– Es como mi padre, tío. Qué viles son tus pensamientos, pero perderé la virginidad mucho antes de que intentes casarme con tu muchachito. -Y largó la risa al ver la mirada de espanto en los ojos de él.
– Una buena zurra es lo que necesitas, muchacha -dijo él, con furia.
– Levántame la mano, si te atreves, tío, que te la corto, te lo aseguro- le respondió Rosamund, con calma-. Ahora, ve a hablar con mi esposo mientras puedes.
Henry Bolton salió casi corriendo de la sala. No le gustaba la manera en que se comportaba su sobrina ni cómo le hablaba. ¿Qué había sido de aquella niñita asustada y obediente? Él no había traído a Hugh Cabot para que la desposara y la convirtiera en una mujer independiente y obviamente ilustrada. Lo único que el hombre tenía que hacer era proteger los intereses de Henry Bolton en Friarsgate hasta su muerte, cuando Rosamund se casaría con su hijo. Pero ahora ella hablaba con osadía y actuaba muy segura de sí misma.
– No me gusta -murmuró Henry para sus adentros-. No me gusta nada. -Pero entonces pensó que, si de verdad Hugh Cabot estaba muriendo, Rosamund volvería pronto a su poder. Él corregiría el problema que ella representaba. En especial después de que Hugh firmara el acuerdo de compromiso entre Rosamund y el joven Henry Bolton. Abrió la puerta del dormitorio y entró.
– Buenas tardes, Hugh -dijo, francamente impresionado por lo que vio. Hugh Cabot estaba muriendo, a todas vistas. Estaba demacrado y pálido, si bien sus ojos azules seguían animados, una señal de su fortaleza de espíritu.
– Adelante, Henry Bolton, siéntate a mi lado. Hace un buen tiempo que no te veíamos. ¿Tu esposa está bien?
– Sí -respondió Henry, cortante-. Dice Rosamund que no debo cansarte así que iré al grano.
– Por supuesto.
– Me enteré de que te estabas muriendo, y veo que es cierto -comenzó Hugh, con brusquedad-. Legalmente, eres dueño y señor de mi sobrina, en virtud de tu casamiento. Por lo tanto, a ti te corresponde proveer al futuro de tu viuda cuando hayas abandonado este mundo.
– Así es.
– He traído el acuerdo de compromiso para el próximo matrimonio de Rosamund con mi hijo Henry. Por supuesto que Rosamund hará duelo por ti durante un año entero, pero el acuerdo debe estar firmado para que pueda celebrarse el matrimonio cuando concluya su luto.
– Qué solícito eres con Rosamund, Henry-fue la irónica respuesta-. No obstante, yo ya he hecho provisiones para el futuro de mi esposa cuando yo ya no esté para guiarla. -Hugh observó la mirada de absoluto asombro que apareció en el rostro de Henry Bolton.
– ¡No tienes derecho!
– En realidad, según las leyes de Inglaterra, soy el único que tiene derecho, Henry. -Hugh se estaba divirtiendo mucho.
– ¡Pero yo soy su pariente más cercano! -levantó la voz Henry.
– Pero yo soy su esposo, gracias a ti -respondió Hugh con una sonrisita-. Los derechos de un esposo están sobre los derechos del pariente varón más cercano, Henry. No tendrás ni a mi esposa ni Friarsgate para tu heredero.
– ¡Firmarás este acuerdo! -rugió Henry.
Hugh no pudo controlarse. Nunca había pensado que vería esa desesperación en los ojos de Henry Bolton, ni oírla en su voz, pero allí estaba. Estalló en carcajadas, sacudiendo la cabeza. Pero la risa terminó en un fuerte ataque de tos. Se esforzó por alcanzar la copa con la medicina que su esposa le había preparado temprano. No la alcanzaba y, al ver lo que Hugh quería, Henry la alejó del moribundo. Cuando sintió que efectivamente su corazón se detenía, una mirada de comprensión llenó los ojos azules de Hugh Cabot y a esta siguió otra de infinita diversión. Se esforzó para formar la última palabra que necesitaba decir, y al fin logró pronunciarla, aunque le salió como un graznido.
– ¡Perdiste! -jadeó. Cayó contra las almohadas, mientras la luz se esfumaba de sus ojos azules.
Henry Bolton maldijo entre dientes, mientras arrimaba la copa con la medicina a su víctima para que nadie se enterara de lo que había hecho. No había logrado obtener la firma de Hugh. No se atrevía a falsificarla. De todos modos, con la muerte de Hugh, él volvía a ser dueño de su sobrina. Ella haría lo que él quisiera, o la mataría con sus propias manos. Estiró una mano y cerró los ojos azules de Hugh. Luego se puso de pie, salió de la habitación y volvió a la sala.
