque no noble.

– Has decidido no confiar en mí este último asunto amoroso, ¿eh, milord? -dijo, tanteando con delicadeza, cuando nadie podía oírlos.

– ¿Qué asunto amoroso, Will?

– Está bien, milord, no te haré más preguntas. No queremos que se repita el escándalo del otoño pasado. No deseamos una reputación como la de los monarcas franceses, ni ser objeto de humoroso desdén.

– Sí, Will, cállate -respondió con gravedad. Al rey no le gustaba mirar a los ojos a los demás y, cuando lo hacía, era porque el tema era serio-. Mi asunto, como cautelosamente lo denominas, es extremadamente discreto. Es improbable que lo descubran a menos que alguno de los dos se porte de manera tonta y ambos somos demasiado inteligentes para eso. ¿Me entiendes, Will? Este es un asunto del rey.

William Compton hizo una reverencia servil y dijo:

– Será exactamente como lo desee Su Majestad. Pero, tal vez, un día me cuentes, porque admito que soy muy curioso.

Enrique VIII rió, pero no dijo nada más. Estaba contento consigo mismo y, especialmente, con Rosamund. Nunca había conocido a una mujer tan cálida y cariñosa. ¿Por qué los reyes no pueden casarse con mujeres así? Cuánto más felices serían ellos y sus hijos. Kate, que Dios la bendiga, era tan sumisa. No podía culparla, pero, caramba, ¿por qué era tan reticente cuando hacían el amor? A él le habría gustado ver que le brillaban los ojos de pasión y satisfacción, pero sabía que eso jamás sucedería. Estaba demasiado concentrada en darle un hijo varón. Lo hacía con un fervor religioso y murmuraba plegarias entre dientes mientras él la montaba. No podía culparla, pero, ¡ay, las horas pasadas con la bella Rosamund! Casi no podía esperar a que llegara otra vez la noche.

Esa tarde, en la sala, Rosamund lo observó con disimulo. Él no dio señales de darse cuenta. En cierto sentido, era un gran alivio. Felizmente, fue despedida temprano del servicio de la reina y regresó deprisa a Bolton Greenwich. Allí se encontró con su primo en la sala.

– Ven a mirar el atardecer conmigo -la invitó-. Te ves cansada, mi querida niña.

Rosamund se acurrucó en el asiento de la ventana junto a él.

– Lo estoy. Nunca conocí un hombre igual, Tom.

– Es el rey, querida niña. Ellos son diferentes, o al menos eso es lo que se dice. Ten cuidado, que cuando tiene un juguete nuevo jugará con él sin piedad.

– Me estás diciendo que debo esperarlo esta noche. Tengo que descansar un poco antes de que llegue. Es increíblemente vigoroso en el amor. -Miró hacia el río, que brillaba en ese glorioso atardecer, y suspiró-. Es un hombre tan triste, Tom. No es feliz.

– No lo juzgues como a un hombre común y corriente, no es triste. Tiene lo que siempre ha querido. Es el rey de Inglaterra. Si Arturo no hubiera muerto, Enrique Tudor habría salido a conquistar alguna tierra para sí. Siempre quiso ser rey. Y los reyes a menudo se casan con princesas que pueden ser muy adecuadas, pero no son especialmente cariñosas por naturaleza.

– Es vulnerable, Tom. Yo soy apenas dos años mayor que él y, sin embargo, siento que le llevo siglos. Anoche me tomó como un guerrero a un castillo, pero luego me di cuenta de que todo lo que quería de mí era que yo lo quisiera.

– Ten cuidado, mi querida niña -le advirtió lord Cambridge-. Estás hablando como una mujer cuando está a punto de enamorarse. Tú también eres vulnerable, Rosamund. Tu esposo murió hace apenas un año y siempre has tenido un hombre que te cuidara. Pero este es un rey. No puede protegerte porque no tiene la menor idea de cómo se cuida a nadie, ni siquiera a sí mismo. Dale tu cuerpo, pero no le des tu corazón.

Ella volvió a suspirar, y fue un profundo suspiro de resignación.

– Sé que tienes razón, Tom. Tengo que mantener mis emociones bajo un estricto control. -Apoyó la cabeza en el hombro de él-. Eres mi escudo y mi protección, primo. Tú me defenderás del dragón.

– Los dragones -dijo él, pronunciando lentamente la palabra- me aterran, queridísima niña, y especial el Pendragón Tudor de Gales. Así que es vigoroso, ¿eh? No sé si no te tengo celos, prima. ¿Es grande también allá abajo?

Ella levantó la cabeza de su hombro: los ojos ambarinos brillaban, llenos de vivacidad y asintió.

– Ah, caramba -bromeó él-. ¡Algunos tienen mucha suerte!

– Eres terrible -respondió ella, levantándose del asiento de la ventana-. Y yo me voy a la cama ahora que puedo dormir un poco. -Le dio un beso en la suave mejilla-. Buenas noches, queridísimo primo -le dijo y salió de la sala. Arriba, en sus aposentos, se desvistió, se lavó la cara y las manos, y se cepilló los dientes. Orinó en el orinal de porcelana que le había llevado Annie y se metió en la cama, desnuda-. Más me vale -le dijo a su sorprendida criada.

– ¿Quién es él? -preguntó, en un susurro.

– Te lo contaré algún día, pero no hoy. Confórmate con eso, Annie. Es mejor que no lo sepas por ahora. ¿Confiarás en mí?

– Siempre lo he hecho. Buenas noches, señora. -Hizo una reverencia y la puerta se cerró tras ella.

Todavía había algo de luz en el cielo. Rosamund escuchó la canción de un ave que no se resignaba a que el día terminara. Le pesaban los ojos y cayó en un sueño profundo. Ya había pasado la medianoche cuando despertó con el crujido de los goznes de su puerta. Se quedó quieta hasta que sintió el peso de él en la cama, seguido por un beso en los labios.

– Cómo me costó dejarte esta mañana, bella Rosamund. ¡Te vi esta noche en la sala, y solo con verte se alborotó mi interior, querida mía! -Se quitó el camisón y se metió bajo las cobijas, que ella le abría.

Ella lo envolvió en sus brazos, y la cabeza de león del rey se apoyó en su pecho.