– Tu esposo se quedó dormido otra vez, Rosamund. Quiere que te diga que hablará contigo mañana por la mañana.
– ¿Te quedarás a pasar la noche, tío? Los llevaré, a ti y a mi primo, a su habitación.
– Lleva al joven Henry, muchacha. Yo sé dónde queda la habitación de huéspedes en esta casa, ¿no? Me voy a quedar un tiempo. Y tráeme vino antes de irte.
Ella lo hizo, luego condujo a su primo a la habitación de huéspedes y le dio las buenas noches antes de cerrar rápidamente la puerta a sus espaldas. Luego fue, a toda prisa, a ver que Hugh estuviera cómodo para pasar la noche. Fue grande su sorpresa al encontrar a su esposo muerto. Ahogó un grito de angustia y llamó a una criada.
– Ve con discreción a buscar al señor Edmund. Y que mi tío Henry no lo vea. -Ya había mandado buscar a Edmund, pero no había aparecido aún. Obviamente, no estaba cerca. ¡Quisiera Dios que estuviera con ella ahora!
– Sí, señora -dijo la criada, y volvió a dejarla sola.
Entró Maybel y, al ver a Hugh Cabot, se dio cuenta de inmediato de lo sucedido. Se llevó la mano a la boca.
– ¿Cómo fue? -preguntó.
– Debemos esperar a Edmund -respondió Rosamund, rígida. Entonces, se sentó junto a su esposo muerto y tomó entre las suyas su mano fría, que empezaba a ponerse rígida, como si con esa acción pudiera devolverle la vida.
Al fin, Edmund Bolton entró en el aposento, e hizo la misma pregunta que su esposa:
– ¿Cómo fue?
– Sospecho alguna felonía de mi tío Henry -respondió Rosamund-. ¡Lo mataré con mis propias manos! -Las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro pálido.
– Dime -intervino Edmund-. Si puedes convencerme, yo mismo lo mataré, y lo haremos aparecer como un accidente. -Había mucha seriedad en sus ojos grises.
– Vino a ver a Hugh. Cuando volvió a la sala me dijo que Hugh se había quedado dormido, pero que hablaría conmigo por la mañana. Dejé a mi tío en la sala mientras llevaba al mocoso a su dormitorio. Después, vine aquí y hallé muerto a mi esposo.
Edmund se inclinó y revisó cuidadosamente el cuerpo de su viejo amigo, que ya se enfriaba. No había ninguna marca de violencia en Hugh. Hasta se divisaba la sombra de una sonrisa en sus labios delgados, ahora azulados. Edmund miró a su sobrina.
– Rosamund, ha muerto de muerte natural. Lo estábamos esperando. -Le pasó el brazo por los hombros a su entristecida sobrina-. Estás dolida, niña mía. Sucedió antes de lo esperado.
– Henry Bolton tuvo algo que ver -dijo Rosamund, con dureza-. No sé cómo, pero en lo más profundo de mi corazón, lo sé, Edmund. Hugh estaba bien cuando lo dejé. Ahora ha muerto. ¿Qué otra cosa puedo pensar?
– Aunque tu intuición sea correcta, Rosamund, no tenemos pruebas. Hugh estaba agonizando. Todo el mundo lo sabía. Sin embargo, como Henry no sabe que ha muerto, o quiere hacernos creer que no lo sabe, no diremos nada hasta la mañana. ¿Dónde está ahora mi medio hermano?
– En la sala, llenándose de vino. Dudo de que haya cambiado, por lo que beberá hasta caer desmayado -dijo Rosamund, con amargura. Luego suspiró profundamente y enderezó la espalda-. Maybel y yo prepararemos el cuerpo de mi esposo para el funeral. -Miró a Edmund-. ¿Averiguaste quién es el espía?
Edmund negó con la cabeza.
– Pudo haber sido un comentario desafortunado de parte de cualquiera. Un chisme que alguien recogió y que viajó con el viento, como sucede siempre con los chismes.
– Mi esposo yacerá en la sala, para que se lo pueda honrar. Esta noche rezaré junto a su féretro. No creo que mi tío se dé cuenta, con la borrachera que tiene. -Miró a Edmund Bolton-. Hugh me dijo que ha hecho provisiones para protegerme del tío Henry. Me dijo que tú sabías lo que había hecho.